domingo, 19 de agosto de 2012

Iguales


Busan, Corea del Sur

“Weininger denuncia en el viaje la tentación de la irresponsabilidad; quien viaja es espectador, no está implicado a fondo en la realidad que atraviesa, no es culpable de las fealdades, las infamias y las tragedias del país en el que se adentra.

(…)

También cuando viaje en el mundo, el viajero mantiene tal tendencia a abrocharse bien el abrigo y subirse la solapa, cual si interpusiera una defensa entre él y las cosas”.

Claudio Magris, El infinito viajar.

Sí tenía el abrigo bien cerrado: una campera roja que la compañía nos da para sacar las fotos en los puertos fríos. Después de caminar durante horas bajo la lluvia poco constante de Busan, entramos a un supermercado.

Las calles que se alejan de las principales, las más locales, por las que no caminan turistas, esas son las mejores. Son las reales. Así encontramos, en medio de una vereda, una fuente con la estatua de un buda. En el agua, ofrendas. Alegrías como esas que no vienen con los turistas. Allí, en cambio, se encuentran super edificios y personas que parecen salidas de un manga.

Así que allí estaba yo, con mis manos en el bolsillo, el pelo inflado por la humedad y mi abrigo rojo bien prendido. Esperaba a Carlito, mi amgo de las Filipinas, bajo el techo del supermercado. Estaba rodeada de personas que se veían todas iguales bajo la velocidad que obliga la lluvia. Ellas no se molestaban en mirarme y yo no le prestaba atención a las diferencias entre uno y otro.

Pero a él lo vi.

Tenía el abrigo tan cerrado como yo, estaba perdiendo el pelo rubio y arrugaba sus ojos por la lluvia. No sé por qué levantó la vista, pero su cara blanca se encontró con mi cara blanca. En ese mar de pieles amarillas, él me sonrió, sacó su mano del bolsillo y saludó con una sonrisa. Algo en mi corazón - digamos que se llenó de humedad y se infló. Devolví el gesto con la misma intensidad en la sonrisa.

No sé. Nada.  No lo conozco. No sé quién ese hombre blanco es ni qué está haciendo en Corea del Sur. Si es turista, entonces ¿por qué está caminando por esa calle? ¿Se perdió? De ser así, ¿Por qué no pidió indicaciones? ¿De dónde será? ¿Vivirá en Corea del Sur? Iría o volvería a su casa, por eso caminaba con tanta determinación. ¿Cómo se llama?

Como ya escribí: no sé. Ideas tengo muchas. Y una cosa sí tengo clara: encontrar a una persona blanca, aunque sólo fuera a la pasada veloz de un día bajo la lluvia, hizo que del otro lado del mundo, no me sintiera sola.

(Weininger, Otto, fue un filósofo austríaco. Tuve que googlearlo para este post porque se me caían los dedos de la vergüenza de citar algo sobre una persona que no conozco)

Mi lado criminal



Monte Carlo, Mónaco

Monte Carlo me encontró con mi lado criminal. No requirió demasiado: sólo caminar dos cuadras desde el puerto hasta la calle principal. Una vez allí tenía resuelto comprarme un apartamento en ese principado. Sí, un apartamento, con vista al puerto y, de ser posible, cerca del puerto. No una casa ni mucho menos una mansión, después de todo, no soy tan codiciosa.

De la calle principal en más, caminé ideando mi plan maestro para juntar el dinero suficiente para mudarme a Monte Carlo. Después de todo, el alquiler más barato (que es el que pretendo conseguir porque, como dije, no soy codiciosa) es de 4.000 dólares.

Y la verdad es que caminé bastante porque para juntar todo ese dinero, mi cabeza tenía que idear un plan muy bueno. Pasé por el Casino y por más casas de Chanel que antes en mi vida (una cada dos o tres cuadras). Encontré unas escaleras demasiado alta para mi espalda que no está del todo sana en estos momentos pero por una cuestión de orgullo decidió subir, a conciencia de que una vez que llegara a la cima no encontraría más que casas y apartamentos (así fue), pero al llegar me puse a cantar The eyes of a tiger.

Así que acá están mis tres opciones. Mis tres planes ideales para juntar dinero rápido y mudarme a Monte Carlo:

1.       Tres negocios a la vez: venta de drogas, lavado de dinero y venta ilegal de armas. (No tengo idea de cómo comenzar ninguna de las tres cosas).
2.       Me caso con un tipo rico y lo convenzo de que si no vive en Monte Carlo no es nadie. (No tengo paciencia para esto).
3.       Un tío que no sé que tengo y que es el príncipe regente de un principado de Europa del Este que no sé que existe, se muere y me deja una buena parte de su herencia. (Es la opción más probable, la verdad).








sábado, 18 de agosto de 2012

Creo en las hadas



Lake District, Inglaterra

Llegué a Inglaterra para visitar a un ex novio. Esta va a ser la única vez en todo el texto que lo nombre: él me pidió (y me insistió, el bastardo) que lo fuera a visitar en mis vacaciones a York. Así que compré pasajes de ida a Leeds – Bradford, un ticket de ida en autobús a York y vagué por las calles de la ciudad con más fantasmas de Europa durante tres horas hasta que el susodicho salió de clase y me fue a buscar a la Catedral, frente a la estatua de Constantino, como habíamos quedado.

Listo, de ahora en más sólo hablar de cosas que valen la pena.

