lunes, 31 de diciembre de 2012

2013


Después de horas de ingeniería aplicada logré cerrar la valija. No es que sea demasiado chica, no es que tenga demasiadas cosas, es que el orden no se me da muy bien.

Un paso en cámara lenta, que se hace eterno. Un paso en el que el mundo se suspende y yo que la necesidad de levantar mi mano al aire apremia. El mundo está al alcance de mi mano. Y lo quiero.

Bienvenido seas. 2013

lunes, 24 de diciembre de 2012

En la tierra de Papá Noel

Longyerbyen, Noruega.

Llega el invierno y a mi abuela (como buena abuela) se le da por tejer. Así que tengo dos pares de guantes sin dedos (me los hizo para que pudiera teclear mi tesis) de color violeta y nunca distingo cuál es el par de cual. Dos pares de media. Botas. Bufanda y gorro. Armada contra el frío bajé del barco. La meta era comprar vino para el cumpleaños de un amigo.

Conmigo bajaba un amigo chileno que estaba tan interesado en ese vino como en ver nieve por primera vez en su vida. La casualidad quiso que encontráramos a otro amigo que tampoco conocía la nieve, Argentina. Y así fue como en Cono Sur caminó por el polo norte.

Facundo y Daniel

Tomamos chocolate caliente, lloré por el frío, escondí la cámara de fotos. Compramos vino chileno. Y comenzamos a caminar. Nunca fui fan de las caminatas, si tengo que ser sincera. Pero caminar con extremos es todavía peor. No me viene bien ni el frío ni el calor. Ese día hacía mucho frío. Pleno julio y Svalbard que no conoce la luz del sol.

Ese archipiélago noruego que fue una vez habitado por vikingos tiene seis meses de oscuridad absoluta y seis meses sin saber lo que es la oscuridad. Pero tampoco conocen el calor del sol. Así es como en pleno verano mis amigos latinos y yo nos pusimos a jugar con nieve.

Seguro que un cronista puede explicar por qué el lugar se llama Longyerbyen y también hacer alguna anécdota vikinga del lugar. Pero yo me alegro con recordar la nieve bajo mis botas y desear unas felices navidades.




jueves, 6 de diciembre de 2012

Como un lagarto al sol

Ajaccio, Córcega.

Tenía toda la intención de que me atacara una metamorfosis y que de buenas a primeras me convirtiera en lagarto. Mi idea para que ese día fuera ideal, era pasar tirada al sol. Ir un rato al agua, volver al sol, volver al agua. Incontables veces.

Kafka no escribirá mi historia, pero interpreté el papel de lagarto tan bien como se presentó la ocasión.

Con calma, bajé del barco. Sin apuro, me compré una toalla con el mapa de la isla (sólo por gastar plata), sin ningún tipo de pena caminé por la costa, pedí permiso y perdón en francés, y busqué un lugar tranquilo en la playa.

Esta es la parte que causa desasosiego. Acostumbrada a kilómetros y kilómetros de arena y agua, no hay nada que envidiarle al mediterráneo. El color del agua, tal vez. Sin embargo, detrás de la torre que se ve en la foto, los demás turistas no parecían dispuestos a aparearse en grupo, sino que había algo tan valioso como es el espacio. Y era lo único que yo quería: tirarme al sol tranquila.

Así que fuera de los muros de la ciudad, sin más protección que la que yo podía ofrecerme a 
mí misma, estiré mi toalla nueva y cumplí mi sueño.

El primer día en Ajaccio recorrí las calles pequeñas e intrincadas del lugar que vio nacer a Napoleón Bonaparte. Comí crepes y saqué fotos. Decidí que la próxima vez que no sepa qué hacer con mi vida me mudo a Córcega, abro una tienda de souvenir y paso todos los días por la playa.


sábado, 1 de diciembre de 2012

De Manaos a Buenos Aires


Lucas estaba en Buenos Aires. Yo en Colonia.

Comparábamos precios para ir a Manaos.

Terminé comprando pasajes para ir a Buenos Aires.

viernes, 30 de noviembre de 2012



Hay que probar de todo en la vida, ¿verdad?

(No aplicable a comer gusanos ni cucarachas. Ni tatuarme el nombre de mi novio en la mejilla)

jueves, 29 de noviembre de 2012

Oda a Pancho

La verdad es que no hace falta caminar demasiado lejos para contar historias. Podría gastarme todo el espacio que me otorga blogger escribiendo sobre Pancho, mi vecino de abajo. El que vive en la calle. Hace años que somos vecinos. A veces, él cuida los coches. Generalmente, come. Pero siempre, siempre, siempre, tiene su cigarro (no pregunten de qué) pronto para fumar.

Siempre tiene un tema de conversación. El más reciente fue que se quería comprar una armónica. Me ve entrando al edificio y me tranca la puerta, como de costumbre. Ya ni me da miedo, la verdad. Me pide catorce pesos. "Ah, Pancho", le digo, "tantos meses que no me ve y lo primero que hace es pedirme plata". "No, plata no", me dice él, "es que me quiero comprar una armónica que me sale ciento catorce pesos y me faltan catorce". Ni aunque fuera por una buena causa, excusa y para casa. Pero resulta que consiguió la armónica, así que cuando volví a salir me hizo adivinar la melodía. No había forma. "¡Escuchá!" me decía y repetía. Pero la verdad es que no tenía idea. "Orientales, la patria o la tumba", empieza a cantar. Ok, el himno.

La vez anterior, al verlo después de seis meses, me cuenta que estuvo de vacaciones en  el  Comcar (cárcel) porque alguien lo quiso matar, él se tuvo que defender. Y lo terminaron encerrando.

Pancho (que ese no es su nombre verdadero sino como yo lo llamo), es la prueba de que el hombre no necesita tanta comida, que las drogas no son tan malas como los medios, médicos y padres nos quieren hacer creer, que el techo sobre la cabeza está sobrestimado y que con una armónica se puede ser feliz. También que la calle crea anti cuerpos naturales, que los zapatos también están sobrestimados y que yerba mala nunca muere.

sábado, 24 de noviembre de 2012

Candados universales


Por esas cosas que son universales.

