martes, 21 de junio de 2011

De librerías

De libros y librerías

Tengo una amiga que me arrastra en sentido contrario a todas las librerías que se cruzan en nuestro camino. Mi economía se lo agradece.

También tengo otras amigas con las que entramos a las librerías sólo para ver los títulos de los libros y comentar qué hemos leído, qué queremos leer. Esos son momentos felices.

Y cada experiencia con librerías me hace acordar a aquel examen en facultad que nos volvió locos. Era oral, los apuntes estaban llenos de autores del siglo XX y títulos que se escurrían por los dedos al tratar de memorizarlos. A dos días del examen, medias desesperadas, nos juntamos con una amiga a estudiar en voz alta (porque el examen era oral) y a tomar café. El café se transformó en cerveza, las masitas en pizza. Cuando quisimos acordar caminábamos por 18 de julio tomando licor de frutilla y jugando a “iba un barco cargado de…” autores rusos, generación beat, títulos italianos. Una grapa con miel después, los nombres corrían por nuestra cabeza como si estuvieran jugando al fútbol. Con todas esas copas de más pasamos por la calle de las librerías de segunda mano. Parábamos en las vidrieras para nombrar autores que estuvieran en nuestra lista de estudios. Veíamos a un autor conocido y recitábamos otros títulos. Las dos salvamos el examen con gran nota.

Es raro ser la que busca en los libros y no la que es buscada. Mi amigo Chris va a la sección local (busca todos los libros de Alaska que pueda encontrar), yo me siento en el piso a repasar los clásicos.

Al terminar el primer día en Juneau (la capital de Alaska) tenía tres librerías nuevas en mi haber. No miré a Chris con ojos suplicantes, sino que los dos nos dirigimos voluntariamente a los tres lugares.

En la primera me encontró, después de una buena media hora, sentada en el suelo leyendo la contratapa de los clásicos. Es que por más que lea y re lea de qué va Don Quijote, aunque sepa su comienzo de memoria o aunque haya acordado con mí misma que no me interesa para nada leer Mujercitas, la sección de los clásicos es mi favorita en todas las librerías. Pero si no leo a Henry James en español, sólo puedo soñar con hacerlo en inglés.

Lo que nos llamó la atención de la segunda librería fue el letrero de la puerta: “libros usados, nuevos y raros”. Por “raros” no sé a qué se refería. Terminé comrpándome un libro que se llama “Ugly” sobre una adolescente que piensa que va a convertirse en hermosa cuando cumpla 16 años. Ya nos estábamos yendo cuando lo vi. Hice catarsis con la contra tapa. Catarsis porque pensaba lo mismo de cumplir 15, primero, 22 después y por irme a los 18 (y, una pena) a los 24. Ahora puedo decir que, al fin, mi sueño se hizo realidad.

La última librería del día me arrancó lágrimas. No hizo falta ningún cartel que dijera “usados” para que nos diéramos cuenta a qué nos enfrentábamos. Pero los libros usados fueron solo la mitad. La dueña de la librería es una señora cercana a los ochenta años con atuendo de persona que lee más de lo que se mira al espejo, de anteojos grandes, pelo blanco y corto. Es la clase de señora que algún día seré. Es más, al salir de la librería, Chris me dijo que cuando sea viejo va a ser ella. Enseguida se corrigió, me dijo que será en Gandalf de su pueblo, un viejo de pelo blanco y barba larga que jugará con todos los niños y sabrá de todo. Después de reírme (porque es una imagen que puedo imaginar sin esfuerzo), le dije que yo sí voy a ser como esa señora.

Y los libros. Por favor, los libros. Al entrar a la librería la señora nos dio la bienvenida, se puso a las órdenes y nos dijo que si Alaska no era de nuestro interés, tenía dos habitaciones más llenas de libros. Ahí se ganó mi cariño. Y que también tenía mapas antiguos de los siglos XVI, XVII y XVIII. Ahí se ganó el cariño de Chris. “¿Tiene alguno de los viajes del Capitan Cook?”, ahí fue cuando perdí a Chris.

Caminé por el estrecho pasillo, aún más estrecho por estar decorado, de suelo a techo, por librerías desbordadas de libros (en su sentido más literal). Al final del pasillo había colgado un pedazo de cartón, que alguna vez fue parte de una caja, y con letra manuscrita y roja decía “Más libros”. A las risas seguí la flecha bajo las letras. Y luego otro cartel más. La señora no bromeaba al decir que tenía más libros. De suelo a techo. Todo lo imaginable: humor, viajes, clásicos. Censos de Main, declaraciones legales de Massachusetts. Me senté en un banquito y me puse a llorar.

