lunes, 29 de abril de 2013

Amen fashion


No, no se trata ni de la película italiana ni de la canción de Lady Gaga. Tampoco el venerado por tantos centroamericanos gracias a la imagen del Cristo crucificado que está en Guatemala. Aquí voy a contar sobre un pequeño negrito, un niño de sonrisa traviesa y cachetes grandes que decora una iglesia en la isla de St. Cristóbal y Nevis.

Si hace un par de años me hubieran contado que en el futuro iba a dedicar mis horas en los puertos a pasar tirada al sol en una playa, no habría creído. Sin embargo, al llegar al caribe me encontré haciendo justamente eso: salir del barco para buscar una playa o una piscina. El calor, tal vez, la hosquedad de algunas islas. El motivo que fuera, en mi primera visita a St. Kitts, seguí los pasos de un fotógrafo portugués que me llevaba a un resort donde había una piscina. 

De camino cometió el error de contarme que a unas cuadras había una iglesia que tenía un vitral de un niño jesús negro. Completamente descreída de sus palabras lo hice girar en redondo y llevarme a ese vitral.

Quiso el momento que ese día fuera domingo. Al llegar a la iglesia pocas cosas fueron posibles porque se estaba llevando a cabo una misa. Pocas cosas me parecen más molestas que interrumpir un rito para ciertas personas tan importantes. Nada de flashes, entonces. También me tomó tiempo ver el vitral, antes tuve el gusto de ver las tres primeras filas de la iglesia: todas estaban ocupadas por niños. Varones de pelo rapado y niñas con trensas y colitas, todos en vestidos y trajes color azul, de camisa blanca. Todos mirando al cura con atención hasta que entramos nosotros, los únicos dos blancos de la iglesia, entonces la atención de esas tres primeras filas se clavó en nosotros.

Cuando al fin llegué a ver el vitral, entonces todo tomó sentido. Ese niño Jesús no es diferente de todos los niños presentes en la misa. Es la imagen que se acerca a lo que conocen, es como ellos lo imaginan. La imagen de niño Jesús que estoy acostumbrada a ver, si vamos al caso, es un niño blanco y rubio, como son los niños que van a misa en el lugar donde crecí. A imagen y semejanza.



miércoles, 10 de abril de 2013

Detalles del mate


Hoy, a dos meses y medio de estar a bordo, abrí mi primer paquete de yerba. Tengo un mate de vidrio, un termo de medio litro (esos que usamos para el café) y un problema que, ahora, cuando sólo tengo un kilo de yerba, es grave: siempre, siempre, siempre, no importa qué haga o cómo trate de evitarlo, me paso con la yerba y termino tirando lo que sobra.

Hay pocas cosas como tomar mate afuera de Uruguay, afuera del círculo de conocedores del mate. En general, lo que pasa es que todos preguntan qué es con una expresión en la boca que nos dice que, en realidad, no les interesa la respuesta. En nuestra cabeza se forma una respuesta vana, ideada para salir del paso porque queremos evitar el asunto de las tradiciones y demás: es un té fuerte. Nota: nunca le digan eso a un inglés.

En general, las personas que he conocido en mi vida en los barcos, la mayoría de los curiosos se animan a probar. Siempre está esa persona que nos cuenta con orgullo que hizo el recorrido sudamericano y en Montevideo se compró un mate gigante que tiene de adorno en el living de su casa. Entre esos valientes que se animan a probar, las reacciones más comunes son las indias y las inglesas: a los indios no les disgusta, los ingleses lo detestan (especialmente si antes les decimos que “es como el té”.

Ahora no tengo invitados. Mi pequeño termo y mi mate de vidrio me hacen compañía. Espero que el tiempo pase lento, muy lento, como cuando uno está aburrido. 

domingo, 7 de abril de 2013

Sobre los portugueses


Según Mark Twain, los portugueses son: lentos, pobres, dormilones y haraganes. Como cuenta en Los inocentes en el extranjero, también le llama la atención que en Azores la moneda sea el reis y los cálculos económicos se hagan en… reis. Digamos que por eso el libro se llama “Los inocentes” en el extranjero en lugar de echarle la culpa a un americanismo extremo y que le llama la atención que la cuenta en el bar no le llegue en dólares americanos, básicamente, porque es la primera vez que sale de Estados Unidos y ese tipo de detalles son los que nos llaman la atención la primera vez.