Por esos detalles que encontramos en un país extraño que nos hacen sentir como en casa.

Para ser una persona tan parca siempre fui asquerosamente romántica.

Montevideo, Uruguay. A unas cuadras de donde vivo hay una fuente llena de candados. Simbolizan el sello del amor eterno de las parejas valientes que se animan a tal juramento. Más allá de que me anime o no a hacer tal promesa, las personas que sí lo hacían siempre llamaron mi atención, especialmente porque no entiendo el modo en que esa cabeza funciona. Cada vez que veo a dos personas cerrando el llavero con las iniciales o los nombres grabados me pregunto cuánto durarán juntos.

Vladivostok, Rusia. Es una baranda en el lugar menos indicado: delante del monumento a la ciencia en la universidad tecnológica. Frente a la dedicación y moderación de la racionalidad, los nuevos matrimonios sellan el amor eterno en un candado. Sacaba fotos, encantada de encontrar por primera vez fuera de Uruguay algo tan cercano a mi hogar. Estaba en la otra punta del mundo, sin poder ir más lejos, justo en las antípodas, y ahí estaba yo, en la misma posición a tan cerca de casa: de rodillas sacando fotos, haciéndome la misma pregunta: ¿cuántos nombres de esos candados seguirán juntos?

Praga, República Checa. Con el mapa en el bolsillo porque para perderme prefiero que sea por culpa de mis pies y no del pedazo de papel. Crucé puentes y caminé por calles que no recuerdo, otras hermosas, antiguas y puentes con músicos callejeros que me obligaron a detener la marcha. Hacía frío, estaba enferma y hacía poco me había peleado con mi novio, pero no paraba de recibir mensajes de su ex novia. En esa situación me encontré frente a frente con los candados cerrados en un pequeño puente escondido entre calles pequeñas y puentes gigantes. Me resultaron de una ironía espectacular.

Roma, Italia. La primera noche en el hostal conocí a una Argentina que viajaba por Europa y trataba de cortar con su novio de toda la vida. Caminamos juntas por la ciudad del amor criticando al, justamente, amor. Y a todos los amores pasados. Y por las dudas, a los amores futuros. Dos por tres parábamos para ver dónde estábamos. Después seguíamos conversando, intercambiando y lloriqueando. Encontramos los candados afuera del Coliseo. Lugar sangriento, de esclavo y muertes. La ironía, entonces, también fue espectacular.

París, Francia. Donde no podían faltar candaditos con nombres y corazones enmarcando el romanticismo extremo, empalagoso y pomposo que presenta París (que es demasiado caro y tiene olor a pichí). Las perspectivas cambian: la primera vez que fui lo hice con dos amigos con los que caminamos tanto como pudimos. La segunda vez estuve en un almuerzo romántico por el Sena con un amigo. Sin embargo, los candados, las dos veces, me resultaron adorables y la cereza de la torta de esta ciudad que no se cansa de hablar de amor.


jueves, 22 de noviembre de 2012

Castillos y clichés

Brastilava, Eslovaquia.


No me explico cómo hizo Dante para salirse del camino recto recién a los treinta y tantos años. A mí me cuesta horrores seguir un camino, aunque esté torcido, aunque tenga mapa o aunque vaya con alguien. El camino recto suele ser aburrido, sin escoyos y, generalmente, se termina en donde se planea ir. ¿Dónde está la aventura en esa oración?

Me perdí antes de llegar a Eslovaquia. Con fiebre y sin digerir alimento, mi hermano menor me recomendó quedarme en Holanda, pero no, me hice de garras corazón, tomé trenes y aviones. En todo el sentido lógico y europeo de la situación, mi hermanito tenía razón: quedarme adentro, calentita y mejorarme. En todo el sentido personal y latino, lo único que rondaba en mi cabeza era que nunca más en la vida iba a volver a ir a Eslovaquia. Así que mi estómago podía arreglarse en un par de días y ya iba a recuperar las fuerzas. Pero que me iba, me iba. Y me fui.

Tampoco que fuera una enfermedad crónica. Lo único que sí pasó es que me desvanecí subiendo las escaleras a un castillo. Por eso cuenta como perderme del camino. Para ser sincera, yo subía los escalones apretando los dientes pero más por cansancio que porque me sintiera mal. En mitad del camino un grupo de amigas me pide que les saque una foto, lo hice. Seguí subiendo los escalones. Puntos suspensivos. Pasé de estar en los escalones a estar sentada en un banco con estas mismas amigas haciéndome aire con sus guantes.

No me robaron nada ni me tuvieron que internar. Además, tengo fotos del castillo, así que consciente estuve.

La idea de Dante y de cómo pudo perderse tan tarde en la vida surgió surcando las calles de esta ciudad. Resulta que para ir del punto A al punto B busco el camino más corto en el mapa, como todas las personas. Pero una vez que comienzo a caminar, como seguro que hacen muchas personas también, me entretengo en el camino, se me cruzan otras calles atractivas que quiero conocer. Llegar al punto B, que en un principio parecía tan simple, se convierte en un paseo de día completo. Pero en Bratislava estaba cansada, con poca energía y sin poder comer nada, así que me reté a mí misma después de uno de esos famosos desvíos. Me dije todo lo que mi hermanito me habría dicho por demorar tanto, por darle tantas vueltas a las situaciones y por nunca llegar al destino. A partir de ese momento iba a ir sólo a donde me dirigía.

La decisión me duró, literalmente, un paso. Entonces estos escalones de piedra muy mal llevados por el tiempo aparecieron a un costado y quise saber a dónde llevaban. La historia de mi vida.

-x-x-x-

Noc-Noc en la puerta. Una mujer alta y de dientes grandes asoma la cabeza por la puerta. La habitación del hostal ya no era mía. Marie se presentó a sí mísma y yo hice lo propio. Ella es francesa y estaba recorriendo Europa del Este en camino inverso al que estaba haciendo yo. Coincidimos una noche en el hostal de Bratislava. Las dos cansadas, pero casi no dormimos. Después de que ella me demostrara todos los clichés franceses posibles, abrió su mapa europeo en el piso de la habitación y comenzamos a comparar ciudades y destinos.