Al volver al recibidor, Chris y la señora estaban demasiado concentrados hablando de lugares que señalaban en el mapa de vaya uno a saber qué siglo.

De colores de piel


Mi amigo Rifki es de Indonesia. Lo que quiere decir, es asiático. Es a la única persona del equipo a la que considero mi amigo y también es la única persona de la que me interesa ser amiga. Una mañana entramos a trabajar a las seis de la mañana; yo me caía del sueño y él me daba café. Me contó que en alguna parte del Corán (porque, como ya he contado, Rifki es musulmán) dice que cuando un hombre y una mujer están solos también hay una tercera persona: el diablo. Le quitó toda preocupación, no tiene que preocuparse por mí porque me gusta su mujer. “A mí también me gusta mi mujer”, me dijo. Y un par de semanas más tarde, a los dos nos caía bien mi novio.

El almuerzo de hoy empezó con una afirmación muy dura de mi parte: “odio a los asiáticos”. Un tema que no hablo demasiado pero que corre por mi cabeza cada vez que estoy en el trabajo, prácticamente. Como anoche, por ejemplo, cuando tuve que compartir el turno con cuatro filipinos que se pasaron hablando en su propio idioma y luego se enojaban conmigo porque no hacía lo que me pedían. “Hablaste en tagalog”, le dije a uno, al único con el que podría llegar a disculparme. A las risas me pidió disculpas y me dio las indicaciones en inglés. Entonces, en el almuerzo de hoy, Rifki se rió y me dijo: “hey, yo soy asiático”. “Sí, pero a vos te quiero”. Primero, lo quiero porque no me discrimina; segundo, lo quiero porque se interesó en ser mi amigo; tercero, lo quiero porque es mi amigo.

Me dijo que no era a los asiáticos a los que detestaba (que no dijera “odio” que es una palabra fuerte), sino a los filipinos. Y tampoco a todos los filipinos, sino a los que trabajaban conmigo. Rifki tiene un dicho para referirse a su persona: “El águila vuela sola”. De esa forma se explica cuando almuerza solo o baja solo a recorrer los puertos. A los filipinos del equipo los llama salmones, van siempre juntos. Más de la mitad del equipo son filipinos, otros dos son asiáticos. No deja demasiado espacio de expresión. Y la situación es más compleja cuando sólo somos dos rubios en el equipo. A nadie le importa la nacionalidad del jefe ni la de los dos videógrafos (que también son blancos), por lo que en la foto del equipo resalta una mancha blanca. Incluso la nueva adquisición del equipo, un portugués con toda la pinta de latino, me dijo que era demasiado blanca.

Volviendo al almuerzo, Rifki me contó que el sur de Asia fue conquistado por europeos. Le dije que América latina también. Y, si se quiere, nuestra colonización fue completa: lucimos como ellos, hablamos su idioma. Pero los asiáticos, en cambio, conservaron su idioma y su raza. Sin embargo, les enseñaron a obedecer al blanco. “Está en nuestra sangre”, me dijo “y en la cabeza de todos nosotros, nuestros padres nos enseñan desde chiquitos”. “Ya, pero no soy europea”, le dije. “No, pero pareces una”.

Rifki aprendió muchas cosas al vivir un año en Holanda, primero, que sin dudas era un águila: volaba solo. Luego, que si se descuidaba, lo iban a mandar a hacer cada mandado. “Como vos ahora”, me dijo.

Es así. Algunas relaciones hubo que cortarlas de raíz. De momento no me interesa ningún tipo de relación (a veces ni siquiera laboral) con ninguno de mis compañeros de trabajo. En mi primera semana uno de ellos me dijo que no me portara como los blancos que se creen que saben todo por ir a la universidad. He pasado toda la vida tratando de demostrarle a la gente que soy mejor persona, mejor estudiante, más simpática, atenta, o lo que sea, de lo creen. Se acabó. Yo soy así, de la forma en la que soy. Si no les interesa conocerme, entonces no vale la pena el desgaste de energía. Menos, como ya he dicho, si el juicio viene por el color de mi piel. Lo único que demuestran tratándome como al perro del equipo, es que no son mejores que los europeos que los trataron de esclavos.

Mi relación con Rifki es única: él viene de un país que extraditó a todos los blancos. Tal vez por eso lo quiero más.

