lunes, 12 de diciembre de 2011

Oda a Italia (Parte I)


Oda a la italiana

Todas las personas que influyen en este texto son de cualquier parte del mundo menos de Italia. Aunque una de ellas sí tiene la nacionalidad.

Matar el chiché

Llegar a Roma no tuvo nada que ver con calabazas. Un ómnibus y una persona totalmente inepta para leer mapas me llevó a divagar por el costado de Roma Termini por una hora y media. Todavía hoy no me explico cómo pasó, pero así fue: cuando quise acordar dejaba los muros de la ciudad atrás.

Nada de dioses antiguos ni de emperadores. Tampoco peleas papales, ni grandes creaciones renacentistas. Ni siquiera pequeñas creaciones renacentistas. Solo un montón de mendigos durmiendo, comiendo y haciendo otras cosas muy humanas en medio de la calle.

Por ahí yo caminaba, con mucho calor y con una sola pregunta en la cabeza: ¿dónde me metí?

Así que después de esa hora y media de divagar por la esquina equivocada de la terminal, llegué al hostal. Que tampoco estaba frente al Panteón sino en medio del barrio chino. Comprar curitas en Roma fue una experiencia extra occidental.

Pero al volver al hostal (increíblemente con curitas), conocí al primer capítulo de esta historia.

Silvana

El euroviaje de Silvana consistía en picar de ciudad en ciudad con su cartera y su valija que no admitía ni un imán ni un llavero de regalo porque ya estaba con el peso justo. Dormía en hostales o en trenes, comía fruta para no perder las energías y ser capaz de cumplir con su plan. Leí en el libro Comer, Rezar, Amar, de E. Gilbert que ella (Gilbert) era una viajera descuidada que generalmente no sabía bien a dónde iba, pocas veces tenía reserva de hoteles y no se encargaba de hacer una investigación detallada de su destino. Esa soy yo, pero no es Silvana. Silvana, en cambio, tenía una hoja por cada ciudad que visitaba donde leía y marcaba uno a uno los puntos interesantes para ver en cada ciudad. Y si se me ocurría preguntarle (como sucedió) ¿qué es el castillo San Angel? Entonces, ella sacaba una pequeña carpeta, buscaba la I de Italia, luego la R de Roma y me leía el detalle (sólo dos o tres renglones por punto interesante) sobre lo que era.

Entro a la habitación, la saludo con un “hello”, ella responde de la misma forma. Cuando va a cerrar la ventana me dice: “my name is Silvana”. Y a las risas, en español, le pregunté de dónde era: de Argentina, Buenos Aires. Respondió. Ah, yo soy de Uruguay, de Colonia. Y comenzó el diálogo. Por dónde has viajado, hacia dónde vas después. Qué lugar te gustó más. ¿Estás sola? “Sí, viajo sola”, me dijo, “por suerte, porque en este viaje no me aguanto ni a mí, menos a otra persona”. Me cayó bien.

Otra de las ocupas de esa habitación era una colombiana que estudia en Inglaterra y que estaba viajando por Italia con una brasilera. En inglés sólo sabían dar las gracias y la brasilera en español tal vez llegaba a decir su nombre, así que por más intentos que hacíamos por integrarla, ella terminaba siempre diciendo “no entiendo”. La colombiana, que con el inglés era más o menos igual, hablaba rapidito y estaba siempre sonriendo. Bla, bla, bla, y arreglamos para ir las cuatro juntas a Ciudad del Vaticano al día siguiente.

Oda a Italia (Parte II)


Ciudad del Vaticano

Los museos Vaticanos casi me hacen llorar. No podía creer que tuviera que pagar 15 euros para ver obras de arte que pertenecen a la humanidad y que llegaron allí, en su mayoría, gracias a saqueos. Pero los pagué y vi obras paganas que tienen poco o nada que ver con la cristiandad, como el Laoconte, un sacerdote troyano que es comido por una serpiente gigante junto con sus hijos. También una bañera gigante de mármol que era parte de la casa de Nerón. Más de una sección llenas de bustos griegos y romanos. Duele más aún cuando se llega a las ruinas del foro romano o al panteón, y el audioguía o el guía o el libro o información en cualquier formato, nos hace saber que esos edificios, columnas o monumentos, existen hoy gracias a que los católicos llegaron, conquistaron y antes de derribar se dieron cuenta de que servía para sus propios propósitos. Por más que quiera ver al Panteón como la iglesia de vaya uno a saber qué santo, no puedo, para mí sigue siendo en Panteón de todos los dioses.