Cliché número uno: no podía creer que siendo yo de Uruguay, donde ella considera que están los hombres más atractivos (y también en Argentina), mi ex novio fuera inglés. "Porque los ingleses son... feos". La verdad es que me reí, porque algo de razón tiene. Especialmente viniendo de Francia. No esperaba otro comentario. Cliché número dos: me contó que era del norte de Francia, de la región donde están los castillos más hermosos, "aunque, ¿qué te voy a decir? Todo Francia es hermoso".

-x-x-x-

Bratislava es hermosa. No tiene la misma belleza rica de Viena ni las historias que cuentan los edificios y las calles en Praga, tampoco la luz que el Danubio le da a Budapest. Esta ciudad es hermosa porque a cada paso que se da por esas calles, cada edificio que vemos nos demuestra que es un lugar que sobrevivió. Que supo estar mal, que está peleando por estar bien y que va a conseguir estar mucho mejor. Así me sentía yo en ese momento: desgastada, con la pintura caída y poco cuidada. Pero no me iba a dejar vencer por el tiempo ni por los gobiernos, ni por las personas. Ni por la falta de alimento. Iba a subir los más de docientos escalones para llegar al castillo, pasara lo que pasara. Bratislava avanza. Más despacio que las ciudades vecinas, pero lo hace. A fin de cuentas, no importa la velocidad, ni qué tan rápido llegamos al punto B, sino que lleguemos a él. Cuantas más vueltas demos antes de llegar a la meta, más conoceremos del camino.


martes, 20 de noviembre de 2012

Humo por las orejas

Me fui 6 meses. Recorrí más del mundo que cualquiera de las personas que he visto en los últimos tres días. Llegué a lugares que nunca pensé que llegaría. Y estas personas tampoco pensaron. Es más, seguro que de algunos ni siquiera sabían que existían. Caminé por calles de cuentos de hadas. Otras que salieron de cuentos de terror. Y otras totalmente ordinarias. Hice amigos de países lejanos y cercanos. Aprendí a hablar hindú. Soy mejor fotógrafa. Me considero un poco mejor persona (un poco nada más). Toqué el océano Ártico y crucé el Atlántico.

¿Y lo primero que se te ocurre preguntarme es si tengo novio?

Valijas


Hay dos cosas que me aburren mucho: 1. Armar valijas. 2. Desarmar valijas.

Así que dos meses después de volver de Holanda, el año pasado, una amiga entró a mi cuarto y me preguntó por qué tenía las valijas con cosas todavía. Si total, le respondí, son cosas de invierno que no necesito. Ahí estaba la pobre, echando raíces en un rincón de mi habitación.
La última vez que me fui de Uruguay estiré tanto el armado de la valija que comencé a hacerlo la última madrugada, entre la una y las cuatro de la mañana, para dormir sólo dos horas antes de tomar el avión.

Pero hay ocasiones en las que los tiempos están medidos. Esas son mis favoritas, así me dejo de excusas o de mirar series en la computadora y me pongo a hacer lo que debo.

Al final de mi primer contrato con Princess tenía toda la tarde para armarme las valijas y dejar todo pronto para volver a casa. Como el tiempo era abundante, me fui a tomar un café, a conversar con algunos amigos y regalar cosas que no pensaba llevarme. Mientras tanto, el tiempo pasaba, mi ropa seguía en el armario y mis cajones, llenos.

Cuando volvía a mi cabina, rendida ante la idea de preparar todo para irme, encontré a Werner, un amigo sudafricano que también tenía la tarde libre. Lo senté en el pasillo, al ladito de donde yo tenía que estar y le pedí que me hablara. Lo hizo, habló de safaris y de Tahiti. Le di lo que me sobarba de café, de pasta de dientes, y alguna otra pequeñez que apareció en el camino.

Al final de este contrato el desfile de personas que entró y salió de mi cabina fue mayor. Tomás que tiraba papeles de bombones en mi escritorio, Facundo que lo retaba. Ariel que me copiaba canciones, Laura que quería coordinar todo. Yo, luchando contra el aburrimiento, tratando de seguir doblando ropa y de no olvidarme la que había puesto a lavar.

Por más que me guste viajar no hay forma que a eso lo acompañe el preparado.

viernes, 9 de noviembre de 2012

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Diez días


Noviembre 7. Tendría que estar en casa. En lo posible, tomando sol en el jardín de la casa de mis padres, tratando de sacarme a las perras de encima y esperando a que alguien llegue con el mate. Durmiendo hasta tarde, quedándome despierta hasta tarde. Poniéndome al día con películas y series de televisión. Perdiendo el tiempo en facebook. Yendo a la playa con mi hermana y leyendo el diario con mi papá.

Sin embargo, sigo en el barco. Ayer me puse un vestido español y hoy compré oporto en Lisboa. En mi cama de arriba. Despidiendo amigos. Cada vez más cansada. Sin ganas de conocer gente nueva ni de soportar a estas personas. Especialmente a los nuevos americanos, recién llegados, que aseguran que la esclavitud no se ha abolido; que van y lloran porque los tripulantes trabajan 12 horas por días pero luego les gritan porque el café no está a su gusto.

Diez días. Entonces, puedo hacer lo que dice el primer párrafo. A eso le sumo tomar café con mamá y salir a dar vueltas con mi hermano. Olvidarme del despertador, perder el reloj.

Pero (porque toda historia tiene sus peros) en veinte días ya voy a volver a querer lo que dice el segundo párrafo. Sólo que sí voy a tener energía para hacer nuevos amigos, salir todas las noches, probar nuevas cervezas y conocer nuevos lugares.




Feliz cumpleaños a mis tíos.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Química


"Todas las cosas fundamentales –el amor, la felicidad, el sufrimiento –suceden por amor o por gracia, cuando soltamos las riendas y nos dejamos llevar por la vida como un bastón en las manos de un viandante".
Claudio Magris, El infinito viajar.