Al nacer, crecer y criarme en un país que tiene mucho pasto y vacas, las hadas, trolls y dragones son cuestiones de cuentos de hadas. Y nada más. ¿Dónde van a vivir las hadas? ¿entre las vacas, las ovejas, en el suelo pedregoso del norte o entre los pastores eléctricos del sur? Por supuesto que no existen, nada más están en Peter Pan. Con los trolls más o menos lo mismo. Nunca me asustó cruzar un puente (como esa persona que no voy a volver a nombrar) porque no había criaturas extrañas viviendo allí (las criaturas extrañas que viven bajo el puente Sarmiento tienen nombre y apellido, aunque no lo recuerden). Y los dragones son demasiado grandes para vivir en un país tan pequeño como Uruguay.

Esas cosas eran cuestiones de cuentos de hadas.

Hasta que llegué al norte de Inglaterra.

Era otoño y todo alrededor era verde. Un verde húmedo que crecía hasta en las piedras, en los troncos de los árboles, hasta al costado de la ruta. En ese costado de la ruta también había montañas de sal que son para las heladas del invierno: el auto resbala con la ruta helada y para que eso no suceda (y uno termine entre las ovejas o en un barranco), uno para el auto, dispersa sal en la ruta, vuelve al auto y marcha tranquilo.

Es el ábitat natural de las hadas. Caminar por los caminos del Lake district es como esperar que un bichito con alas (y con el vestido de Campanita) nos sorprenda detrás de un árbol o una piedra. Cada objeto en el paisaje parece colocado para una escenografía. Eso me parece a mí, después de crecer en un país natural, al menos; en el norte de Inglaterra viven más seres vivos que ovejas y seres humanos.



Y entendí por qué cruzar un puente puede llegar a dar miedo.

jueves, 2 de agosto de 2012

Brujas



La primera vez que fui a Brujas fue en el marco de una relación de poca amistad que moría. La segunda vez, me acompañó un nuevo conocido mientras fortalecíamos nuestra amistad.

Aquella vez era otoño. Los árboles perdían su refugio y una capa de hojas ocre tapaban parques y veredas. Meses después, lo único que recordaba de mi visita a Brujas eran tres cosas: 1. Que era una ciudad hermosa. 2. Que la vi tras las lágrimas. 3. Aquél pájaro que no me dejó comer mis papas fritas en paz. Esta vez, sin embargo, me asombré de todos los detalles que recordaba. Como que para ir al baño en la estación de trenes hay que pagar 50 centavos o que de camino entre la estación y la ciudad había un canal con un puente muy fotogénico. Arrastré a Jon, a su cámara y a la mía, esperando encontrar todas esas hojas como manta sobre el pasto seco. En su lugar, encontré niebla sobre el agua y pasto de un color muy verde.

A Bélgica me llevó la ex madrastra de mi hermano falso. Me dijo que una de sus mejores amigas vivía cerca de Amberes y que si quería, podría preguntarle si tenía lugar para mí por un par de días. No sólo eso, sino que también se ofreció a llevarme al otro país. Dos días antes me había peleado definitivamente con mi novio de aquel momento. Lo único que quería hacer a esa altura era esconderme en una cama y comer Nutella. Mucha Nutella. Sin embargo, me levanté temprano, traté de entender cómo es que funciona el sistema de boletos de trenes en Bélgica y me tomé el tren a Brujas. (Sinceramente creo que por un momento fui capaz de entender cómo funcionan esos boletos, pero no me considero apta para explicarlo).

En la casa donde pasaba la noche había una estudiante de intercambio brasilera. La nena me dio pena y me llenó de energías al mismo momento. Ella quería ir de intercambio, pero no quería aprender inglés. Después de pelearse con el padre porque en realidad ella quería saber hablar francés, se dio cuenta de que no quería ir a Francia por ese preconcepto que todos tenemos sobre la personalidad hostil de los franceses. Así que la madre le ofreció ir a Bélgica. En Bélgica hay tres idiomas oficiales: holandés, francés (aunque no se atreva uno a preguntarles si hablan francés) y alemán. La nena tenía una de tres oportunidades. Y no ligó bien. Fue a parar en la parte holandesa cuando no sabía siquiera presentarse en ese idioma. Ella se ofreció a acompañarme a Brujas, le agradecí y le dije que no era necesario. No tenía ganas de ser simpática.

Esta vez llegué con un nuevo amigo. Un compañero de trabajo con el que compartimos algunos mismos intereses y un placer inexplicable al hablar sin parar. Jon es sudafricano, siempre sale con su cámara de fotos y se le ocurren los planos más extraños de cosas muy simples. Deja que lo arrastre a todos lados sin preguntar y cuando él quiere ir a algún lugar, hace lo mismo.

Me encanta Brujas. Es una ciudad que se quedó en el tiempo. Una iglesia en cada cuadra, como si Bélgica tuviera que probar frente a sus vecinos protestantes que es un país católico. Cada esquina tiene una figura de la virgen o a Jesús colgando de cruces rectas, decoradas o puntiagudas. Como buena ciudad que supo ser mercante, tiene grandes espacios libres, plazas públicas para que los mercados tuvieran lugar. Pero a la misma vez, tiene calles angostas, húmedas que desembocan en canales llenos de botes. No puedo dejar la cámara quieta.

Caminábamos, entonces, por una calle de piedra, rodeados de edificios de vaya uno a saber qué siglo, cuando detrás de una ventana ancha, roja y con rejas negras, encontramos a una mujer sirviendo el desayuno a un niño. Hasta ese momento no me había percatado de que hay personas que viven en Brujas. Es como algo que se sabe, pero se deja aparte en algún rincón de la mente que no se toca para no romper con la magia del lugar. En cambio, tener a ese niño frente a mí, con el tenedor en la mano, volvió todo más real.