lunes, 12 de diciembre de 2011

Oda a Italia (Parte I)


Oda a la italiana

Todas las personas que influyen en este texto son de cualquier parte del mundo menos de Italia. Aunque una de ellas sí tiene la nacionalidad.

Matar el chiché

Llegar a Roma no tuvo nada que ver con calabazas. Un ómnibus y una persona totalmente inepta para leer mapas me llevó a divagar por el costado de Roma Termini por una hora y media. Todavía hoy no me explico cómo pasó, pero así fue: cuando quise acordar dejaba los muros de la ciudad atrás.

Nada de dioses antiguos ni de emperadores. Tampoco peleas papales, ni grandes creaciones renacentistas. Ni siquiera pequeñas creaciones renacentistas. Solo un montón de mendigos durmiendo, comiendo y haciendo otras cosas muy humanas en medio de la calle.

Por ahí yo caminaba, con mucho calor y con una sola pregunta en la cabeza: ¿dónde me metí?

Así que después de esa hora y media de divagar por la esquina equivocada de la terminal, llegué al hostal. Que tampoco estaba frente al Panteón sino en medio del barrio chino. Comprar curitas en Roma fue una experiencia extra occidental.

Pero al volver al hostal (increíblemente con curitas), conocí al primer capítulo de esta historia.

Silvana

El euroviaje de Silvana consistía en picar de ciudad en ciudad con su cartera y su valija que no admitía ni un imán ni un llavero de regalo porque ya estaba con el peso justo. Dormía en hostales o en trenes, comía fruta para no perder las energías y ser capaz de cumplir con su plan. Leí en el libro Comer, Rezar, Amar, de E. Gilbert que ella (Gilbert) era una viajera descuidada que generalmente no sabía bien a dónde iba, pocas veces tenía reserva de hoteles y no se encargaba de hacer una investigación detallada de su destino. Esa soy yo, pero no es Silvana. Silvana, en cambio, tenía una hoja por cada ciudad que visitaba donde leía y marcaba uno a uno los puntos interesantes para ver en cada ciudad. Y si se me ocurría preguntarle (como sucedió) ¿qué es el castillo San Angel? Entonces, ella sacaba una pequeña carpeta, buscaba la I de Italia, luego la R de Roma y me leía el detalle (sólo dos o tres renglones por punto interesante) sobre lo que era.

Entro a la habitación, la saludo con un “hello”, ella responde de la misma forma. Cuando va a cerrar la ventana me dice: “my name is Silvana”. Y a las risas, en español, le pregunté de dónde era: de Argentina, Buenos Aires. Respondió. Ah, yo soy de Uruguay, de Colonia. Y comenzó el diálogo. Por dónde has viajado, hacia dónde vas después. Qué lugar te gustó más. ¿Estás sola? “Sí, viajo sola”, me dijo, “por suerte, porque en este viaje no me aguanto ni a mí, menos a otra persona”. Me cayó bien.

Otra de las ocupas de esa habitación era una colombiana que estudia en Inglaterra y que estaba viajando por Italia con una brasilera. En inglés sólo sabían dar las gracias y la brasilera en español tal vez llegaba a decir su nombre, así que por más intentos que hacíamos por integrarla, ella terminaba siempre diciendo “no entiendo”. La colombiana, que con el inglés era más o menos igual, hablaba rapidito y estaba siempre sonriendo. Bla, bla, bla, y arreglamos para ir las cuatro juntas a Ciudad del Vaticano al día siguiente.

Oda a Italia (Parte II)


Ciudad del Vaticano

Los museos Vaticanos casi me hacen llorar. No podía creer que tuviera que pagar 15 euros para ver obras de arte que pertenecen a la humanidad y que llegaron allí, en su mayoría, gracias a saqueos. Pero los pagué y vi obras paganas que tienen poco o nada que ver con la cristiandad, como el Laoconte, un sacerdote troyano que es comido por una serpiente gigante junto con sus hijos. También una bañera gigante de mármol que era parte de la casa de Nerón. Más de una sección llenas de bustos griegos y romanos. Duele más aún cuando se llega a las ruinas del foro romano o al panteón, y el audioguía o el guía o el libro o información en cualquier formato, nos hace saber que esos edificios, columnas o monumentos, existen hoy gracias a que los católicos llegaron, conquistaron y antes de derribar se dieron cuenta de que servía para sus propios propósitos. Por más que quiera ver al Panteón como la iglesia de vaya uno a saber qué santo, no puedo, para mí sigue siendo en Panteón de todos los dioses.

No tengo mucho más para agregar sobre la ciudad del Vaticano. Me dio pena que no me sellaran el pasaporte, la capilla Sixtina me dejó con la boca abierta y mantuve una gran conversación en spanglish con la guía. También me dieron muchas ganas de abrazar al que fue mi profesor de arte. Por todo lo demás, me pareció demasiado. Demasiado grande, demasiado hermoso, demasiado ostentoso, demasiado caro.

Trastévere

Silvana, como ya dije, tenía anotados todos los puntos que debía ver en Roma antes de seguir su viaje a Nápoles. Así que la seguí al castillo de San Ángel y también al barrio de trastévere, dónde se suponía que íbamos a ver artistas, pero vimos borrachos sentados al sol en una fuente.

Calles pequeñas (de esas que a mí me encantan), ropa colgada entre una pared y la otra, el ocre como color primordial. A ver, odio el color ocre. Ese sentimiento es casi tan antiguo como yo: en la escuela teníamos tarjetas de ejercicios y cada color de tarjeta representaba su dificultad. No me acuerdo cuál era la más simple, pero ocre era la más difícil. Jamás llegué a la color ocre. Jamás de los jamáses. Sin embargo, caminar por las calles pequeñas de Roma entre fuentes y pequeños cafés, el color ocre cambió de panorama. Casi me gusta. Trastévere sin duda me gustó.

Fontanas

Entre las fuentes y los puentes no sé qué prefiero. Tenía un amigo al que le daban miedo los puentes desde que era chico porque allí habitaban los trolls. Como en Uruguay no tenemos animales tan legendarios como él tenía en Inglaterra, para mí los puentes eran lugares a dónde iba a pesar de chica con mi padre y mi hermano. Pero las fuentes. Serán simples o complejas. Las fuentes dieron vida a la ciudad de Roma en la época de los emperadores. Agua corriente por toda la ciudad. Y así terminó de caer roma: con los bárbaros destrozando los acueductos.

Me gustaría poder elegir mi fuente preferida, como lo hizo Elizabeth Gilbert, pero ella vivió en Roma tres meses y yo sólo pasé allí cuatro días. Las que más me gustan son las fuentes que escupen: me da mucha gracia tomar agua de esas fuentes y, a la vez, no puedo evitar tomar agua cuando veo una cara que larga agua por la boca.

A la Fontana de Trevi llegamos de noche. Trípode en una mano, cámara en la otra y un par de monedas en el bolsillo. Yo sabía lo que quería: el agua cayendo como una sábana. Moví el trípode para acá, la perilla para allá, y hasta la mochila le colgué para que quedara más estable. Dejé de respirar al apretar el botón y pensé que necesitaría un disparador a distancia por el buen trípode (muy irónico) que tenía. Fotografía nocturna es algo a experimentar.

Piedras viejas

Esa noche, al volver al hostal, volvimos a encontrarnos con la brasilera y la colombiana. Ellas habían entrado al Coliseo. “Ah, qué divino”, dijo Silvana, “¿cómo es? Yo voy mañana”. Las dos se miraron. “Es aburrido”, dijo la brasilera. Yo dejé de hacer toda actividad y nada más la miré. Entre todos los adjetivos que se me ocurrían para el coliseo, “aburrido” no se acercaba ni un poquito. Seguro que las personas que solían visitarlo sentían cualquier cosa menos aburrimiento: no los espectadores y mucho menos los gladiadores. “¿Aburrido?”, le preguntó Silvana que, seguramente, sintió lo mismo que yo. “Está lleno de piedras viejas”, dijo la brasilera. He perdido el respeto de muchas personas por menos. Me reí, pensando que era un chiste. Pero no. Lo decía de verdad. No le gustó ni el Coliseo ni tampoco el Foro porque estaba todo en ruinas.

¿A qué va uno a Roma?

Todavía no entiendo qué es lo que esperaba ver.

A mí, que me encantan las piedras viejas, las ruinas y todo lo que tenga un poquito de historia, el Coliseo hizo que quisiera besarme y el foro romano que armara una carpita y me quedara a vivir allí. Silvana llevaba el audioguía y yo la cámara. Caminábamos las dos de costado con el aparato en el medio de las dos cabezas, tratando de entender para dónde teníamos que caminar, a la vez, mirando al suelo para no tropezar.