La gente tiende a no caerme bien. Es una cuestión química. Algo así como que los veo y no me interesan.

Con Jon fue diferente.

Entré al Internet Café a comprarme una tarjeta, tenía mi nuevo uniforme de fotógrafa puesto. El mismo que no usaba desde hacía más de seis meses y que en aquellos meses nunca pensé que fuera a extrañar. De pronto escucho mi nombre. Hacía dos horas que estaba en el barco, sólo tres personas conocían mi nombre: mi jefe, el asistente de mi jefe y mi roomate. Al darme la vuelta veo la cara sonriente de un morocho, faco, que me miraba expectante. "¿Sos la fotógrafa nueva?", me preguntó.

Y desde ese momento nos hicimos amigos.


Había algo en que él, que es hombre, y yo, que soy mujer, que todos esperaban que tarde o temprano termináramos juntos. En el medio tiempo, yo lo empujaba para hablar con mujeres y él me agarraba el brazo para sentarme un rato tranquila. Se convirtió en la voz de mi conciencia. Sin importar lo que hiciera o qué tan grande pareciera la macana, él siempre era el ángel bueno que decía que todo iba a estar bien.

La diferencia era cultural era entre la anglosajona y la latina. Para él, salir, consistía en su mochila de la cámara con todos sus lentes y filtros, mientras que yo terminaba metiendo algunas cosas en mi mochila a las apuradas y al final me olvidaba de la mitad. Para él, llegar a una ciudad nueva y no conseguir un mapa era perderse seguro; para mí, siempre es perderme seguro, con o sin mapa.

De alguna forma, mi mal inglés y su exceso de vocabulario, congeniaron. 


miércoles, 10 de octubre de 2012


Gerainger, Noruega

Esas botas, vaquero y remera roja, esconden a mi persona.

Soy yo durmiendo una siesta en Gerainger, Noruega.

Antes de llegar a ese puerto, el barco pasa por uno de los fiordos más hermosos que he visto. A ambos lados del barco, un estrecho fino de tierra cortada como con cuchilla, perfectamente vertical. Vegetación crece a esos costados y el agua cae libre. Parece ser que la mayor atracción son las cataratas de las Siete hermanas. Trajcho, un amigo de Macedonia me dijo que, en realidad, era una pena: hilos de agua cayendo a la vez. Sin embargo, de pena no tiene nada. Es como que todo el poder de la naturaleza te pega de lleno en la cara al ver las siete cataratas.

Entonces el barco llega a Gerainger. Como el puerto es demasiado pequeño, son barcos salvavidas los que nos acercan a la costa. Lo que sucede con los tender ports es que los pasajeros tienen privilegio para bajar primero, así que no queda mucha opción para la tripulación: o sale en el primer tender, o espera unas dos o tres horas hasta que nos den permiso. Jon y Claudio no iban a esperar por mí, decidieron salir en el primer tender y yo tenía que apurarme si quería salir con ellos.

En Noruega uno se da cuenta de lo pequeño que es el hombre. La naturaleza es gigante. En este luegar hay nada artificial. Preguntamos en información turística qué hacer y la señora detrás del escritorio nos dio muchas opciones, todas incluían subir montañas.

viernes, 5 de octubre de 2012

Curiosidad

"A decir verdad, no sabemos lo que incita al hombre a recorrer el mundo. ¿Curiosidad? ¿Anhelo irrefrenable de aventura? ¿Necesidad de ir de asombro en asombro? Tal vez: la persona que deja de asombrarse está vacía por dentro; tiene el corazón quemado. En aquellos que lo9 consideran todo déjà vu y creen que no hay nada que pueda asombrarlos ha muerto lo más hermoso: la plenitud de la vida".




El texto es de Ryzard Kapuscinski en su libro Viajes con Heródoto. La imágen es de Steve McCurry, fotógrafo estadounidense que trabaja para la National Geographic. 

sábado, 15 de septiembre de 2012

De cantos de dioses y cóleras funestas



"Canta oh diosa! La cólera del pelide Aquiles. Cólera funesta que casó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes a quienes hizo presa para perros y pasto para aves".
La Ilíada. Canto I. Homero.

El texto anterior salió de memoria. De las mil y una veces que comencé a leer la Ilíada sin pasar al siguiente párrafo por no entender ni palabra de lo que decía. Sin embargo, y más allá de mi ignorancia, no me rendía: quería saber qué le pasaba a Héctor, quería leer cómo era que moría Patroclo y también cómo era que tantos dioses podían convivir en una misma historia.

No tenía más de doce años cuando supe que existía la mitología griega. Senté a mis padres (uno por las matemáticas, la otra por las biologías: la mejor dupla para mi propósito. Con toda la ironía) en el living de casa y les pedí que me contaran qué era eso de los dioses del Olimpo. Entre los dos consiguieron contarme más de una historia, haciendo fuerza para recordar lecciones de secundaria.

Y el veredicto fue enamorarme de todas y cada una de las historias. Incluso de las que no entendía. De las que me resultaban empalagosas, repugnantes y hasta dulces.

No fue hasta que llegué a la universidad donde tuve la obligación de leer la Ilíada. Y con las explicaciones precisas, este se convirtió en mi libro favorito. Tanto que mientras lo leía falté a un par de clases porque no podía salir de la ficción; era como si estuviera en el mismo carro con Ayax peleando por recuperar a la reina Helena. Y años después tuve que convencer a otro profesor de que, definitivamente, la Ilíada era uno de los libros favoritos (y que me gustan las novelas; por eso escuché su comentario: "eres rara" - qué noticia).

Después de tantos años de soñar con cóleras funestas y con cantos de musas, al fin, puse mis pies en las islas.




"Ciudadanos venerables, honor de Argos que estais reunidos aquí, no me avergonzaré de mostrar frente a ustedes el amor que siento por mi esposo..."