Los portugueses que conozco no son ni lentos, ni pobres, ni dormilones (eso sí que no) y mucho menos haraganes. Uno de mis jefes y varios amigos comprueban lo contrario. Si son machos latinos, de los que se pegarían en el pecho para demostrar su fuerza; en su lista de amores primero está la mamá y enseguidita, enseguidita después está Portugal. Recuerdan a Magallanes y a todos aquellos marinos que descubrieron medio mundo como si la gloria del país se trasladara a 50 años atrás (y nosotros nos quejamos de la vanagloria de los mundiales del 30 y del 50). Pero no son dormilones, los que conozco, al menos, sí son fiesteros. Toda excusa es buena para ir al bar, para brindar. Son charlatanes, y no los llamaría haraganes, a ver que eso de la siesta no es responsabilidad portuguesa. Si podemos llamar “haraganería” a hacer las cosas bien y rápido para no tener que perder tiempo ni volver luego, entonces, sí son grandes haraganes.

En lugar de lentos los llamaría desorganizados. Ese actitud de no estar preparados y de que cuando la ola nos pegue vemos como nadamos; esa pasividad que gozamos todos los países descendientes latinos en los que esperamos a que pase algo antes de planear la solución. Y, ay, eso sí me cansa. Especialmente cuando semana tras semana todo se vuelve tan predecible pero no hay forma de evitar el problema. Esa falta de esquemas.

Los portugueses, como buenos machos, saben todo. Son expertos en la vida y no hay pregunta que no puedan responder. Si se da el caso de que no conocen la respuesta, jamás lo admitirán, en cambio, cambiarán de tema o hablarán tanto que marearán. O, como mi primer amigo portugués que gracias a él volví a trabajar en un barco, lleva todo al centro de la vida y da una respuesta amorfa sobre un tema del que no estamos tratando. Ellos saben, punto.
No hace falta rasgar demasiado la superficie para conocer esas personalidades, para saber que van a defender lo que es de ellos hasta el final, que tienen un sentido de lealtad muy pequeño y se termina en sus aprecios y en Portugal, que nadie goza de su protección a menos que sea por lealtad. Tienen en claro qué es de ellos, qué les corresponde y por qué pelear. Aunque, a veces, con esa pelea se les vaya la mano.

Por estar de novia con un portugués soy una protegida de toda la pequeña comunidad de personas que comparten esa nacionalidad en el barco. Me saludan y tratan como a una más, ofrecen ayuda y cada vez que pueden me recuerdan que elegí bien (y los que me conocen de antes: que esta vez elegí bien).




(Este texto fue leído y aprobado por un portugués que se enojó bastante al leer que los considero desorganizados  pero está de acuerdo con la situación del problema-solución).

jueves, 4 de abril de 2013

De diferencias culturales, tal vez


La vida de abordo no es fácil. Algunos se quejan de que están lejos de su familia, otros de que el tamaño de las duchas es inhumano. También se quejan de que estar todos los días en un lugar diferente del globo no es vida. Yo no me quejo, si vuelvo es porque quiero. Es cómo tomar un ascensor para ir al bar, no tener que esperar un bus ni sacar el auto del garaje para ir a trabajar. También me gusta tener compañeros de trabajo que hablan otros idiomas, como Nacho, un indio de Goa que me enseñó lo básico en hindú (cómo me llamo, cuantos años tengo, cómo estás y dónde queda el baño), o Carlito, un filipino que trató con sus mayores esfuerzos a enseñarme a regatear.

En cambio no me gusta compartir mi habitación. Soy egoísta. Mis cosas son mías y no se tocan. Demasiadas discusiones tuve con mi hermana desde que nació como para saber que lo que es mío es mío. Y lo comparto con quién yo quiero. En este caso “quien yo quiero” no es la que comparte mi habitación. Una canadiense petisita y, según una amiga argentina, con “cara de galletita” que además de ser desordenada, la rubia es sucia y me saca canas de todos colores. Hablá con ella, tené paciencia, es chica, todos consejos lógicos pero tontos, porque hay cosas que no son necesarias explicar. Por ejemplo: nena, si comés papitas no dejes todas las migas en la alfombra; o, nena, si venís de la playa sacate la arena antes de entrar al barco no en la puta ducha, y menos si no vas a limpiar la ducha. Esa es la magia de las diferencias culturales, supongo. Y podría ser peor, porque al menos esta petisa siempre está de buen humor y puedo decirle todas esas cosas que le tengo que decir.