Silvana y yo nos despedimos en la esquina del hostal: ella se fue a buscar sus cosas, yo a tratar de hablar chino para comprar comida.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

La soledad de estar acompañada

En Bélgica conocí a una brasilera menudita y de rasgos familiares: es la persona más parecida que he visto a mi amiga Elena. Sus gestos, la mezcla de palabras y hasta el color del pelo. Marillia es estudiante de intercambio, quería ir a Bélgica para aprender francés (no quería ir a Francia porque no le gustan los franceses), pero cayó en la parte holandesa, así que aún no sabe si este año le va a servir para algo en el futuro. De momento intenta hacerse amigos y acostumbrarse a que el pan sea la dieta básica.
Me preguntó a dónde iba después de Bélgica y le conté todo mi itinerario. "¿Conocés a alguien en Roma?", preguntó. No, voy sola. "¿No te parece triste viajar sola?"
Triste me parece gastar todo mi dinero en lo que otras personas quieren hacer.
La historia de mi vida ha sido la misma: cada vez que salgo con amigos termino yéndome sola, aunque sea por un rato. De esta forma, así, viajando por mi cuenta, me ahorro el incómodo momento en el que digo: me voy al museo/ librería/ café. Suelo sentirme realmente sola cuando eso sucede.
Llego al hostal en Roma y me encuentro con una argentina que ya recorrió el norte de Europa y ahora va por el sur. "Viajar sola me hace bien. Me cuesta cuando hace frío. Y cuando tengo que esperar los trenes de noche", me dijo. Me cayó bien.

Rotterdam

Mi padre me dijo: "te va a encantar Rotterdam, es una ciudad muy moderna", yo pensé: "¿en qué metí?".

Por suerte no encontré tanto de lo que esperaba: ni edificios altos, ni calles iluminadas con luz artificial ni avenidas supergigantes. Sí encontré cosas que me gustan mucho: verde, patitos que habitan canales y puentes (amo los puentes). Y como no esperaba nada de lo que encontré, me gusta aún más.

jueves, 27 de octubre de 2011

Vikingos

Me preguntó qué quería ver y enseguida respondí: "Vikingos".

Fuimos de una torre romana, a una columna, a una ruta, a un fuerte. Todo romano. Pero de los vikingos ni fotos.

miércoles, 26 de octubre de 2011

domingo, 16 de octubre de 2011

Nuevos amigos en el viejo continente

- Catalina, ¿sos de uruguay?
- Sí.
- ¿Conocés al Cuarteto de nos?

Miré a Viktor y luego a este ser andrógino que aún no estaba fumando. Sí, claro que conozco al cuarteto, pero, ¿cómo los conocés vos?

Mark tuvo un amigo uruguayo en el secundario. Desde entonces sigue al Cuarteto de Nos por internet y tiene todas sus canciones en el ipod. Incluso puso Ya no sé qué hacer conmigo para que me sintiera como en casa.

sábado, 15 de octubre de 2011

Road trip a España

Holanda-Bélgica-Francia-España.

En el mundo del cine, una película que trata sobre un road trip (y me animo de generalizar todos los viajes) trata de un personaje que intenta escapar de su realidad, por lo que el viaje físico representa, en realidad, un viaje interno. Buenos ejemplos son Thelma y Louis o En busca de mi destino.

¿De qué realidad pretendíamos escapar nosotros? Viktor de los exámenes, Elsemiek de su dieta de sopa y batidos de leche descremada, Rutger de su jefe. ¿Y yo?

Desde que llegué a Holanda hablan sobre el viaje a España como si se tratara de algún preludio del paraíso (una vez que llegué entendí por qué, la verdad es que se ha de parecer bastante, al menos espero que tenga esta vista).

El primer desvío del camino fue en Amberes. En lugar de tomar la ruta a Brucelas tomamos la ruta a Brujas y para corregir el error, hubo que ir al centro histórico de Amberes. Mientras Elsemiek largaba palabras mal sonadas en holandés a diestro y siniestro, yo disfrutaba de la vista.

En el camino discutieron, mitad inglés mitad holandés, si ir era mejor ir por Paris o por Luxemburgo. Decidieron Luxemburgo. Pero de alguna forma que ni Rutger conoce, él nos llevó Paris. Más discuciones sobre por qué no preguntó. A mí no me importaba, yo leía cada cartel que decía "París" y lo saboreaba como si fuera el más dulce de los chocolates dentro de mi boca. 250, 170, 120, 25 kilómetros. "Los franceses aman Paris, vas a ver que cuando dejemos Paris atrás vas a seguir leyendo en los carteles. Te dicen qué tan lejos estás". Por supuesto que cuando dejamos la ciudad seguí buscando en cada cartel, quería seguir leyendo Paris. "Tal vez hasta puedas ver la Torre Eiffel", me dijo Viktor. "Cruzá los dedos porque no se si vuelvo". ¡Y la vi! Ahora no sé cómo hacer para no volver.

También paseamos por la campiña del sur de francia a las cuatro de la mañana. Viktor no tiene idea de qué pasó: en un momento ibamos en la ruta hacia Barcelona, en la siguiente estábamos en medio de una villa. Luego de otra, luego de otra. Mientras ellos buscaban en el mapa (porque el aparatito divino que tiene el auto que te dice hasta a cuántos metros estás del garaje de tu casa -en todos los idiomas que se te ocurran- no sirivió de nada en el sur de Francia a las cuatro de la mañana), yo trataba de no dormirme y mirar las casitas, la callecitas, las rotonditas. Todo tamaño petit.

En España Elsemiek puede tomar una de las tres comidas con nosotros (lo que quiere decir, no sopa), la alarma de Rutger no va a sonar tan temprano, Viktor no se trajo ni un cuaderno. ¿Y yo?

Lo bueno de las películas es que en dos horas se resuelven. El personaje encuentra lo que buscaba y se acaba el argumento. La vida real, generalmente, dura más de dos horas. Y cuando un argumento se termina, entonces surge otro. Es lo interesante de la vida. Pero es, también, lo que va a seguir haciendo que tomemos road trips a lugares ajenos a uno.

sábado, 8 de octubre de 2011

Del sur

"Ahora estás en Europa, pero qué continente que tenés", me dijo Ewoud Van Leeuwn.

O Toto de León, como lo bautizamos en Urguay.

Ellos tienen iglesias y ruinas de castillos. Nosotros tenemos selva, bosques naturales, desierto y glaciares. Nosotros exportamos la palabra "siesta" y restaurantes que se llaman "El rancho" o "El gaucho" y debajo dicen "parrillada argentina" como marca diferencial.

Ewoud tiene razón: qué continente que tengo.

¿Qué hago en el viejo?

Estilo latino


Ese día bajamos al laboratorio sólo 4 personas, la mitad del equipo. Una tailandesa, un indonesio, un mexicano y yo. Los filipinos (o sea, la mitad del equipo que se quedó sacando fotos en el deck) decidieron quedarse. Para ellos, funciona así: uno decide, los otros acatan. Como decía Rifki, "son como salmones, van en manada". ¿Cómo es el estilo latino? preguntó Rifki. Metés la pata y te cubro la espalda. Al menos así funcionaba para nosotros.

El mexicano, el portugués y la uruguaya. Antes sólo eramos el chileno y la uruguaya. Cuando Patricio (el chileno) se fue, entonces supe lo que era ese tipo de soledad.

Antes de que el mexicano llegara, subíamos al deck a sacar fotos. Alguien preguntó quién era el reemplazo que llegaba el sábado y la respuesta fue "un mexicano". Yo no entré en mí de la emoción. Después de tantos meses, al fin volvía a hablar español. "Es ilegal hablar español", me dijo con poco cariño mi novio, "sólo en área de pasajeros", le respondí. Ya nada me quitaba del buen ánimo. Venía un latino. "Ah, mexicano", se quejó la tailandesa, "son todos haraganes". A eso lo sentí como insulto personal. "No son haraganes. Es el estilo latino: trabajamos poco, por eso vivimos más". Afirmación mía que no tiene todo de falso, pero tampoco de verdadero.

Así que el nuevo mexicano ya era mi amigo desde antes de que llegara. Y cuando lo hizo, si de primeras impresiones se llevaran todas las personas, entonces él nunca más me hubiera vuelto a hablar por loca: corrí con mi chaleco salvavidas y mi gorro amarillo a mi primera posición de emergencia. Era el primer día del crucero, el drill es obligatorio. Él iba a estar un piso debajo de mí. Llegué a la otra punta del barco, abrí la puerta de fuego y corrí escaleras abajo. "Hola, ¿Sos Walter?". El pobre infeliz levantó la vista y dudó antes de decir que sí.

viernes, 7 de octubre de 2011

Glaciares

Grandes personas.

En medio del verano, así es el parque Glacier Bay.

Antes de que comience el verano... esto es la primavera en Alaska.

domingo, 2 de octubre de 2011

De aeropuertos

Tres pequeñas experiencias que hacen que me pregunte ¿por qué me gustan los aeropuertos? y que me responda "no sé", pero no dejan de gustarme.

1. Miami
Más horas de espera que de vuelo. Menos años que el peso del bolso de mano. Y mi espalda contracturada por el (ya mencionado) bolso de mano. Lo que menos quería era seguir caminando para ver qué bonito era el aeropuerto. Quería llegar a la puerta H que quedaba del otro lado del mundo, tirar mi bolso y darle un par de patadas. Eso pasa cuando una saca tantas fotos y las imprime. De los errores se aprende.

Nueve horas después de llegar sólo tenía un pancho en mi estómago, muchas (muchas, muchas) ganas de ir al baño (pero con tal de no seguir acarreando con el bolso, me las bancaba) y aún menos hojas en mi agenda. Ese día escribí como nunca.

2. Buenos Aires
No hace falta irse al otro lado del mundo para dejar el pasaporte en un sillón. Cuando me di cuenta de que no estaba (no sólo el pasaporte, sino también y por suerte, el bording pass, de otra forma, no me habría dado cuenta), dejé el bolso de mano en la silla en la que estaba y corrí a buscar mi pasaporte.