En teatro (de cuando me paraba en un escenario y fingía ser otra persona sólo por amor al arte) me tocó el papel de Clitemnestra en la tragedia griega Agamenon. Y tan facsinada que estaba por esta mujer tan retorcida, que hasta la comprendía. No sé si haría lo mismo en su situación, pero es que los griegos no creían en la libre elección. Para ellos no existía tal cosa sino que todo se regía por el destino, ni siquiera los dioses podían contra ese destino. Totalmente opuesto al mundo occidental de hoy. Las personas, sin libertad, se veían obligadas a actuar por fuerza agena. Y la verdad, que a modo griego, otra persona en zapatos agenos, después de vivir como Clitemnestra toda su vida y de verse en la misma situación, 
actuaría de la misma manera: asesinando a su marido. 


Ahora nada más quiero volver a Grecia. Y quedarme por esos lares a sacar fotos, hacer playa y visitar el oráculo de Delfos.

martes, 4 de septiembre de 2012

De primeras impresiones

Paris, Francia.

Hablar de Paris es totalmente de caradura. Una ciudad tan grande no se percibe en cuatro  o cinco horas. Pero ese era todo el tiempo que teníamos.

El barco abrió sus puertas a las 7 de la mañana. Diez minutos después corríamos a buscar un taxi que nos llevara a la estación de tren. La Harve queda a dos horas y pico en tren a Paris, tiempo suficiente para tomar una siesta antes de llegar a la ciudad del amor. Aunque nada de festejar el amor: al grupo lo formábamos tres personas tan distantes las unas de las otras que es increíble que hasta seamos amigos. Sam es iraní-canadiense, su único interés con París era la Torre Eiffel en todos sus ángulos. Ariel es argentino, fotógrafo de prensa y se pregunta todos los días qué hace sacando fotos de personas sonrientes. Y yo que lo único que quería era llegar a París y después sacar la cámara.

Ni miramos el mapa. Tampoco pensamos en el camino más inteligente para ver la mayor cantidad de cosas posibles antes de volver a la estación de tren. Seguimos a Sam por el metro número 9 a Trocadero. Y a la vuelta de la esquina, allí estaba: esa estructura de hierro colocada en la ciudad para la exposición universal de 1889. Aún de pie, rodeada de gente, de verde y de carruseles.

Ariel y yo seguimos nuestro camino. Bordeamos el sena sacando fotos de las personas que caminaban con nosotros, de aquel puente llenos de candados de enamorados (y de enamorados colgando nuevos candados). Pasamos por las tullerías, por palacios reales, por lugares que en su momento estuvieron hediendo a sangre, calles pequeñas que supieron conocer las barricadas. Caminábamos por calles que no se recuperaban de una revolución para caer en la otra.

Y todo eso sin detenernos a pensar en lo que sucedía a nuestro alrededor. En lo que ese lugar acunó en la historia. Queríamos llegar al Louvre y a Notre Dame, mirábamos el reloj con miedo, caminábamos a las apuradas sin saborear el momento.

Hasta que lo hicimos. Hasta que quedamos a media cuadra de la catedral de las gárgolas. Tan cerca como nunca antes del jorobado y de Esmeralda. Entonces nos venció el hambre. Crépès y café. Respirar el aire parisino, dejar de mirar las tiendas de souvenir.

Luego seguir a la carrera. A las fotos rápidas. A conversar sobre fotografía de calle y comenzar a hacer experimentos con ella.

Es imposible conocer una ciudad tan grande, tan llena de historia y de vida en un par de horas. Pero a la vez, es imposible estar tan cerca y no llegar a ella. No dejarse encantar.

El año pasado una de mis mejores amigas fue a París. Al volver me dijo que estaba sobrestimada: que tiene olor a pichí y que está sucia. Que el metro está por caerse a pedazos. Es imposible ir a Londres, luego a Paris y que la segunda gane. Pero también me dijo que tenía que ir y comprobarlo por mí misma. Es que esta ciudad tiene magia. En todo su empalague de edificios decorados y puentes ostentosos, tiene un aire que atrapa. Tiene una historia que no pasa de ser percibida.

Es cierto, hay olor a pichí, es un lugar sucio y la iluminación del metro hace que quieras tirarte a las vías. Especialmente cuando Ariel y yo pretendíamos volver a la estación de tren y el metro paró en la mitad del túnel. Él, después de haber vivido años en Buenos Aires, nada más se rió de mi cara de susto; yo que nada tuve tres meses de aprender francés (el tiempo suficiente para decir mi nombre y que no hablo el idioma) quería que alguien me tradujera lo que decía el altavoz.

Y en la estación de tren volvimos a encontrar a Sam que había decidido quedarse en la Torre. Otra siesta a la vuelta y una vez más a trabajar.


De más está decir, a esta foto no la saqué yo. Las mías llegarán después. Esta imagen me ayudó durante mi contrato anterior con Princess, a llegar al final del mímso. A soportar compañeros maleducados y novios innombrables. También fue el fondo de mi celular durante más tiempo del necesario ya que es la metáfora perfecta de salir al mundo y del vértigo que da al notar lo grande y diferente que es.


domingo, 2 de septiembre de 2012

Bajo el mar o en la cima del mundo

Copenhague, Dinamarca

Siempre quise viajar. Desde que supe que Uruguay tenía fronteras y que una vez que esas fronteras se cruzan, se está en otro lugar, quise saber cómo era ese otro lugar. Mi madre, que trataba de convencerme de que me quedara quieta, me cantaba la canción de La Sirenita y repetía todo el tiempo que aunque yo crea que las algas son más verdes en otro lado, no es así. La verdad es que no creo que mis ganas de viajar fueran porque pensara que luego de la frontera iba a encontrar algo mejor a Uruguay, dudo que haya algo mejor, para ser honesta. Pero las algas no tienen que ser más verdes, sino de diferentes tonos de un mismo color.

Y eso sí tiene el mundo: tonos hasta no imaginados. Desconocidos. Descoloridos. Húmedos y cálidos. Tonos que se malinterpretan en las noticias y no se ven bien en las fotos. Otros que son sólo sacados para folletines turísticos.