Pero siempre hay un momento para hablar y otro para actuar. La verdad es que me cansé de hablar. Me encanta hablar. Puedo pasarme horas hablando, hasta se me derriten los helados porque hablo tanto. Hablar de la vida es una cosa, hablarle a esta chiquilina sobre cómo mantener un estándar de vida mínimo, es otra, especialmente porque sí tengo una hermana menor, pero no es ella, y porque no soy su madre.

Así que me cansé de limpiar sus vasos con restos de red bull y vaya uno a saber qué trago con frambuesa y llamé al cabin steward.

Es un indio buenmozo que viene del sur de la India. Muy respetuoso y de pocas palabras. Por primera vez, en tres contratos, necesito una persona que limpie la cabina en la que vivo. Y cabina es el nombre por algo: es lo que es, una cama, dos lockers, un escritorio y un baño chiquitito. Nada más que un lugar donde podemos apretar personas para hacer una fiesta. Y, sin embargo, hay que pagarle a otra persona para que venga a limpiar.

La verdad es que Sarath (así se llama) desde el primer momento me calló bien. Yo trataba, con todos mis esfuerzos, de hacerle hablar, pero era duro el indio. Demasiado respetuoso, nunca entraba a la habitación si había otra persona y si se daba la casualidad de que yo no trabajara cuando él llegara, me ofrecía volver más tarde hasta que yo le decía que no se preocupara, que me quedaba leyendo en el pasillo. Así se daba la cosa, yo tratando de saber de su vida, él riéndose de la mugre en la cama de mi roomate.

Hasta que se dio. Un día comenzó a hablar y luego no paró. Sarath es del sur de la India, habla 4 idiomas, los tres que son oficiales en su región e inglés. Era oficial de navíos en un país de arabia que no me acuerdo, pero por algo que no entendí terminó trabajando en la lavandería en Princess. Está casado, por supuesto, la esposa es muy bonita, hasta me mostró fotos, una india de pelo negro y largo con una marca roja entre ceja y ceja, flaquita y de la misma altura que él. Además, Sarath tiene una hija. Y esta es la mejor parte. Me dijo que desde hacía un mes era padre. Como cada vez que me entero de que hay un bebe de por medio me pongo tarada, le ofrecí mis felicitaciones y me mordí la lengua para no preguntar nada más que el nombre. Sin embargo, no estaba preparada para la respuesta: es una nena que no tiene nombre. Hasta después de los 6 meses no va a tener nombre, cosas de cultura, me dijo. Él quería un varón, pero llegó una nena. Le dije, en chiste, que me sentía ofendida porque yo también era la mayor y soy mujer, pero él respondió que no era por eso, sino por la dote: cuando quiera casar a esa nena va a tener que ofrecer muchos miles de dólares, de la misma forma que él recibió plata cuando se casó con su esposa. “Dote, ¿sabés lo que es?”, me preguntó.  Yo, ingenua de mí, que pensaba que eso ya no existía.

Nacho ya me había contado que es ilegal saber el sexo del bebe antes de que nazca, que es por cuestiones de abortos. Y la verdad que no sé qué fue lo que me llamó más la atención de esa conversación, si la nena no tiene nombre o si es que sus padres tienen que juntar más de 40 mil dólares para sacársela de encima si la quieren casar.

Post Data


En el post anterior se pasó de largo una tormenta que quebrara las conexiones en el aeropuerto de Carrasco, que el check in se hiciera a mano, que perdiera el segundo vuelo, que me mandaran a la ciudad de Panamá, de donde no me querían dejar salir por volar a Estados Unidos, donde tuve que rogar que llamaran al supervisor para que firmara la autorización. Pero que al fin, después de dos taxis y dos hoteles equivocados llegué al correcto, que después de cuatro horas de sueño llegué al barco. Que en la foto de identificación parezco cuasimodo (con un ojo más abierto y grande que el otro), aunque un amigo dice que parezco escritora de ciencia ficción.