No era ni chica ni tarada. El sueño parece ser la excusa. O tal vez es que era chica y tarada.

3. Vancouver
En realidad, sobre Vancouver no tengo nada malo para decir. Por el contrario, es por experiencias como esta que me aferro más al bolso que tiene mi pasaporte. Es que en el aeropuerto todo el mundo parece o tener todo el tiempo del mundo, o correr contra reloj. Sin puntos medios, cada cual va concentrado en su universo. Entonces nosotros desembarcamos en Vancouver y diferentes taxis nos llevaron del puerto al aeropuerto.

Kathleen, que nunca fue mi amiga y como compañeras de trabajo no éramos la gran cosa, tomaba un vuelo a Hong Kong, igual que G y Jenny. Ella viajaba a Australia, los otros dos a Sudáfrica. Jo se iba primero a Los Angeles, después a Nueva Zelanda. Había un pelado del que nunca supe el nombre que también se iba a Sudáfrica. Y yo viajaba a Toronto primero, a Santiago de Chile después y por último llegaba a Uruguay. Lo mío era un viaje a la derecha del mapa y después derecho hacia el sur. Como conclución, todos cruzábamos el mundo pero algunos de este a oeste y otros de norte a sur.

Nos encontramos de casualidad, donde los vuelos nacionales e internacionales se mezclan. "¿Ya despachaste el equipaje". Yo sí. Ellos no. Tenían todas sus valijas, bolsos de manos y carteras alrededor de los sillones de starbucks, quienes fueron lo suficientemente amables como para no echarnos y dejarnos dormir allí.

La verdad es que la fiesta de despedida duró hasta muy tarde. Después tocó terminar de armar las valijas y entre idas y vueltas (por ejemplo, perdí mi tarjeta del banco y la volví a encontrar), ya era hora de abandonar el barco. Pusimos una alarma y todos cerramos los ojos. Las valijas, bolsos de mano y carteras quedaron allí, alrededor de seis personas dormidas o semi dormidas, hablando de la noche de Mikonos.

Nada desapareció.

(Al volver a los vuelos nacionales, mi amigo Adam se compraba un agua. Él es de Hungría. Entramos juntos. Era, para los dos, el primer contrato. Ese primer día, yo estaba demasiado extasiada, él mostraba su entusiasmo del este de Europa. Le tuve que preguntar tres veces hasta entender que con su acento más que cerrado me decía "Adam". Sin embargo, una vez que pude entender su acento y varias noches de bar pasaron, los dos llegamos a ser amigos. La despedida habían sido palabras de borrachos mal pronunciadas. Ese encuentro en el aeropuerto era necesario para que los dos pudiéramos decirnos adiós como personas adultas y (algo) responsables.

-x-x-x-

De ir para atrás y adelante en Singapur, de la vez que le pregunté a la azafata "¿por qué se mueve tanto el avión?" cuando ni siquiera estaba la señal de ponerse el cinto prendida, también de cuando me acosté a dormir en la mesada de seguridad en Bolivia y del sello ruso en mi pasaporte, todo eso, será después.



(Con pequeñas historias como esta, ¿Quién quiere sentarse en un escritorio y aburrirse ocho horas por día?)




viernes, 30 de septiembre de 2011

China

QUINDAO

DALIAN

HONG KONG.

HONG KONG. Porque esta ciudad se merece más de una foto.

Vietnam

NHA TRANG. El gran Buda.

NHA TRANG. Este señor me llevó a recorrer el lugar.

PHY MY. Una plantación de arroz.

Tailandia

KO SAMUI

BANGKOK

PATTAYA
Pattaya. Foto de mi amigo Patricio.

El sureño

(La prometida historia de cómo encontré la yerba).

Como ya conté, mi desesperación por tomar mate no encontraba barreras. Bajé a Vancouver con mi laptop con la única intención de escribir una pregunta en google: "Dónde comprar yerba mate en Vancouver". Chris tomaba su té a mi lado sin entender qué tan importante era el mate para mí. "Imaginate tres meses sin tomar té", le dije.

Google tiró varias soluciones y seleccioné sólo una: una tienda llamada El sureño. Copié la dirección y tuve que volver al barco. Hasta el siguiente mes no tuve la oportunidad de bajar en Vancouver por una cantidad de tiempo suficiente como para ir y volver a El sureño. Así que cuando ese Vancouver llegó, corrí afuera del puerto, me subí al primer taxi que ví y le dí la dirección de la tienda.

El conductor era sikh. Yo, en mi ignorancia, le pregunté si era musulmán. Él, con su paciencia, me explicó de qué iba y venía su religión. Un gran señor, muy amable. Cuando ya llevaba unas buenas 15 fichas, se me ocurrió que la dirección de El sureño que había leído en el artículo de internet era del año 2006. En lugar de El sureño podía encontrarme con cualquier otro tipo de comercio. Sin yerba. "Entonces, ¿a dónde vamos?", me preguntó el conductor sikh. "Tal vez volvemos al puerto", le dije. "Ah, no se preocupe, paramos y vemos. Yo la espero".

Y me esperó. Incluso hasta suspendió el fichero.

El sureño aún estaba allí. Entré casi corriendo como si quisiera atrapar el momento. No hizo falta que mirara demasiado: en el primer pasillo, al fondo, NOBLEZA GAUCHA. Mi carrera, entonces, no tuvo nada que ver con el momento. ¿Qué me importaba cuál yerba mientras fuera para el mate? Un segundo después le estaba dando un chupón a un paquete de yerba Canaria serena.

Llegué a la registradora casi en llanto oliendo el paquete de yerba. Atrás del mostrador me sorprendió encontrarme con una familia de hindúes (supongo, por el sello rojo de las mujeres entre las cejas). "Ah, usted toma eso", me dijo la mujer. ¡! entonces, me mostró todas las bombillas y mate que tenían a la venta, en caso de que yo quisiera uno nuevo. En realidad necesitaba uno nuevo porque no tenía ninguno viejo.

La única bombilla sin la bandera argentina y el único mate en el que el dibujo del gaucho no tenía la misma bandera. Eso fue lo que compré. Y de la alegría que tenía hasta les regalé 1000 pesos coreanos.

martes, 20 de septiembre de 2011

El mate y Mariela

Iba bien. Tres meses sin mate y ni sentía la abstinencia. Hasta que vi una foto. El mate ni siquiera era el protagonista de la foto, sino que nada más estaba en una esquina sin marcar presencia. Sin embargo, mató. Mi día continuó con sólo un pensamiento, con el recuerdo de un solo sabor. Traté de explicarle a mi amigo inglés qué era: una especie de té fuerte. Y él, con toda su buena voluntad, me llevó de cafetería en cafetería por todo Gastown (Vancouver) para ver si en alguno de esos lugares encontraba mate. ¿Tratar de explicarle lo que era? fue un fracaso.

Otra vez al trabajo. Me tocó una nueva posición de emergencia. Lugar nuevo, caras nuevas, como la de la mujer blanca y rubia que tenía parada adelante. Siguiendo mi tradición nada discreta de leer nombre y país de origen en la etiqueta del uniforme, leí un "Argentina" que casi me arranca lágrimas: era la primera argentina que conocía en el otro lado del mundo y a esa altura la única otra uruguaya ya no estaba.

Le vi la cara. Supe el momento justo en el que leyó "Uruguay", comparé las emociones que coincidieron en encanto. ¿Qué importan los bloqueos de los puentes o que nos roben a Gardel en la otra parte del mundo? ¡Más que un amigo, un hermano! Abrazo va, palmadas vienen. "¡Sos de Uruguay!", me dijo, "¿Tenés mate?". Me quitó la pregunta de la boca.

No. Ni ella ni yo. No había mate.

-x-x-x-

Treinta dólares americanos me costó ir y volver del puerto a un supermercado que se llamaba "El sureño" y era atendido por una familia de indios (de la India), pero volví al barco triunfante con un paquete de yerba Canarias, una bombilla que (supuestamente) era de aluminio y un mate. La bombilla y el mate no fueron difíciles de elegir: nada más quería todo aquello que NO tuviera la bandera argentina. Cuando se lo dije a Mariela, con toda sinceridad, ella respondió: "qué basura". Nada más me reí.

Cómo encontré ese supermercado es una historia aparte.


martes, 30 de agosto de 2011

martes, 2 de agosto de 2011

Pueblo chico

J. es una peruana preciosa. Es de esas latinas que nos dan nombre. Está de novia con A., un inglés muy atractivo que también es de esos que les dan nombre. Los dos son típicos: las actitudes, las palabras, hasta el color de pelo. En el medio me encontraron a mí: una nada típica latina que tiene un novio nada típico inglés. Ni siquiera nos coincide el color de pelo.

Escuchaba a J. y me convencía de que sí, que la gente tiene razón, que A. no es tan buena persona como yo pensaba, que la engaña, que es un borracho y mujeriego. Porque, bueno, a simple vista, lo que se ve de A. es el uniforme de oficial, que pasa las noches en el bar y que todas las mujeres lo miran (porque, para ser sincera, es imposible no mirarlo). Entonces, uno le contaba, el otro le aconsejaba y las amigas le exigían. J. no sabía a quién hacerle caso. A la vez, escuchaba a A. y me convencía con su racionalidad de que nunca la engañaría. Así estuve en medio de una relación más larga que mi estadía en la compañía, en un tire y afloje de personas ajenas a esa relación, con una amiga en pena.

