miércoles, 2 de noviembre de 2011

La soledad de estar acompañada

En Bélgica conocí a una brasilera menudita y de rasgos familiares: es la persona más parecida que he visto a mi amiga Elena. Sus gestos, la mezcla de palabras y hasta el color del pelo. Marillia es estudiante de intercambio, quería ir a Bélgica para aprender francés (no quería ir a Francia porque no le gustan los franceses), pero cayó en la parte holandesa, así que aún no sabe si este año le va a servir para algo en el futuro. De momento intenta hacerse amigos y acostumbrarse a que el pan sea la dieta básica.
Me preguntó a dónde iba después de Bélgica y le conté todo mi itinerario. "¿Conocés a alguien en Roma?", preguntó. No, voy sola. "¿No te parece triste viajar sola?"
Triste me parece gastar todo mi dinero en lo que otras personas quieren hacer.
La historia de mi vida ha sido la misma: cada vez que salgo con amigos termino yéndome sola, aunque sea por un rato. De esta forma, así, viajando por mi cuenta, me ahorro el incómodo momento en el que digo: me voy al museo/ librería/ café. Suelo sentirme realmente sola cuando eso sucede.
Llego al hostal en Roma y me encuentro con una argentina que ya recorrió el norte de Europa y ahora va por el sur. "Viajar sola me hace bien. Me cuesta cuando hace frío. Y cuando tengo que esperar los trenes de noche", me dijo. Me cayó bien.

Rotterdam

Mi padre me dijo: "te va a encantar Rotterdam, es una ciudad muy moderna", yo pensé: "¿en qué metí?".

Por suerte no encontré tanto de lo que esperaba: ni edificios altos, ni calles iluminadas con luz artificial ni avenidas supergigantes. Sí encontré cosas que me gustan mucho: verde, patitos que habitan canales y puentes (amo los puentes). Y como no esperaba nada de lo que encontré, me gusta aún más.