domingo, 1 de abril de 2012

Abstinencia

"Tres semanas", me dijo Hugo. "La primera semana estarás feliz con tu familia. La segunda ya te aburrirás. La tercera semana vas a ver el itinerario para el siguiente contrato".

Y, como si hubieran sido las palabras de un brujo, así fue.

Dijo, también, que era adictivo. Que costaba acostumbrarse a la vida en el barco, pero después costaba más acostumbrarse a vivir sin el barco.

Una de las personas más sabias que he conocido. Trilingüe hasta cuando estaba muy borracho. Paciente. Romántico. Arrancado. Un portugués casado con una japonesa. Un gran vecino y maestro. Un mejor amigo.

Walter me dijo que le diera una segunda oportunidad. Que todas las primeras veces son malas.

Pensaba que parte de ser adulta era hacerse responsable de las decisiones. Ahora pienso que, si ese es el caso, entonces aún no soy adulta. O que soy irresponsable por tomar decisiones sin estar segura.

Entonces, me encontré sentada donde no quería, escribiendo cosas que no me interesaban y limpiando platos que yo no ensuciaba. Los descendientes comenzaron a correr en la pantalla del cine. Mi amiga sentada al lado mío y yo con el peor humor del mundo. ¿Por qué puede existir Hawaii y yo no puedo conocerlo? ¿Por qué me tengo que quedar acá?

Sí, justamente, ¿Por qué?

¿Por qué Walter va al Star Princess pero no viene a Montevideo? ¿Por qué él puede seguir viajando y yo no?

Sí, justamente, ¿Por qué? ¿Quién me dijo que no?

Nadie me dijo que no. A veces, las murallas más altas son las que me impongo a mí misma.

Vivir, viajar, escribir

"Lo cierto es que, en el mundo administrado y organizado a escala planetaria, la aventura y el misterio del viaje parecen acabados; los viajeros de Baudelaire, que partían a la búsqueda de lo inaudito y estaban dispuestos a naufragar durante el viaje, encuentran en lo ignoto, pese a cualquier desastre imprevisto, el mismo tedio que han dejado en casa. De todos modos, moverse es mejor que nada: se mira por la ventanilla del tren que se precipita por el paisaje, se ofrece la cara al escaso frescor (...) el yo se dilata y se contrae como una medusa..."
Claudio Magris, El Danubio.


"De todos modos, moverse es mejor que nada".

Era mi última noche antes de volver a casa, después de un año de ir y venir con nada más que una valija y una mochila. Un año de apoyar la cabeza en diferentes almohadas, de caminar calles sin puntos comunes, de aprender más de mí que de donde estaba. Un año que tenía destinado a que fuera único: viajar, recorrer, vivir, luego volver a casa y hacer la vida que se espera.

Después de tantos años de planearlo y de tantos días de vivirlo, allí estaba yo, tomando cerveza de barril en una fiesta temática, conversando con esta mujer cara a cara, después de incontables encuentros por skype y teléfono. Lo extraño fue que tenerla frente a frente no representó nada más allá de lo que era: nos dimos un abrazo y nos dijimos "al fin", pero la sensación era de conocernos, nada más.

Ella me preguntó, entonces, qué iba a hacer una vez que volviera a casa. No tenía una respuesta precisa, sí una construida para salir del apuro: buscar trabajo. Pero cuando quise acordar, allí estaba yo, sincerándome con una mujer que, si soy racional, admito que no conocía. La verdad era que durante tanto tiempo había querido tener mi pasaporte lleno de estampas, que en ese momento, en el que tenía justo lo que quería, entonces no sabía qué hacer.

Como no soy una persona racional (ni siquiera un poquito, aunque a veces puedo fingir), me costó varios meses más darme cuenta de que si seguía sin saber qué quería hacer con mi vida, era porque no quería que las cosas cambiaran. Aún no estoy pronta para una oficina, un ordenador de escritorio y un teléfono a mi lado. No estoy pronta para vivir de la misma forma todos los días.

El amigo de una amiga me preguntó si después de tanto tiempo arriba de un barco no quería bajarme corriendo (aunque no usó esas palabras). Parafraseando, le respondí: vos todos los días salís de tu casa, vas a la parada, te tomas el bondi, te bajas en la misma parada y te sentás tras el mismo escritorio. Trabajo es trabajo. Nada más que yo un día estoy en Tailandia y otro en Vietnam.

O un día en Skagway y otro en Juneau. O en Antigua y otro en Aruba. O en todos esos lugares del mundo que me faltan caminar y respirar.

Todavía no quiero ser convencional.



La foto fue tomada en el tren de Rotterdam a Eindhoven. Justo antes de partir a Praga. Estaba enferma.

Puerto nuevo

La emoción del puerto nuevo.

El éxtasis de no saber qué se va a encontrar.

Seguridad da la autorización y doy un paso fuera del barco. En la primera bocanada de aire me lleno de un nuevo destino.

Ver una ciudad por primera vez, para mi, es tratar de interpretar de qué va. La arquitectura, los parques, los tarros de basura. Sin caer en la intelectualidad de saber quién fue el arquitecto del parque o qué flores lo decoran, es mucho más profundo que eso: es sentir que me gusta o no. Las calles atiborradas de carteles y edificios superpoderosos que vi en Busan que no tenían nada que ver con el paisaje de la ciudad con la que me encontraba dos cuadras después, donde un Buda descansaba en la mitad de la cuadra.

Lo más extraño fue encontrarme con la taquicardia y la sonrisa lánguida del puerto nuevo pero caminando hacia la ciudad vieja de Montevideo.

Quince minutos antes mi amigo Carlito me había dicho, por chat, que estaba en Montevideo. Amo el Star Princess, es la esperanza que me da de volver a encontrarme con todos los amigos que uno deja desparramados por el mundo.

Caminaba por 18 de julio mirando los edificios, los postes de las luces, cada uno con su macetero. Intentaba imaginarme cómo lo vería una persona por primera vez. ¿Qué imagen tendría de mi ciudad? También vi pasajes de ómnibus y colillas de cigarros en el piso, aunque lo que da más pena es que en Montevideo sí hay tarros de basura.

Crucé la plaza independencia, pasé delante del violinista desafinado y del señor que limpia botas. Me crucé con muchas personas que, sin necesidad de presentaciones, reconocí como cruceristas. Es que son inconfundibles, tienen todo el aire de turista renegado. Desde cómo se cuelgan la cámara de fotos hasta la altura de las medias.

Esa emoción, esa sonrisa que no se despega de la cara, las ganas de seguir caminando, de ver más, de encontrarse en una ciudad ajena, eso no se puede cortar. Y si todo eso pasa en una ciudad que no pertenece a uno, cuando sucede en su hogar, entonces todo se multiplica.