A., con su racionalidad, llegó a mi corazón. Es que tiene razón, él no es estúpido. Borracho puede ser, pero de tarado no tiene un pelo. No va a transarse a cualquier mujer frente al resto del mundo que conoce a J. Lo que haga sin que nadie lo vea ya no me incumbe.

Después de haber vivido casi toda mi vida en un pueblo chico y un par de años en lo que para el resto del mundo es una ciudad chica, vivir en un barco es sólo una extensión. Es que nadie está libre de los comentarios, de los insultos, de los consejos. Es que hay que seguir haciendo las cosas a escondidas. Hay que seguir eligiendo con demasiado cuidado en quién confiar.

Probablemente llegué al barco para escaparme del pueblo chico, de la gente conocida, de las historias a escondidas. Y, ¿con qué me encontré? Con más de lo mismo, pero diferente color.

domingo, 3 de julio de 2011

martes, 21 de junio de 2011

De librerías

De libros y librerías

Tengo una amiga que me arrastra en sentido contrario a todas las librerías que se cruzan en nuestro camino. Mi economía se lo agradece.

También tengo otras amigas con las que entramos a las librerías sólo para ver los títulos de los libros y comentar qué hemos leído, qué queremos leer. Esos son momentos felices.

Y cada experiencia con librerías me hace acordar a aquel examen en facultad que nos volvió locos. Era oral, los apuntes estaban llenos de autores del siglo XX y títulos que se escurrían por los dedos al tratar de memorizarlos. A dos días del examen, medias desesperadas, nos juntamos con una amiga a estudiar en voz alta (porque el examen era oral) y a tomar café. El café se transformó en cerveza, las masitas en pizza. Cuando quisimos acordar caminábamos por 18 de julio tomando licor de frutilla y jugando a “iba un barco cargado de…” autores rusos, generación beat, títulos italianos. Una grapa con miel después, los nombres corrían por nuestra cabeza como si estuvieran jugando al fútbol. Con todas esas copas de más pasamos por la calle de las librerías de segunda mano. Parábamos en las vidrieras para nombrar autores que estuvieran en nuestra lista de estudios. Veíamos a un autor conocido y recitábamos otros títulos. Las dos salvamos el examen con gran nota.

Es raro ser la que busca en los libros y no la que es buscada. Mi amigo Chris va a la sección local (busca todos los libros de Alaska que pueda encontrar), yo me siento en el piso a repasar los clásicos.

Al terminar el primer día en Juneau (la capital de Alaska) tenía tres librerías nuevas en mi haber. No miré a Chris con ojos suplicantes, sino que los dos nos dirigimos voluntariamente a los tres lugares.

En la primera me encontró, después de una buena media hora, sentada en el suelo leyendo la contratapa de los clásicos. Es que por más que lea y re lea de qué va Don Quijote, aunque sepa su comienzo de memoria o aunque haya acordado con mí misma que no me interesa para nada leer Mujercitas, la sección de los clásicos es mi favorita en todas las librerías. Pero si no leo a Henry James en español, sólo puedo soñar con hacerlo en inglés.

Lo que nos llamó la atención de la segunda librería fue el letrero de la puerta: “libros usados, nuevos y raros”. Por “raros” no sé a qué se refería. Terminé comrpándome un libro que se llama “Ugly” sobre una adolescente que piensa que va a convertirse en hermosa cuando cumpla 16 años. Ya nos estábamos yendo cuando lo vi. Hice catarsis con la contra tapa. Catarsis porque pensaba lo mismo de cumplir 15, primero, 22 después y por irme a los 18 (y, una pena) a los 24. Ahora puedo decir que, al fin, mi sueño se hizo realidad.

La última librería del día me arrancó lágrimas. No hizo falta ningún cartel que dijera “usados” para que nos diéramos cuenta a qué nos enfrentábamos. Pero los libros usados fueron solo la mitad. La dueña de la librería es una señora cercana a los ochenta años con atuendo de persona que lee más de lo que se mira al espejo, de anteojos grandes, pelo blanco y corto. Es la clase de señora que algún día seré. Es más, al salir de la librería, Chris me dijo que cuando sea viejo va a ser ella. Enseguida se corrigió, me dijo que será en Gandalf de su pueblo, un viejo de pelo blanco y barba larga que jugará con todos los niños y sabrá de todo. Después de reírme (porque es una imagen que puedo imaginar sin esfuerzo), le dije que yo sí voy a ser como esa señora.

Y los libros. Por favor, los libros. Al entrar a la librería la señora nos dio la bienvenida, se puso a las órdenes y nos dijo que si Alaska no era de nuestro interés, tenía dos habitaciones más llenas de libros. Ahí se ganó mi cariño. Y que también tenía mapas antiguos de los siglos XVI, XVII y XVIII. Ahí se ganó el cariño de Chris. “¿Tiene alguno de los viajes del Capitan Cook?”, ahí fue cuando perdí a Chris.

Caminé por el estrecho pasillo, aún más estrecho por estar decorado, de suelo a techo, por librerías desbordadas de libros (en su sentido más literal). Al final del pasillo había colgado un pedazo de cartón, que alguna vez fue parte de una caja, y con letra manuscrita y roja decía “Más libros”. A las risas seguí la flecha bajo las letras. Y luego otro cartel más. La señora no bromeaba al decir que tenía más libros. De suelo a techo. Todo lo imaginable: humor, viajes, clásicos. Censos de Main, declaraciones legales de Massachusetts. Me senté en un banquito y me puse a llorar.

Al volver al recibidor, Chris y la señora estaban demasiado concentrados hablando de lugares que señalaban en el mapa de vaya uno a saber qué siglo.

De colores de piel


Mi amigo Rifki es de Indonesia. Lo que quiere decir, es asiático. Es a la única persona del equipo a la que considero mi amigo y también es la única persona de la que me interesa ser amiga. Una mañana entramos a trabajar a las seis de la mañana; yo me caía del sueño y él me daba café. Me contó que en alguna parte del Corán (porque, como ya he contado, Rifki es musulmán) dice que cuando un hombre y una mujer están solos también hay una tercera persona: el diablo. Le quitó toda preocupación, no tiene que preocuparse por mí porque me gusta su mujer. “A mí también me gusta mi mujer”, me dijo. Y un par de semanas más tarde, a los dos nos caía bien mi novio.

El almuerzo de hoy empezó con una afirmación muy dura de mi parte: “odio a los asiáticos”. Un tema que no hablo demasiado pero que corre por mi cabeza cada vez que estoy en el trabajo, prácticamente. Como anoche, por ejemplo, cuando tuve que compartir el turno con cuatro filipinos que se pasaron hablando en su propio idioma y luego se enojaban conmigo porque no hacía lo que me pedían. “Hablaste en tagalog”, le dije a uno, al único con el que podría llegar a disculparme. A las risas me pidió disculpas y me dio las indicaciones en inglés. Entonces, en el almuerzo de hoy, Rifki se rió y me dijo: “hey, yo soy asiático”. “Sí, pero a vos te quiero”. Primero, lo quiero porque no me discrimina; segundo, lo quiero porque se interesó en ser mi amigo; tercero, lo quiero porque es mi amigo.

Me dijo que no era a los asiáticos a los que detestaba (que no dijera “odio” que es una palabra fuerte), sino a los filipinos. Y tampoco a todos los filipinos, sino a los que trabajaban conmigo. Rifki tiene un dicho para referirse a su persona: “El águila vuela sola”. De esa forma se explica cuando almuerza solo o baja solo a recorrer los puertos. A los filipinos del equipo los llama salmones, van siempre juntos. Más de la mitad del equipo son filipinos, otros dos son asiáticos. No deja demasiado espacio de expresión. Y la situación es más compleja cuando sólo somos dos rubios en el equipo. A nadie le importa la nacionalidad del jefe ni la de los dos videógrafos (que también son blancos), por lo que en la foto del equipo resalta una mancha blanca. Incluso la nueva adquisición del equipo, un portugués con toda la pinta de latino, me dijo que era demasiado blanca.

Volviendo al almuerzo, Rifki me contó que el sur de Asia fue conquistado por europeos. Le dije que América latina también. Y, si se quiere, nuestra colonización fue completa: lucimos como ellos, hablamos su idioma. Pero los asiáticos, en cambio, conservaron su idioma y su raza. Sin embargo, les enseñaron a obedecer al blanco. “Está en nuestra sangre”, me dijo “y en la cabeza de todos nosotros, nuestros padres nos enseñan desde chiquitos”. “Ya, pero no soy europea”, le dije. “No, pero pareces una”.

Rifki aprendió muchas cosas al vivir un año en Holanda, primero, que sin dudas era un águila: volaba solo. Luego, que si se descuidaba, lo iban a mandar a hacer cada mandado. “Como vos ahora”, me dijo.

Es así. Algunas relaciones hubo que cortarlas de raíz. De momento no me interesa ningún tipo de relación (a veces ni siquiera laboral) con ninguno de mis compañeros de trabajo. En mi primera semana uno de ellos me dijo que no me portara como los blancos que se creen que saben todo por ir a la universidad. He pasado toda la vida tratando de demostrarle a la gente que soy mejor persona, mejor estudiante, más simpática, atenta, o lo que sea, de lo creen. Se acabó. Yo soy así, de la forma en la que soy. Si no les interesa conocerme, entonces no vale la pena el desgaste de energía. Menos, como ya he dicho, si el juicio viene por el color de mi piel. Lo único que demuestran tratándome como al perro del equipo, es que no son mejores que los europeos que los trataron de esclavos.