Hay personas (y según Kapuschisnki, son la mayoría) que por comodidad o falta de valentía prefieren la calma del hogar. Quedarse en lo conocido. Pero otros, en cambio, siguen un camino recorrido por pocos, mirando hacia atrás con nostalgia y nunca obteniendo suficiente.

Se está allá y se quiere estar acá. Se esta acá y se quiere estar allá.

Nada parece ser suficiente.

Hans Christian Andersen un autor danés escribió la historia de La Sirenita. Si bien se popularizó con la pelirroja sonriente de Disney con su amigo Flaunders y el cangrejo Sebastián, con todas esas canciones pegajosas y una historia de amor con final feliz, la verdadera historia tiene otro final. El quid de la cuestión es el mismo: el querer algo que está más allá de las posibilidades.

La moraleja de Andersen es que no vale la pena el riesgo. Un final demasiado oscuro para un dibujito de Disney que nos cuenta justamente lo contrario: sí vale la pena.

Sin conocer la verdadera historia llegué a Copenhaguen y vi la cara triste de esta sirena. De esta persona que habitaba en el fondo del más azul de todos los océanos, que era la princesa más hermosa con la voz más melodiosa pero que siempre quería otra cosa: primero llegar a la superficie, luego vivir allí. Cada vez que obtenía algo deseado, entonces quería algo más.

La verdad es que da miedo vivir de esa forma. Siempre buscando algo más. Nunca sintiéndose completo. Anhelando cosas que están lejos y no disfrutando lo suficiente de la victoria de conseguirlo. Es como que de verdad espero que en algún momento esto pase de largo y decida quedarme quieta. Como no le pasó a ella (al menos no en la verdadera historia).

Llega la noche y la pequeña estatua que es símbolo de la capital de Dinamarca está poco iluminada. Es pequeña y sigue triste, inmóvil con la vista fija en el agua pero sentada sobre una roca.





domingo, 19 de agosto de 2012

Iguales


Busan, Corea del Sur

“Weininger denuncia en el viaje la tentación de la irresponsabilidad; quien viaja es espectador, no está implicado a fondo en la realidad que atraviesa, no es culpable de las fealdades, las infamias y las tragedias del país en el que se adentra.

(…)

También cuando viaje en el mundo, el viajero mantiene tal tendencia a abrocharse bien el abrigo y subirse la solapa, cual si interpusiera una defensa entre él y las cosas”.

Claudio Magris, El infinito viajar.

Sí tenía el abrigo bien cerrado: una campera roja que la compañía nos da para sacar las fotos en los puertos fríos. Después de caminar durante horas bajo la lluvia poco constante de Busan, entramos a un supermercado.

Las calles que se alejan de las principales, las más locales, por las que no caminan turistas, esas son las mejores. Son las reales. Así encontramos, en medio de una vereda, una fuente con la estatua de un buda. En el agua, ofrendas. Alegrías como esas que no vienen con los turistas. Allí, en cambio, se encuentran super edificios y personas que parecen salidas de un manga.

Así que allí estaba yo, con mis manos en el bolsillo, el pelo inflado por la humedad y mi abrigo rojo bien prendido. Esperaba a Carlito, mi amgo de las Filipinas, bajo el techo del supermercado. Estaba rodeada de personas que se veían todas iguales bajo la velocidad que obliga la lluvia. Ellas no se molestaban en mirarme y yo no le prestaba atención a las diferencias entre uno y otro.

Pero a él lo vi.

Tenía el abrigo tan cerrado como yo, estaba perdiendo el pelo rubio y arrugaba sus ojos por la lluvia. No sé por qué levantó la vista, pero su cara blanca se encontró con mi cara blanca. En ese mar de pieles amarillas, él me sonrió, sacó su mano del bolsillo y saludó con una sonrisa. Algo en mi corazón - digamos que se llenó de humedad y se infló. Devolví el gesto con la misma intensidad en la sonrisa.

No sé. Nada.  No lo conozco. No sé quién ese hombre blanco es ni qué está haciendo en Corea del Sur. Si es turista, entonces ¿por qué está caminando por esa calle? ¿Se perdió? De ser así, ¿Por qué no pidió indicaciones? ¿De dónde será? ¿Vivirá en Corea del Sur? Iría o volvería a su casa, por eso caminaba con tanta determinación. ¿Cómo se llama?

Como ya escribí: no sé. Ideas tengo muchas. Y una cosa sí tengo clara: encontrar a una persona blanca, aunque sólo fuera a la pasada veloz de un día bajo la lluvia, hizo que del otro lado del mundo, no me sintiera sola.

(Weininger, Otto, fue un filósofo austríaco. Tuve que googlearlo para este post porque se me caían los dedos de la vergüenza de citar algo sobre una persona que no conozco)

Mi lado criminal



Monte Carlo, Mónaco

Monte Carlo me encontró con mi lado criminal. No requirió demasiado: sólo caminar dos cuadras desde el puerto hasta la calle principal. Una vez allí tenía resuelto comprarme un apartamento en ese principado. Sí, un apartamento, con vista al puerto y, de ser posible, cerca del puerto. No una casa ni mucho menos una mansión, después de todo, no soy tan codiciosa.

De la calle principal en más, caminé ideando mi plan maestro para juntar el dinero suficiente para mudarme a Monte Carlo. Después de todo, el alquiler más barato (que es el que pretendo conseguir porque, como dije, no soy codiciosa) es de 4.000 dólares.

Y la verdad es que caminé bastante porque para juntar todo ese dinero, mi cabeza tenía que idear un plan muy bueno. Pasé por el Casino y por más casas de Chanel que antes en mi vida (una cada dos o tres cuadras). Encontré unas escaleras demasiado alta para mi espalda que no está del todo sana en estos momentos pero por una cuestión de orgullo decidió subir, a conciencia de que una vez que llegara a la cima no encontraría más que casas y apartamentos (así fue), pero al llegar me puse a cantar The eyes of a tiger.