(Dos por tres, cuando tenemos el turno de madrugada, los dos volamos la mente y hacemos planes para encontrarnos en el futuro. Para que yo pueda conocer a su mujer y jugar con su hija. Me aseguró que le voy a caer bien a la esposa y también que puedo mirar dibujitos de Disney con la niña).

sábado, 11 de junio de 2011

Raza

Estoy a dos pasos de volverme racista.

Si no fuera porque he pasado por situaciones únicamente estúpidas antes, ya habría renunciado, los habría mandado a que se limpien la cola o directamente me habría vuelto una mujer abusadora y golpeadora. Pero malas experiencias anteriores hacen que me muerda la lengua, apreté el puño y me siente a escribir.

No caerle bien a alguien porque parezco estadounidense no es una buena razón. Puedo no caerle bien por un exceso de simpatía, porque hablo demasiado o porque no suelo ser el alma de la fiesta. Pero porque soy blanca, eso no es motivo.

Que me destrate por darle los mismos consejos que recibí hace un par de semanas, no es razón. Puede destratarme por hablarle mal o por no hablarle, o por reírme de sus errores. Pero no por dar consejos cuando fui la última en llegar.

Y dejemos a las otras dos personas a un lado porque no merecen el desgaste de energía. Los dos son un dolor en la cola y una piedra en el zapato a la misma vez. Además, también sin alcohólicos, mandones y suelen cometer los mismos errores que achacan a los demás (entonces, cuando él me dice que deje de pretender, no me preocupo: no suelo pretender, pero él sí. Y cuando ella me dice que soy haragana, sólo le sonrío, porque ese es su defecto. Tengo miles de defectos pero no soy ni haragana ni falsa).

Pero estoy acostumbrada a arrodillarse sobre semillas. Lo bueno, es que es la primera vez que no pienso que es mi culpa. Fui a una escuela donde me educaron para pensar que todo lo que pasaba a mi alrededor era culpa mía, donde era la persona menos importante del grupo, la que hacía las cosas mal. Y a partir de ahí, durante el resto de mi vida, estuve convencida de que era verdad. Hasta ahora.

Tres uruguayos y medio

1. “Catalina, sos uruguaya”, escuché de una voz suave y dulce. Miré sobre el mostrador y encontré a una mujer delgada y rubia, muy bonita, que, con los ojos bien abiertos, esperaba una respuesta. “Si”, fue lo único que pude decir.

No hizo falta más que salir del mostrador para que esta mujer me tomara en sus brazos en el abrazo más maternal que he recibido desde que dejé a mi mamá y besara mi mejilla. Ella también era uruguaya, por supuesto.

Dos minutos después de conocerme se puso a las órdenes para llevar cualquier cosa a Uruguay, que ella se lo podía hacer llegar a mi familia.

Tres o cuatro días después el barco no dejaba de moverse. Estaba convencida de que nunca más en mi vida iba a ser capaz de probar bocado, que mi estómago no iba a soportar tanto movimiento durante seis meses. Pero no quería faltar al trabajo en la primera semana, así que me hice de tripas corazón y aparecí en la galería. Ella también apareció. Me preguntó cómo me sentía, me hizo saber si disgusto por mí, porque era mi primera semana allí, y también se ofreció a darme medicamentos contra el mareo.

2. Antes de que mi primer mes aquí terminara tuve que ayudar a esta señora que no sabía cómo decirme, en inglés, que quería sus fotos. Balbuceó un poco hasta que le pregunté qué idioma hablaba. “Español”, respondió. “Ah, yo también. Venga conmigo”. Y me siguió. Buscamos y encontramos sus fotos, hasta qué, cuando la estaba por dejar, le pregunté de dónde era. “De Uruguay”, me dijo. “Yo también”.

Y resultó que no sólo es de Uruguay, sino que vive en un apartamento a dos cuadras de donde vivo yo. Vamos al mismo supermercado, bajamos a la rambla en el mismo lugar. Estuve trabajando una semana cruzando la calle de su edificio. Dos cuadras. Y nos venimos a conocer en Asia.

Por supuesto que se puso a disposición para llevarme cosas a casa. Igual que la vez anterior mandé fotos. Pero esta vez también mandé monedas chinas antiguas y monedas de Hong Kong modernas.

3. A la tercera uruguaya la conocí a las seis y media de la mañana. Ella bajaba del barco en dos horas. Yo hacía un gran esfuerzo por trabajar a esa hora.