Mi relación con Rifki es única: él viene de un país que extraditó a todos los blancos. Tal vez por eso lo quiero más.

(Dos por tres, cuando tenemos el turno de madrugada, los dos volamos la mente y hacemos planes para encontrarnos en el futuro. Para que yo pueda conocer a su mujer y jugar con su hija. Me aseguró que le voy a caer bien a la esposa y también que puedo mirar dibujitos de Disney con la niña).

sábado, 11 de junio de 2011

Raza

Estoy a dos pasos de volverme racista.

Si no fuera porque he pasado por situaciones únicamente estúpidas antes, ya habría renunciado, los habría mandado a que se limpien la cola o directamente me habría vuelto una mujer abusadora y golpeadora. Pero malas experiencias anteriores hacen que me muerda la lengua, apreté el puño y me siente a escribir.

No caerle bien a alguien porque parezco estadounidense no es una buena razón. Puedo no caerle bien por un exceso de simpatía, porque hablo demasiado o porque no suelo ser el alma de la fiesta. Pero porque soy blanca, eso no es motivo.

Que me destrate por darle los mismos consejos que recibí hace un par de semanas, no es razón. Puede destratarme por hablarle mal o por no hablarle, o por reírme de sus errores. Pero no por dar consejos cuando fui la última en llegar.

Y dejemos a las otras dos personas a un lado porque no merecen el desgaste de energía. Los dos son un dolor en la cola y una piedra en el zapato a la misma vez. Además, también sin alcohólicos, mandones y suelen cometer los mismos errores que achacan a los demás (entonces, cuando él me dice que deje de pretender, no me preocupo: no suelo pretender, pero él sí. Y cuando ella me dice que soy haragana, sólo le sonrío, porque ese es su defecto. Tengo miles de defectos pero no soy ni haragana ni falsa).

Pero estoy acostumbrada a arrodillarse sobre semillas. Lo bueno, es que es la primera vez que no pienso que es mi culpa. Fui a una escuela donde me educaron para pensar que todo lo que pasaba a mi alrededor era culpa mía, donde era la persona menos importante del grupo, la que hacía las cosas mal. Y a partir de ahí, durante el resto de mi vida, estuve convencida de que era verdad. Hasta ahora.

Tres uruguayos y medio

1. “Catalina, sos uruguaya”, escuché de una voz suave y dulce. Miré sobre el mostrador y encontré a una mujer delgada y rubia, muy bonita, que, con los ojos bien abiertos, esperaba una respuesta. “Si”, fue lo único que pude decir.

No hizo falta más que salir del mostrador para que esta mujer me tomara en sus brazos en el abrazo más maternal que he recibido desde que dejé a mi mamá y besara mi mejilla. Ella también era uruguaya, por supuesto.

Dos minutos después de conocerme se puso a las órdenes para llevar cualquier cosa a Uruguay, que ella se lo podía hacer llegar a mi familia.

Tres o cuatro días después el barco no dejaba de moverse. Estaba convencida de que nunca más en mi vida iba a ser capaz de probar bocado, que mi estómago no iba a soportar tanto movimiento durante seis meses. Pero no quería faltar al trabajo en la primera semana, así que me hice de tripas corazón y aparecí en la galería. Ella también apareció. Me preguntó cómo me sentía, me hizo saber si disgusto por mí, porque era mi primera semana allí, y también se ofreció a darme medicamentos contra el mareo.

2. Antes de que mi primer mes aquí terminara tuve que ayudar a esta señora que no sabía cómo decirme, en inglés, que quería sus fotos. Balbuceó un poco hasta que le pregunté qué idioma hablaba. “Español”, respondió. “Ah, yo también. Venga conmigo”. Y me siguió. Buscamos y encontramos sus fotos, hasta qué, cuando la estaba por dejar, le pregunté de dónde era. “De Uruguay”, me dijo. “Yo también”.

Y resultó que no sólo es de Uruguay, sino que vive en un apartamento a dos cuadras de donde vivo yo. Vamos al mismo supermercado, bajamos a la rambla en el mismo lugar. Estuve trabajando una semana cruzando la calle de su edificio. Dos cuadras. Y nos venimos a conocer en Asia.

Por supuesto que se puso a disposición para llevarme cosas a casa. Igual que la vez anterior mandé fotos. Pero esta vez también mandé monedas chinas antiguas y monedas de Hong Kong modernas.

3. A la tercera uruguaya la conocí a las seis y media de la mañana. Ella bajaba del barco en dos horas. Yo hacía un gran esfuerzo por trabajar a esa hora.

No hablaba inglés. Mi amigo Rifki, que fue quien la atendió, me dijo que era toda mía. Así que ella miró a mi etiqueta. “Sos de Uruguay”, me dijo en un acento entre cansado y tocando el cielo con las manos. El abrazo llegó por arriba del mostrador. Ella es del prado, aunque se fue a vivir a Buenos Aires cuando se casó. Se disculpó por vivir en Argentina; de vivir en Uruguay llevaría cosas para dárselas a mi familia.

Y ½. Una de las partes que menos me gustan de mi trabajo es tener que sacar fotos en los restaurantes. Hay todo tipo de gente, el mundo es un lugar generoso; entonces están los que te tiran con el plato por la cabeza, los que te dicen “no, gracias” y los que, aunque no quieran fotos, te conversan. Pero también están los que sí quieren fotos aunque de todas formas te tratan como a la basura, los que quieren la foto pero no dan mayor importancia a la presencia de uno en la mesa. Y los que quieren la foto y se ponen a conversar. Ya hablaré de mis conversaciones por señas, mitad español, mitad inglés mientras que el receptor es japonés. La vez que nos atañe fue con un grupo grande de canadienses, de quebecq. La conversación varió del inglés al francés. Y del francés al español cuando uno de ellos gritó “¡Uruguay!” arrastrando la erre. Vi justo la cara del hombre que me miró. Noté como sus ojos se iluminaban y su sonrisa se agravaba al acercar su cara a la insignia que bajo mi nombre y mi profesión dice mi país: “Uruguay”.

Se mudó a Canadá antes de que yo naciera pero no fue impedimento para que me hiciera historias (rapiditas y entreveradas) sobre la ciudad en la que se crió: Mercedes.

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A los tres uruguayos y medio los encontré en Asia. En las antípodas.

Nacionalidad

Al subir al ascensor vi que su pin decía que era de Perú. Me encanta encontrarme con gente de América Latina. Tal vez porque me hace sentir más cerca de casa, o porque indica que no estoy sola. En general, los latinos que he encontrado son simpáticos. Cada tanto salimos juntos, dos días a la semana los veo mientras trabajo por lo que podemos cruzar algunas frases y sonrisas. Esta marcó la diferencia.

“¡Sos de Perú”, le dije. “Sí”, respondió. Y agregó con el tono más despectivo que encontró: “Vos sos de Argentina”.

No, mujer. Soy de Uruguay.

Aleluya

Mi amigo Rifki, el musulmán, estaba cantando el Aleluya. Cuando le pregunté qué hacía cantando eso, me respondió (a las risas) que se le pegó por mirar a Mr. Bean.

Mi burbuja

Mi burbuja

Cuando tenía quince o dieciséis años alguien me dijo que tenía que salir de mi burbuja. En aquella época se nos había dado por hablar inglés con los que sabían lo que decíamos. Él y yo éramos compañeros de clase desde hacía tiempo, por lo que nos entendíamos.

De madrugada salí del boliche con mis amigas. Caminamos un poco por el centro hasta pasar por la panadería, donde este muchacho estaba con sus amigos. Me vio, me gritó a mí y a los cuatro vientos “Get out of your bubble!”. A esa altura, esa frase era su forma de saludo. Y mi forma de saludo era levantarle el dedo del medio, darle vuelta la cara y seguir de largo con mis amigas.

Cuando volvía a bajar la mano, mi cabeza comenzaba una lucha interna entre el “me molesta” y el “no me importa”. Hasta que terminaba agotada y enojada conmigo misma por hacerle caso a las palabras de este tipo que no modificaba mi vida en ningún aspecto. Es más, incluso admitía que tenía razón: sí vivía en una burbuja. Una muy bonita, aparte y selecta; en ella sólo había lugar para cosas especiales: mis amigas, mi familia, mis sueños. No sé qué de esas tres cosas eran las que más le molestaban. Cuánto más me gritaba que saliera de mi burbuja, más me aferraba a ella. Y el sueño más grande que tenía era salir de ese pueblo, ver el mundo.

Suerte que me aferré a mis ilusiones. Mirá donde estoy.

Suerte que mi burbuja era lo suficientemente amplia para que entrara el mundo.

-x-x-x-

Los años pasaron. Él y yo nunca llegamos a ser amigos. Nuestra relación nunca creció. Pero después de tantos años de trato intenso, de verlo seguido, de compartir mejores amigos, le tengo cariño. Y le agradezco infinitamente que me obligara a aferrarme a mi burbuja.

sábado, 28 de mayo de 2011

Cambio de paisaje

Dejamos Asia atrás. Alaska nos dio la bienvenida.