Así que acá están mis tres opciones. Mis tres planes ideales para juntar dinero rápido y mudarme a Monte Carlo:

1.       Tres negocios a la vez: venta de drogas, lavado de dinero y venta ilegal de armas. (No tengo idea de cómo comenzar ninguna de las tres cosas).
2.       Me caso con un tipo rico y lo convenzo de que si no vive en Monte Carlo no es nadie. (No tengo paciencia para esto).
3.       Un tío que no sé que tengo y que es el príncipe regente de un principado de Europa del Este que no sé que existe, se muere y me deja una buena parte de su herencia. (Es la opción más probable, la verdad).








sábado, 18 de agosto de 2012

Creo en las hadas



Lake District, Inglaterra

Llegué a Inglaterra para visitar a un ex novio. Esta va a ser la única vez en todo el texto que lo nombre: él me pidió (y me insistió, el bastardo) que lo fuera a visitar en mis vacaciones a York. Así que compré pasajes de ida a Leeds – Bradford, un ticket de ida en autobús a York y vagué por las calles de la ciudad con más fantasmas de Europa durante tres horas hasta que el susodicho salió de clase y me fue a buscar a la Catedral, frente a la estatua de Constantino, como habíamos quedado.

Listo, de ahora en más sólo hablar de cosas que valen la pena.

Al nacer, crecer y criarme en un país que tiene mucho pasto y vacas, las hadas, trolls y dragones son cuestiones de cuentos de hadas. Y nada más. ¿Dónde van a vivir las hadas? ¿entre las vacas, las ovejas, en el suelo pedregoso del norte o entre los pastores eléctricos del sur? Por supuesto que no existen, nada más están en Peter Pan. Con los trolls más o menos lo mismo. Nunca me asustó cruzar un puente (como esa persona que no voy a volver a nombrar) porque no había criaturas extrañas viviendo allí (las criaturas extrañas que viven bajo el puente Sarmiento tienen nombre y apellido, aunque no lo recuerden). Y los dragones son demasiado grandes para vivir en un país tan pequeño como Uruguay.

Esas cosas eran cuestiones de cuentos de hadas.

Hasta que llegué al norte de Inglaterra.

Era otoño y todo alrededor era verde. Un verde húmedo que crecía hasta en las piedras, en los troncos de los árboles, hasta al costado de la ruta. En ese costado de la ruta también había montañas de sal que son para las heladas del invierno: el auto resbala con la ruta helada y para que eso no suceda (y uno termine entre las ovejas o en un barranco), uno para el auto, dispersa sal en la ruta, vuelve al auto y marcha tranquilo.

Es el ábitat natural de las hadas. Caminar por los caminos del Lake district es como esperar que un bichito con alas (y con el vestido de Campanita) nos sorprenda detrás de un árbol o una piedra. Cada objeto en el paisaje parece colocado para una escenografía. Eso me parece a mí, después de crecer en un país natural, al menos; en el norte de Inglaterra viven más seres vivos que ovejas y seres humanos.



Y entendí por qué cruzar un puente puede llegar a dar miedo.

jueves, 2 de agosto de 2012

Brujas



La primera vez que fui a Brujas fue en el marco de una relación de poca amistad que moría. La segunda vez, me acompañó un nuevo conocido mientras fortalecíamos nuestra amistad.

Aquella vez era otoño. Los árboles perdían su refugio y una capa de hojas ocre tapaban parques y veredas. Meses después, lo único que recordaba de mi visita a Brujas eran tres cosas: 1. Que era una ciudad hermosa. 2. Que la vi tras las lágrimas. 3. Aquél pájaro que no me dejó comer mis papas fritas en paz. Esta vez, sin embargo, me asombré de todos los detalles que recordaba. Como que para ir al baño en la estación de trenes hay que pagar 50 centavos o que de camino entre la estación y la ciudad había un canal con un puente muy fotogénico. Arrastré a Jon, a su cámara y a la mía, esperando encontrar todas esas hojas como manta sobre el pasto seco. En su lugar, encontré niebla sobre el agua y pasto de un color muy verde.

A Bélgica me llevó la ex madrastra de mi hermano falso. Me dijo que una de sus mejores amigas vivía cerca de Amberes y que si quería, podría preguntarle si tenía lugar para mí por un par de días. No sólo eso, sino que también se ofreció a llevarme al otro país. Dos días antes me había peleado definitivamente con mi novio de aquel momento. Lo único que quería hacer a esa altura era esconderme en una cama y comer Nutella. Mucha Nutella. Sin embargo, me levanté temprano, traté de entender cómo es que funciona el sistema de boletos de trenes en Bélgica y me tomé el tren a Brujas. (Sinceramente creo que por un momento fui capaz de entender cómo funcionan esos boletos, pero no me considero apta para explicarlo).

En la casa donde pasaba la noche había una estudiante de intercambio brasilera. La nena me dio pena y me llenó de energías al mismo momento. Ella quería ir de intercambio, pero no quería aprender inglés. Después de pelearse con el padre porque en realidad ella quería saber hablar francés, se dio cuenta de que no quería ir a Francia por ese preconcepto que todos tenemos sobre la personalidad hostil de los franceses. Así que la madre le ofreció ir a Bélgica. En Bélgica hay tres idiomas oficiales: holandés, francés (aunque no se atreva uno a preguntarles si hablan francés) y alemán. La nena tenía una de tres oportunidades. Y no ligó bien. Fue a parar en la parte holandesa cuando no sabía siquiera presentarse en ese idioma. Ella se ofreció a acompañarme a Brujas, le agradecí y le dije que no era necesario. No tenía ganas de ser simpática.

Esta vez llegué con un nuevo amigo. Un compañero de trabajo con el que compartimos algunos mismos intereses y un placer inexplicable al hablar sin parar. Jon es sudafricano, siempre sale con su cámara de fotos y se le ocurren los planos más extraños de cosas muy simples. Deja que lo arrastre a todos lados sin preguntar y cuando él quiere ir a algún lugar, hace lo mismo.