No tengo mucho más para agregar sobre la ciudad del Vaticano. Me dio pena que no me sellaran el pasaporte, la capilla Sixtina me dejó con la boca abierta y mantuve una gran conversación en spanglish con la guía. También me dieron muchas ganas de abrazar al que fue mi profesor de arte. Por todo lo demás, me pareció demasiado. Demasiado grande, demasiado hermoso, demasiado ostentoso, demasiado caro.

Trastévere

Silvana, como ya dije, tenía anotados todos los puntos que debía ver en Roma antes de seguir su viaje a Nápoles. Así que la seguí al castillo de San Ángel y también al barrio de trastévere, dónde se suponía que íbamos a ver artistas, pero vimos borrachos sentados al sol en una fuente.

Calles pequeñas (de esas que a mí me encantan), ropa colgada entre una pared y la otra, el ocre como color primordial. A ver, odio el color ocre. Ese sentimiento es casi tan antiguo como yo: en la escuela teníamos tarjetas de ejercicios y cada color de tarjeta representaba su dificultad. No me acuerdo cuál era la más simple, pero ocre era la más difícil. Jamás llegué a la color ocre. Jamás de los jamáses. Sin embargo, caminar por las calles pequeñas de Roma entre fuentes y pequeños cafés, el color ocre cambió de panorama. Casi me gusta. Trastévere sin duda me gustó.

Fontanas

Entre las fuentes y los puentes no sé qué prefiero. Tenía un amigo al que le daban miedo los puentes desde que era chico porque allí habitaban los trolls. Como en Uruguay no tenemos animales tan legendarios como él tenía en Inglaterra, para mí los puentes eran lugares a dónde iba a pesar de chica con mi padre y mi hermano. Pero las fuentes. Serán simples o complejas. Las fuentes dieron vida a la ciudad de Roma en la época de los emperadores. Agua corriente por toda la ciudad. Y así terminó de caer roma: con los bárbaros destrozando los acueductos.

Me gustaría poder elegir mi fuente preferida, como lo hizo Elizabeth Gilbert, pero ella vivió en Roma tres meses y yo sólo pasé allí cuatro días. Las que más me gustan son las fuentes que escupen: me da mucha gracia tomar agua de esas fuentes y, a la vez, no puedo evitar tomar agua cuando veo una cara que larga agua por la boca.

A la Fontana de Trevi llegamos de noche. Trípode en una mano, cámara en la otra y un par de monedas en el bolsillo. Yo sabía lo que quería: el agua cayendo como una sábana. Moví el trípode para acá, la perilla para allá, y hasta la mochila le colgué para que quedara más estable. Dejé de respirar al apretar el botón y pensé que necesitaría un disparador a distancia por el buen trípode (muy irónico) que tenía. Fotografía nocturna es algo a experimentar.

Piedras viejas

Esa noche, al volver al hostal, volvimos a encontrarnos con la brasilera y la colombiana. Ellas habían entrado al Coliseo. “Ah, qué divino”, dijo Silvana, “¿cómo es? Yo voy mañana”. Las dos se miraron. “Es aburrido”, dijo la brasilera. Yo dejé de hacer toda actividad y nada más la miré. Entre todos los adjetivos que se me ocurrían para el coliseo, “aburrido” no se acercaba ni un poquito. Seguro que las personas que solían visitarlo sentían cualquier cosa menos aburrimiento: no los espectadores y mucho menos los gladiadores. “¿Aburrido?”, le preguntó Silvana que, seguramente, sintió lo mismo que yo. “Está lleno de piedras viejas”, dijo la brasilera. He perdido el respeto de muchas personas por menos. Me reí, pensando que era un chiste. Pero no. Lo decía de verdad. No le gustó ni el Coliseo ni tampoco el Foro porque estaba todo en ruinas.

¿A qué va uno a Roma?

Todavía no entiendo qué es lo que esperaba ver.

A mí, que me encantan las piedras viejas, las ruinas y todo lo que tenga un poquito de historia, el Coliseo hizo que quisiera besarme y el foro romano que armara una carpita y me quedara a vivir allí. Silvana llevaba el audioguía y yo la cámara. Caminábamos las dos de costado con el aparato en el medio de las dos cabezas, tratando de entender para dónde teníamos que caminar, a la vez, mirando al suelo para no tropezar.

Silvana y yo nos despedimos en la esquina del hostal: ella se fue a buscar sus cosas, yo a tratar de hablar chino para comprar comida.