8 días de estar rodeada de agua me pareció suficiente. A veces hasta demasiado. Me sentía destemplada. Abajo del uniforme me ponía la única remera de manga larga que traje y dormía con tres acolchados. Justo yo que nunca fui friolenta. Mis manos estaban siempre frías hasta el punto que un amigo me regaló un par de guantes.

El paisaje cambió totalmente. En Asia los días en el mar eran días en el mar donde no se veía más que agua hacia donde se mirara por los cuatro puntos cardinales. En Alaska, en cambio, los días en el mar están llenos de montañas, pintos y picos nevados. De pequeños pueblos al lado del agua o de astilleros perdidos en medio de la nada. Alaska es verde, grande. Es hermoso. Es la primavera más fría que he vivido.


Materiales

En este momento tengo:
- chicles chinos
- galletitas rusas
- tomo en un vaso de Corea del sur
- pop tarts de Estados Unidos
- aún me quedan dulces de vietnam
- tres muñecas con trajes típicos vietnamitas para las tres bebas más bonitas.
- botellas de agua de Tailandia
- un papel que indica que puedo entrar y salir de Estados Unidos mientras el barco donde trabajo esté en ese país.
- una vista maravillosa en el café de Vancouver desde donde estoy escribiendo.

sábado, 21 de mayo de 2011

Balalaika, vodka y fútbol

Vladivostok.

Cerca del apartamento donde vivo hay una fuente llena de candados. Representan el juramento de amor eterno de todas las parejas valientes que se atreven a sellas su amor en esa fuente.

En Vladivostok encontré llaveros cerrados alrededor de un monumento. Luego de jurar amor hasta que la muerte los separe (o los abogados hagan su trabajo) ante el gobierno, las parejas llevan sus candados a este monumento (que, por cierto, es en honor de dos hombres de ciencia) y sellan su amor.

Hace un par de años cree un personaje. Era un hombre desconforme con su ambiente, que no le gustaba como las personas a su alrededor lo veían. Él se consideraba superior a las habladurías, aunque para esas otras personas él fuera el mejor de todo el pueblo. Nicolás (así se llamaba), entonces, metió sus cosas en un bolso y se fue a descubrir el mundo, a buscarse. Vivió aquí y allá, trabajo en lugares poco comunes, en otros muy comunes. Hasta que llegó a Rusia, al extremo este. Allí, sentado mirando al agua, supo que no podía llegar más lejos. Que tampoco importaba qué tan lejos de su casa llegara, siempre iba a estar con él. En el extremo este de Rusia decidió que era tiempo de volver a casa.

Jamás pensé llegar al extremo este de Rusia. A donde nace la vía del transiberiano. Siempre pensé que me gustaría ir a Moscú, pero Rusia es tan grande que nunca me visualicé en el lugar por el que estuve caminando. No sabía qué esperar, sin embargo, la expectativa era gigante. Frío terrible y niebla. Tampoco es que tenga ropa abrigada, mi campera de nylon es de lluvia y de verano. No me importó. Estaba en Rusia. No me permití quejarme mientras estuviera en suelo ruso.

La primera persona rusa con la que hablé se llamaba Anastasia; lo tomé como una buena señal. Luego también conocí a una Ania, una Olga y un Ivan. Esos nombres que suenan terriblemente rusos. Le pregunté a Ania cómo sería mi nombre en Ruso; “Catalina” no le sonaba a nada, pero cuando le dije (en inglés) que me llamaba como Catalina la Grande, tiró la cabeza hacia atrás, sonrió y dijo “Katia es el apodo”. Así que cuando llegaron dos hombres rusos jóvenes y con ganas de practicar inglés, Ania me presentó como Katia.

En inglés no sabían demasiado: hola, cómo andas y tomar vodka. Fue todo lo que dijeron. Luego Ania tradujo. Me preguntaron de donde era: de Uruguay. ¡Ah, fútbol! “Ania, Katia, vodka, balalaica e fútbol”. Ania me dijo luego que algunos hombres rusos eran bien y que otros (los señaló) eran raros.

Bangkok

Calles finas, tránsito pesado, comida callejera y comedores sin paredes. La foto de los reyes cada pocas cuadras y los comercios con pequeños templos a la entrada.
Mucho calor.
Después de caminar sin rumbo un par de cuadras, de resignarme a la idea de que no sé leer un mapa (es que sí sé), paré un tuctuc cuyo conductor, por supuesto, no hablaba inglés. Así que le mostré el dibujo en el mapa a donde quería llegar: el edificio de la Asamblea Nacional. Sí supo decirme en inglés cuánto me cobrara por llegar. Una vez negociado el precio subí y me dejé llevar por una corriente que va a contramano (manejan por la izquierda), en un tránsito que no siempre respeta los semáforos.
La asamblea nacional y la estatua del rey Rama V estaban llenas de vendedores callejeros. Ferias con peluches coloridos, ositos amorosos, de graduación, flores. Y este otro conductor que daba vueltas a mi alrededor ofreciendome diferentes destinos a bajo precio. No tenía nada mejor que hacer, así que acepté su recorrido: primero un templo budista llamado Wat Benchamabophit, luego, el Buda Dorado, tercero el mercado de joyas y por último, la montaña dorada. Perfecto.
Cuando llegamos al primer destino me descansé completamente en Dong (el conductor). Me dijo que me esperaba en la puerta del templo, que yo entrara. Movía las manos más que la boca, como su inglés no es bueno y yo no hablo tailandés, entonces las manos eran, muchas veces, la única comunicación clara.
No soy budista. Es una filosofía de vida que me interesa, con la que podría sentirme muy cercana si estudiara un poco más sobre sus fundamentos y aspiraciones, pero de momento me considero más cristiana (aunque tampoco sigo ninguna religión al pie de la letra). Sin embargo, entrar a los templos llena de una energía especial que transforma a la persona en la religión que haya dedicado el culto. Al menos es lo que me pasa a mí: entro a una catedral cristiana y me enamoro de cada recoveco en la arquitectura, pues con este templo budista fue más o menos similar. No podía entender por qué me negaba tanto a convertirme en budista después de ver todas esas construcciones. Y ni hablemos de los cultos. Un casamiento judío, entiendo completamente la tradición, me gustan sus costumbres; una misa católica y cada palabra que sale de la boca del cura me llega al alma, me dan ganas de volver. Fue la primera vez que estuve en un culto budista. Me encontré sentada en una silla, agarrada con fuerza del asiento y mirando sin parpadear a los monjes que cantaban con ritmo y sintonía algo que no tengo idea de qué es.
¿Cómo llegué a esa situación? Mi intención era sacar algunas fotos de un templo budista. Otras veces había sacado fotos de Budas, pero templo era el primero. Al reparo de la sombra había monjes almorzando, también personas dedicando sus rezos a diferentes estatuas. Pero yo caminaba derecho, hacia los monjes sentados como indios, todos en fila. Un hombre pasaba un hijo blanco entre los monjes. Frente a ellos había alguna personas sentadas, que cuando me vieron comenzaron a llamarme a viva voz. Como si sus palabras (en inglés, por cierto), no fueran suficiente, las mujeres también usaban las manos.
Sonrisa enorme y zapatos en la entrada. No me pude resistir. No se me ocurrió ningún motivo para decir que no. Así que terminé en primera fila de un rito budista que la familia dedicaba a la abuela recién fallecida. Para mí todo sonaba a armonía. Sin embargo, me sentía totalmente ajena al rito, me sentía como una intrusa. La familia me hacía preguntas: de dónde era, cuántos años tenía, cómo me llamaba. Suerte que no me preguntaron si era budista, o creo que habría mentido… “sí, desde hace años”. No me quería ir. La familia no quería que me fuera: me invitaron a almorzar. Pero la comida tailandesa tiene tendencia a ser picante y mi paladar no soporta el sabor del curri (ni de ningún otro picante). Además, Dong estaba afuera, esperándome, al sol. Les agradecí, contuve las ganas de abrazarlos y me fui.
Segundo destino. Fábrica de joyas. Una gran táctica de negocio: primero te dan la bienvenida con una gaseosa. Luego, te llevan a la fábrica, donde cada hombre está sentado en un espacio particular, con su luz y sus instrumentos. Algunos tallan joyas, otros funden el oro o la plata, otros dan la forma y también están los que colocan las piedras en el anillo, caravana o sea lo que sea lo que armen. Es una obra de arte en serie. Por último, entramos a la tienda. Desde el primer momento dos mujeres se pelearon por mi atención. Les dije que no tenía dinero, que no perdieran el tiempo, además, les mostré mis manos sin joyas, pero una de ellas dijo que no pasaba nada, que también tenían caravanas (si, mis caravanas enormes suenan cada vez que me muevo), así que la otra mujer se fue.
Tercer destino: Buda dorado. Parece que no me voy a aburrir de ver Budas. Tal vez es porque suena tan lejano a mí. Suena exótico. Sí conozco personas que son budistas, que a determinadas horas cantan en palabras extrañas cosas maravillosas. Dong me esperó afuera del templo mientras yo caminaba hacia atrás y más atrás para poder conseguir una foto completa del Buda de oro que es totalmente gigante.
Último destino: la Montaña dorada. Hacía demasiado calor para tantos escalones. Me imponía palabras consoladoras y de aliento cada vez que levantaba un pie para subir otro peldaño. Que probablemente no volvería a Bangkok, que no podía irme sin ver la montaña dorada (aunque no sabía qué iba a encontrar allí), que no quería arrepentirme luego de no haber llegado sólo por pereza. Terminé mi botella de agua en el camino hacia arriba. Era otro templo. Supongo que valió la pena. A veces.

lunes, 2 de mayo de 2011

Historias de a bordo


Rifki es musulmán. Tiene una esposa y una beba que a cuál de las dos más hermosa. Su mujer le permitió casarse por segunda vez bajo tres condiciones:

1. Que fuera fiel a todas sus esposas.

2. Que tratara a todos los hijos con igualdad.

3. Sobre su cadáver.

Pero Rifki no necesita otra esposa. También piensa en una bendición a Alá antes de comenzar cada actividad y sabe escribir de derecha a izquierda en unos garabatos que me hacen sentir analfabeta.