Me encanta Brujas. Es una ciudad que se quedó en el tiempo. Una iglesia en cada cuadra, como si Bélgica tuviera que probar frente a sus vecinos protestantes que es un país católico. Cada esquina tiene una figura de la virgen o a Jesús colgando de cruces rectas, decoradas o puntiagudas. Como buena ciudad que supo ser mercante, tiene grandes espacios libres, plazas públicas para que los mercados tuvieran lugar. Pero a la misma vez, tiene calles angostas, húmedas que desembocan en canales llenos de botes. No puedo dejar la cámara quieta.

Caminábamos, entonces, por una calle de piedra, rodeados de edificios de vaya uno a saber qué siglo, cuando detrás de una ventana ancha, roja y con rejas negras, encontramos a una mujer sirviendo el desayuno a un niño. Hasta ese momento no me había percatado de que hay personas que viven en Brujas. Es como algo que se sabe, pero se deja aparte en algún rincón de la mente que no se toca para no romper con la magia del lugar. En cambio, tener a ese niño frente a mí, con el tenedor en la mano, volvió todo más real.



sábado, 28 de julio de 2012

Paisanos

Cuando se está tan lejos de casa, todo lo que sea similar a la cultura propia es más que bienvenido. A mí, por ser de un país tan chiquito y poco nómade, me cuesta encontrar personas que hayan crecido viendo a Cacho bochinche como yo. Como consecuencia, me agarro paisanos donde puedo. 


El año pasado tuve suerte. Conocí a Leti. Una montevideana que tiene familia viviendo frente a la casa de mi abuela (¿Cuáles son las posibilidades?), así que una vez que dejamos el Diamond Princess, nos volvimos a encontrar frente a la heladería a la que las dos íbamos cuando éramos chicas. También había un par de argentinos con los que crecimos viendo Chiquititas y Rebelde Way.


Esta vez la suerte me atacó por otro lado. Nada de paisanos propios. Ni siquiera personas con las que crecí viendo las mismas telenovelas. Esta vez me presentaron al tecladista de una de las bandas: es argentino, me dijeron. Y la segunda pregunta que le hice fue si tenía mate.


La verdad es que no sé cómo me hice amiga de Claudio. Un baterista treintañero que ha vivido en diferentes lugares del mundo y que sabe que a Sting lo echaron de Princess por no saber leer música. Él sale en cada puerto con su Nikon D90 y saca mejores fotos que yo (que tampoco es tan complicado, pero como yo no toco mejor la batería que él, me pega en el orgullo).


Y de ahí en más todo surgió con relativa calma. Tranquilo pero seguro. Llegaron el resto de los argentos a mi vida.



Claudio se está por ir. No me gusta cuando la gente se va.

martes, 24 de julio de 2012

De Paraguas



Mi aberración por los paraguas: no sé cuando surgió. Creo que tenía algo que ver con sentir la naturaleza y bla, bla, bla. Mi abuela nos regalaba cada navidad un paraguas made in China con un cuadrillé espantoso (y por algún motivo tal vez, el mío siempre era en tonos de beige y marrón) que se rompía ante el primer vientito. Con uno de esos paraguas me mudé a Montevideo.

Pretendí usarlo para ir a la universidad, llenarme de valor y ahorrarme el dinero de un taxi (qué tonta). Así que caminé sin problemas a la parada. El problema fue cruzar la avenida para ir a la universidad: el paraguas, como dije, se cambió de bando ante el primer vientito. Ese día escribí que Montevideo era un lago y yo un pato.

También me pasó un viernes de noche. Había quedado de encontrarme con mis nuevas amigas de facultad en quién sabe qué bar para cenar antes de ir a bailar. Por hacerme la aventurera me tomé un ómnibus que no conocía bajo un diluvio oscuro que empañaba los vidrios y nublaba la vista. Mi (nuevo) paraguas me traicionó en la segunda cuadra al intentar enmendar el error de bajarme en la última parada del ómnibus.
Lo peor de todo con esas tormentas es que no importa qué tan bueno sea el paraguas (de todas formas), porque el pelo se va a inflar con la humedad igual y los zapatos se van a mojar por los charcos de agua (especialmente en Montevideo donde las baldosas están tan bien ubicadas –y no me sale pensar en eso sin ironía).

Así que cuando llegué a Qingdao (China) y vi como el cielo se cubría de nubes negras, comprar un paraguas no se me cruzó por la cabeza. Lo que sí se me ocurrió fue comprarme un gorro y una bufanda. Vaya uno a saber por qué terminé comprándome también un paraguas. A cuadrillé. Pero esta vez, en tonos azules. No llovió. No cayó ni una gota.

Sí tuve la oportunidad de usar mi paraguas: Ketchikan, Alaska, en la ciudad que recibe más lluvias en Estados Unidos. Estuve allí un día a la semana durante cuatro meses y si digo que me llovió diez de esos días tal vez exagero. Juneau, en cambio, la capital de Alaska, que nada más es famosa porque tiene la cervecería Alaska y por ser la capital y de la que nadie menciona nada sobre la lluvia, me hizo estrenar mi paraguas.
No vale describir el día, porque decir que llovía a cántaros y el viento volaba en todas direcciones nada más se entiende con la palabra “tormenta”, pero a mí se me había ocurrido que tenía que bajarme del barco. Que tenía que ir a aquella librería de esquina que tanto me gustaba. Y también quería un chocolate caliente. Mi novio (ahora ex) me mandó a pasear sola.

Salir no fue tan complicado. Mi gorrito de aviador se las arregló solo. El paraguas, que ya tenía su lugar reservado en uno de los bolsillos de la mochila, no iba a encontrar oportunidad. Así que entré a la librería y me puse a conversar con ese muchacho de lentes grandes y barba oscura que siempre me preguntaba sobre el libro de Kapuscinski que me gusta. Me compré un libro de Kundera.

Mi bonito paraguas Made in China y comprado allí también casi que por casualidad, resistió al viento alaskeño de vuelta al barco. Con una mano abrazaba mi nuevo libro de Milan Kundera, con la otra me aferraba al mango del paraguas como si quedaran pocas cosas más sobre la tierra.

En Viena me compré otro paraguas. Uno que tiene El beso de Klimt. Made in Austria. No sé dónde está.