No hablaba inglés. Mi amigo Rifki, que fue quien la atendió, me dijo que era toda mía. Así que ella miró a mi etiqueta. “Sos de Uruguay”, me dijo en un acento entre cansado y tocando el cielo con las manos. El abrazo llegó por arriba del mostrador. Ella es del prado, aunque se fue a vivir a Buenos Aires cuando se casó. Se disculpó por vivir en Argentina; de vivir en Uruguay llevaría cosas para dárselas a mi familia.

Y ½. Una de las partes que menos me gustan de mi trabajo es tener que sacar fotos en los restaurantes. Hay todo tipo de gente, el mundo es un lugar generoso; entonces están los que te tiran con el plato por la cabeza, los que te dicen “no, gracias” y los que, aunque no quieran fotos, te conversan. Pero también están los que sí quieren fotos aunque de todas formas te tratan como a la basura, los que quieren la foto pero no dan mayor importancia a la presencia de uno en la mesa. Y los que quieren la foto y se ponen a conversar. Ya hablaré de mis conversaciones por señas, mitad español, mitad inglés mientras que el receptor es japonés. La vez que nos atañe fue con un grupo grande de canadienses, de quebecq. La conversación varió del inglés al francés. Y del francés al español cuando uno de ellos gritó “¡Uruguay!” arrastrando la erre. Vi justo la cara del hombre que me miró. Noté como sus ojos se iluminaban y su sonrisa se agravaba al acercar su cara a la insignia que bajo mi nombre y mi profesión dice mi país: “Uruguay”.

Se mudó a Canadá antes de que yo naciera pero no fue impedimento para que me hiciera historias (rapiditas y entreveradas) sobre la ciudad en la que se crió: Mercedes.

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A los tres uruguayos y medio los encontré en Asia. En las antípodas.

Nacionalidad

Al subir al ascensor vi que su pin decía que era de Perú. Me encanta encontrarme con gente de América Latina. Tal vez porque me hace sentir más cerca de casa, o porque indica que no estoy sola. En general, los latinos que he encontrado son simpáticos. Cada tanto salimos juntos, dos días a la semana los veo mientras trabajo por lo que podemos cruzar algunas frases y sonrisas. Esta marcó la diferencia.

“¡Sos de Perú”, le dije. “Sí”, respondió. Y agregó con el tono más despectivo que encontró: “Vos sos de Argentina”.

No, mujer. Soy de Uruguay.

Aleluya

Mi amigo Rifki, el musulmán, estaba cantando el Aleluya. Cuando le pregunté qué hacía cantando eso, me respondió (a las risas) que se le pegó por mirar a Mr. Bean.

Mi burbuja

Mi burbuja

Cuando tenía quince o dieciséis años alguien me dijo que tenía que salir de mi burbuja. En aquella época se nos había dado por hablar inglés con los que sabían lo que decíamos. Él y yo éramos compañeros de clase desde hacía tiempo, por lo que nos entendíamos.

De madrugada salí del boliche con mis amigas. Caminamos un poco por el centro hasta pasar por la panadería, donde este muchacho estaba con sus amigos. Me vio, me gritó a mí y a los cuatro vientos “Get out of your bubble!”. A esa altura, esa frase era su forma de saludo. Y mi forma de saludo era levantarle el dedo del medio, darle vuelta la cara y seguir de largo con mis amigas.

Cuando volvía a bajar la mano, mi cabeza comenzaba una lucha interna entre el “me molesta” y el “no me importa”. Hasta que terminaba agotada y enojada conmigo misma por hacerle caso a las palabras de este tipo que no modificaba mi vida en ningún aspecto. Es más, incluso admitía que tenía razón: sí vivía en una burbuja. Una muy bonita, aparte y selecta; en ella sólo había lugar para cosas especiales: mis amigas, mi familia, mis sueños. No sé qué de esas tres cosas eran las que más le molestaban. Cuánto más me gritaba que saliera de mi burbuja, más me aferraba a ella. Y el sueño más grande que tenía era salir de ese pueblo, ver el mundo.

Suerte que me aferré a mis ilusiones. Mirá donde estoy.

Suerte que mi burbuja era lo suficientemente amplia para que entrara el mundo.

-x-x-x-

Los años pasaron. Él y yo nunca llegamos a ser amigos. Nuestra relación nunca creció. Pero después de tantos años de trato intenso, de verlo seguido, de compartir mejores amigos, le tengo cariño. Y le agradezco infinitamente que me obligara a aferrarme a mi burbuja.