Al terminar la cena la única cuchara limpia en la mesa es la mía. En cambio, los filipinos y el indonesio tienen todos los cuchillos sin tocar. “¿Te parece raro que corte con la cuchara?”, me preguntó Rifki. Sí. Jamás se me ocurrió cortar carne con una cuchara, incluso al postre lo como con tenedor. El primer impulso fue de vergüenza: al mirar a mi alrededor todos estaban cortando con la cuchara. Pero junté coraje, me reí y pregunté por qué cortaban con el instrumento que no estaba hecho para cortar. Carlito me contó, entonces, que en sus países, el cuchillo era un privilegio, era algo muy costoso. Dejé mi cuchillo a un lado (sorprendida, por cierto, porque en Uruguay con dos dólares comprás un juego de cubiertos completo, sí, barato y berreta, pero tiene cuchillos), agarré mi cuchara y comencé a practicar con un melón, después de todo ¿qué puede ser más fácil de cortar que un melón? Fracasé en el primer, segundo y tercer intento. La cuchara se subía y no podía despegar el centro de la cáscara. A todo esto, los asiáticos se reían de mí.

También fue Rifki quien me preguntó si usaba medias todo el día. “Sí, ¿vos no?”. No, definitivamente. Se las pone para trabajar y se las quita al terminar el turno. “Qué raro que uses medias”, me dijo.

Me mostró las fotos de su casamiento. Le pregunté si el traje de su esposa era un disfraz o si era con lo que se casaban de verdad. Me dijo que era de verdad. Lleno de dorados, blancos y rojos, perlas, piedras. Un traje de película, con casco decorado en oro y telas cayendo hasta el suelo en diferentes texturas y largos. Ella estaba hermosa. No sé si esperaba encontrar el vestido blanco o qué, después de todo, esa es la idea de casamiento que tengo. Entonces, con mi estúpida mente occidental, le pregunté cómo le había propuesto casamiento. Respondió que ellos no lo proponen, sino que lo discuten. “Vos tenés que esperar a que el hombres se declare, nosotros conversamos, decidimos que nos queríamos casar y le dijimos la fecha a la familia”. No sé si yo soy de las que esperan a que el hombre se declare o la que se declara, no lo he pensado, tal vez hasta sea de las que conversa, discute, decide fecha y se lo dice a la familia.

Pero de la misma forma en que Rifki y yo tenemos bases diferentes que se nota en las pequeñas cosas (como usar cuchara o cuchillo), los dos somos seres humanos y las similitudes van más allá de tener dos brazos y dos piernas. Cuando hablamos de la familia el cariño y calor son el mismo, cuando discutimos sobre lo vano que suena gastar la mitad del sueldo en el bar, los dos estamos totalmente de acuerdo. Y también, aunque nos gusta salir y recorrer lugares diferentes cada dos días, los dos contamos los días para salir de licencia.

miércoles, 6 de abril de 2011

Phu My

Phu My
Vietnam.
Para mí, Vietnam se reducía a dos cosas: la cochinchina (a la que me mandaron varias veces) y Apocalisis now (y sus más de 60 placas de sonido).
Caminar por Vietnam con un filipino.
Los temas de conversación nunca se vuelven aburridos, menos después de descubrir que los dos estudiamos las mismas cosas: guión, fotografía, cine.
Me recomendaron un par de excursiones, pero al quedar de salir con Carlito quedé que lo seguiría a dónde él quisiera ir. Así que pasamos media mañana buscando huevos de pato; entrabamos en todos los locales de comida, preguntábamos a los vendedores de comida callejeros y también en alguna que otra tienda a la que entrábamos. Nos comunicábamos por señas y onomatopeyas porque parecía que nadie hablaba inglés. Decíamos “cuack” para pato y hacíamos círculos con los dedos mientras decíamos “eggs”, para pagar mostrábamos el dinero, siempre regateando (estoy tratando de aprender a hacerlo, pero no me está yendo muy bien, lo que sí tengo es un excelente profesor). Probé fruta que jamás había visto en mi vida. A la hora del almuerzo queríamos algo local, pero no conocer el idioma nos llevó a un comedor donde nos sirvieron carne, papas fritas y huevo hervido. Aunque de bienvenida nos sirvieron té helado local.
Pues, aún faltaban tres horas para volver, aún no habíamos encontrado los huevos de pato y los moto taxistas ya nos tenían cansados. La situación funcionaba de la siguiente manera: un moto taxista nos perseguía a los dos sin parar de decir “one dolah”, Carlito le decía, también sin parar, “no gracias”, pero se iban cuando la que cortaba el diálogo era yo. Entonces, paramos en una esquina y decidimos subirnos a las motos. El taxista se bajó de su moto y le gritó (a pulmón abierto) a otro moto taxista algo que no entendimos, pero ese otro taxista llegó en menos de un minuto. Carlito a una moto, yo a la otra.
No teníamos idea a dónde nos estaban llevando. Pero íbamos. En scooter por Vietnam. Con un vietnamita que no hablaba inglés. Después de pasar un peaje comenzaron a aparecer lo que pensé que serían plantaciones de arroz. Traté de preguntarle al conductor, “si, arroz, sí, sí, sí…”, respondió. Así que así era una plantación vietnamita. Después de tantas películas, allí estaban: frente a mis ojos. En vivo y en directo.
Dos bocinazos hicieron que mi conductor frenara y pegara la vuelta (y no hay mejor palabra que “pegara”, porque giró la moto como venía, sin importarle el tránsito que venía por atrás ni el de la senda del frente). Carlito y su moto-taxista se habían detenido frente a una pequeña tiendita, que cuando llegué vi, tenía huevos.
Para mí eran huevos comunes y corrientes, de gallina, que son los que estoy acostumbrada a ver. El moto-taxista de Carlito, que hablaba un poco de inglés, le tradujo a la señora de la tiendita que queríamos llevar 9 huevos y comer uno allí. Nos sentamos en sillas infantiles alrededor de una mesa no mucho más grande. Mi moto-taxista nos consiguió cerveza Tiger (que también la buscamos por todo el centro de Phu My) y ellos dos tomaron Coca Cola.
Sentada en una tiendita de Vietnam con un filipino y dos vietnamitas. Tratando de llamar a un niño vietnamita al que la mamá le cortaba las uñas en la tienda de al lado.
El huevo de pato resultó tener una vista espantosa. Suerte que no dejé juzgar a mis ojos.
Carlito le rompió la punta para poder tomar el líquido que había adentro. Puso un poco en una cuchara para que yo probara. Después de pasar medio día buscando eso, preguntarme si quería tomar ese líquido era como preguntar si el agua moja. El problema visual llegó cuando abrió la cáscara y puso el feto (sí: feto, había un patito en formación) en el plato. Al ver eso ya no estuve tan segura de que el agua mojara. Tenía que probarlo, era como una obligación auto-impuesta. Carlito cortó un trocito de yema para que probara un huevo dulzón y suave que se abrió en mi boca.
Prueba de que las primeras impresiones no siempre son las correctas.
No me molestó que él se comiera el pato. Para nada.
Entonces tuve que ir al baño.
Phu My no está llena de templos ni de imágenes coloridas. No fueron necesarias. Dos moto taxistas

Koh Samui, primera parte

Tailandia.
En mis más locos sueños tal vez se me ocurrió llegar a Tailandia.
No. No a Tailandia.
Y sin embargo, acá estoy.
Carlito y Angelito (que suena “anyelito”) comenzaron a caminar y no me dejaron más remedio que seguirlos. Tampoco puse objeciones. Querían que comiera comida tailandesa. Nunca probé. Ni siquiera comida china más que algún chop suei descongelado y calentado al microondas, por lo que no creo que cuente como experiencia de comida oriental. Cuando Carlito me preguntó qué quería comer le dije que confiaba en su decisión. El menú eran fotos de las comidas, tenía el nombre en dos alfabetos, igual que el resto de los carteles, incluso la botella de agua: de un lado leía “Cristal”, del otro sólo símbolos que no pude reconocer. Carlito pidió, regateó precio y se sentó en la mesa con nosotros.
Estaba sentada en una mesa, en un comedor de Tailandia, frente al puerto. Veía los autos pasar en dirección contraria y a mi lado había dos hombres que cada tanto se excusaban y comenzaban a hablar en filipino. Carlito y Angelito son filipinos. Tienen más rasgos latinos que asiáticos, porque las filipinas fueron colonia española durante más de trescientos años; “llegaron los españoles y violaron a todas las mujeres. Después llegaron los japoneses y violaron a todas las mujeres. Y así una y otra vez”, me contó Angelito. Es imposible adivinar las edades. Los dos parecen mucho más jóvenes de lo que son en realidad.
Pues, volviendo a Koh Samui, una isla de Tailandia, allí estaba sentada yo, aprendiendo a decir gracias en tailandés porque la señora que nos servía no hablaba otra cosa. El muchacho que nos atendió cuando entramos sí sabía algunas cosas, aunque se confundía algunos precios (en lugar de cincuenta decía sesenta, por ejemplo). De a poco la mesa se llenó de comida que nunca había visto antes. Sí conozco los tallarines y también los calamares, pero la combinación de verduras, pasta, comida del mar y vaya uno a saber qué más (prefiero no saber), jamás.
Los dos estaban muy pendientes de si me gustaba o no. Pero todo me gustaba. Le pidieron especialmente que mi primer plato (que se llama Papaia, aunque dudo que se escriba así) no estuviera muy picante. Tenía tallarines revueltos con huevo, calamares, algunas verduras y a un costado del plato había maní picado y azúcar (para que no quede tan picante, me explicaron). Después llegó una sopa de pollo, verduras y jugo de coco, que se podía comer con aceite de algún tipo de pescado que era demasiado fuerte. Por último, una sopa de pollo (la mía tenía hasta huesitos de pollo). Angelito y Carlito siguieron comiendo, más pescado con vegetales (uno de los platos tenía ananá). Mi atención cambió de lugar: de la comida a la araña que tejía su telaraña sobre la mochila con mi cámara de fotos. “Es una encantadora. Trae suerte”, me dijeron. No me animaba a romper una superstición filipina, pero tampoco le tenía confianza a esa araña que estaba tan cerca. Así que las arañas traen suerte.
En las pocas horas que pasamos en el puerto y alrededores del puerto de Koh Samui llovió más de tres veces, esas tres fueron verdaderos chaparrones. La entrada del comedor (que, por cierto, no tiene paredes, sino plantas, al menos a la entrada) se llenó de agua y nos obligó a correr la mesa de lugar. No cambiarnos de lugar, sino levantar la mesa y correrla. Después el diluvio se detenía, salía el sol y el calor hacía que el agua se pegar a la piel.

PATTAYA


Tailandia.
Sobre el tránsito
Las calles de Pattaya no son para almas débiles: se necesita una estructura segura para manejar en sentido contrario, sin señalero ni carteles. Por suerte yo tenía a Patricio. Alquilamos una scooter y recorrimos toda la ciudad.
Patricio es la definición de Latin lover. Es chileno. Se baja del ómnibus y extiende la mano para ayudar a las mujeres que estaban detrás de él. Antes de llegar a Pattaya me pregunta si quiero alquilar una moto o dos. Suerte que elegí sólo una, no me da vergüenza admitir que me daría miedo manejar allí. Y lo dice una persona que se crió y maneja en América latina. El tránsito de Pattaya es loco. Se escuchan bocinas a diestro y siniestro, nadie tiene la intención de saludar, sino de avisar, pero avisar qué, quién sabe. Los taxis son comunitarios: camionetas con dos asientos a los lados en la caja, donde se sientan muchas personas. Cada vez que alcanzan un destino, tocan bocina. Se detienen y vuelven a arrancar como si no hubiera nadie más en la calle. También hay motos taxi y taxis auto, como los que estoy acostumbrada a ver, nada más que estos son de un rosa fuerte e intenso que llama la atención en cualquier parte de la calle.
Patricio está acostumbrado a manejar scooters. Se fue de Chile con veinti-pocos años, vivió en Inglaterra, Amanzonas, varios países de sud-América y luego ha recorrido gran parte del mundo como fotógrafo. El toca la bocina, se mete entre los autos haciendo zigzag, acelera y frena como si conociera esas calles desde siempre. Yo, que voy atrás con un casco rosado, me agarro de la parrilla como si no quedara nada más en la tierra. Hasta que entro en confianza, al menos.
Sobre los mercados
Patricio me pregunta si quiero ir al shopping mall o si prefiero ir al mercado de mariscos. Pensé que el shopping mall sería como los que ya conozco, así que elegí los pescados. Luego comprobé que el mall no era como los que conocía: es una feria con aire acondicionado. Parece que los mercados modernos no conocen las paredes.
Las mejores falsificaciones. Carteras D&G, zapatos Gucci, billeteras con Louis Vuitton. La ropa es muy barata, de la calidad no hablo. En los mercados callejeros (a los que estoy acostumbrada a llamarle feria, en España se los denomina rastros) hay toda la ropa que alguien pueda llegar a buscar, desde kimonos hasta sungas. La ropa está o colgada en placas de maderas o (en su mayoría) estiradas sobre una mesa. Al pasar por una de las mesas que vende shorts, veo a dos mujeres que se ponen una pollera larga y ancha; luego, bajo de la pollera, las dos se quitan los pantalones para poder probarse el short. Conversan y ríen entre ellas mientras las personas caminan a su alrededor sin perturbarse. ¿Es que no tienen probadores?
Sobre la comida
Después de ver y escuchar tantas publicidades sobre jabones que matan todas las bacterias, ver a un perro comiendo al lado de un puesto de ventas de vaya-uno-a-saber-qué-tipo-de-pescado, me abrió el apetito. También está lleno de gatos que caminan libres por todas partes. Hay una niña muy bonita que juega con un gatito a los pies de la madre, que le da de comer brolle de pollo. ¿Por qué nos haremos tanto problema por las bacterias en occidente cuando los asiáticos no tienen drama y siguen reproduciéndose y creciendo?
Lo mismo pasó con la señora que preparaba panqueques. Las opciones eran variadas: banana, choclo, papa… la mujer tenía un pequeño carrito abierto con bolsas colgando a ambos lados; en una de las bolsas tenía la basura, en la otra, las papas. A las bananas y a los choclos los vi sobre el carro, donde en un espacio preparaba la masa y en el otro la freía. Pues, a la señora se le cayó el cuchillo al piso (Estamos hablando de un lugar que no tiene vereda, que autos y personas caminan por la calle y que, como dije, hay gatos por todas partes), lo levantó, le pasó un trapito y siguió cortando las bananas.
Nadie me avisó que las bolitas de pollo eran picantes. De cuatro bolitas que tenía mi palito pude comer dos y tuve que comprar una botella de agua para acompañar: un pequeño bocado, un gran trago de agua. Terminé el agua antes que el pollo, que se lo terminó comiendo Patricio. Media hora después aún me ardía la boca. También comí cerdo, también clavado en un palo, y esta vez acompañado con el jugo de una fruta que no tenemos idea de cómo se llama pero que tenía un gusto lechoso.
Hay carritos en las esquinas que venden fruta. Bolsas con trozos de sandía, ananá, papaya, manzana, también botellitas heladas de jugo de tanjarina (la tanjarina más dulce que probé jamás. Exquisita).
Sobre lo eterno y lo mundano
“Massage, happy ending”. Cuando llegábamos a Pattaya, Patricio me dijo que era muy común ver a una joven tailandesa con un viejo europeo. Las calles están llenas de boliches que funcionan durante todo el día. Al parecer el verdadero descontrol es durante la noche, pero muchos viejos europeos no pudieron aguantar. Entendí porqué la canción dice que una noche en Bangkok hace a un hombre fuerte humilde*, si un día en la prórroga de Bangkok les da tanto trabajo a estas muchachas. Le pregunté a Patricio si lo hacían porque no conseguían otro trabajo, me respondió como quién hace una pregunta muy estúpida: nooo, hacen buena plata.
Paramos en uno de los tantos boliches a tomar una cerveza (Shinga, Lager). Las mujeres revoloteaban alrededor nuestro, va, alrededor de Patricio, a mí me miraban y me sonreían, era como si no existiera, en realidad. Masaje con final feliz. A la vuelta de la esquina estábamos en un templo budista. “Eso es lo que me gusta de este lugar”, me dijo Patricio, “que todo se mezcla”.
También fuimos a ver el Gran Buda. Sobre un cerro hay una estatua gigante (de ahí el nombre) de oro macizo. De no haber alquilado la moto no habríamos podido llegar. Antes de subir los escalones hacia el gran buda hay un pequeño templo. Era mi primera experiencia con algo que sólo había visto en las películas. Lo más cerca que había llegado a relacionarme con el budismo fue mientras miraba Siete años en el Tibet. Así que me quité los zapatos y pagué para poder hablar con el monje. El muchacho no hablaba más que algunas palabras en inglés: suerte, amor, suerte, suerte, suerte, que fue lo que me dijo mientras me mojaba la cabeza con una vara. También me puso una cuerda en la muñeca izquierda. No supe qué era hasta que volví al trabajo y le pregunté a mi compañera tailandesa qué significaba. Me dijo que era para protegerme.
Como los templos son tan lindos el del Gran Buda no fue al único que entramos. También fuimos a uno chino que queda cerca del Gran Buda, donde me encantó la estatua de una diosa mujer a la que sus fieles le rezan en tiempos difíciles (¿A qué dios no se le reza en tiempos difíciles?), según decía el cartel delante de su estatua.
Y también entramos a otro templo budista en el centro de la ciudad, rodeado de boliches con mujeres ofreciendo masajes con final feliz. De las puertas del templo hacia adentro, lo sagrado; luego está lo mundano, los masajes, la calle sucia y los gatos que caminan sobre la comida. Eso es Pattaya: un equilibrio entre lo divino y lo mundano.
(“One night in Bangkok makes a hard man humble”)