La vida de abordo no es
fácil. Algunos se quejan de que están lejos de su familia, otros de que el
tamaño de las duchas es inhumano. También se quejan de que estar todos los días
en un lugar diferente del globo no es vida. Yo no me quejo, si vuelvo es porque
quiero. Es cómo tomar un ascensor para ir al bar, no tener que esperar un bus
ni sacar el auto del garaje para ir a trabajar. También me gusta tener
compañeros de trabajo que hablan otros idiomas, como Nacho, un indio de Goa que
me enseñó lo básico en hindú (cómo me llamo, cuantos años tengo, cómo estás y
dónde queda el baño), o Carlito, un filipino que trató con sus mayores
esfuerzos a enseñarme a regatear.
En cambio no me gusta
compartir mi habitación. Soy egoísta. Mis cosas son mías y no se tocan.
Demasiadas discusiones tuve con mi hermana desde que nació como para saber que
lo que es mío es mío. Y lo comparto
con quién yo quiero. En este caso “quien
yo quiero” no es la que comparte mi habitación. Una canadiense petisita y,
según una amiga argentina, con “cara de galletita” que además de ser
desordenada, la rubia es sucia y me saca canas de todos colores. Hablá con
ella, tené paciencia, es chica, todos consejos lógicos pero tontos, porque hay
cosas que no son necesarias explicar. Por ejemplo: nena, si comés papitas no
dejes todas las migas en la alfombra; o, nena, si venís de la playa sacate la
arena antes de entrar al barco no en la puta ducha, y menos si no vas a limpiar
la ducha. Esa es la magia de las diferencias culturales, supongo. Y podría ser
peor, porque al menos esta petisa siempre está de buen humor y puedo decirle
todas esas cosas que le tengo que decir.
Pero siempre hay un
momento para hablar y otro para actuar. La verdad es que me cansé de hablar. Me
encanta hablar. Puedo pasarme horas hablando, hasta se me derriten los helados
porque hablo tanto. Hablar de la vida es una cosa, hablarle a esta chiquilina
sobre cómo mantener un estándar de vida mínimo, es otra, especialmente porque
sí tengo una hermana menor, pero no es ella, y porque no soy su madre.
Así que me cansé de
limpiar sus vasos con restos de red bull y vaya uno a saber qué trago con
frambuesa y llamé al cabin steward.
Es un indio buenmozo que
viene del sur de la India. Muy respetuoso y de pocas palabras. Por primera vez,
en tres contratos, necesito una persona que limpie la cabina en la que vivo. Y
cabina es el nombre por algo: es lo que es, una cama, dos lockers, un
escritorio y un baño chiquitito. Nada más que un lugar donde podemos apretar
personas para hacer una fiesta. Y, sin embargo, hay que pagarle a otra persona
para que venga a limpiar.
La verdad es que Sarath (así
se llama) desde el primer momento me calló bien. Yo trataba, con todos mis
esfuerzos, de hacerle hablar, pero era duro el indio. Demasiado respetuoso,
nunca entraba a la habitación si había otra persona y si se daba la casualidad
de que yo no trabajara cuando él llegara, me ofrecía volver más tarde hasta que
yo le decía que no se preocupara, que me quedaba leyendo en el pasillo. Así se
daba la cosa, yo tratando de saber de su vida, él riéndose de la mugre en la
cama de mi roomate.
Hasta que se dio. Un día
comenzó a hablar y luego no paró. Sarath es del sur de la India, habla 4
idiomas, los tres que son oficiales en su región e inglés. Era oficial de
navíos en un país de arabia que no me acuerdo, pero por algo que no entendí
terminó trabajando en la lavandería en Princess. Está casado, por supuesto, la
esposa es muy bonita, hasta me mostró fotos, una india de pelo negro y largo
con una marca roja entre ceja y ceja, flaquita y de la misma altura que él.
Además, Sarath tiene una hija. Y esta es la mejor parte. Me dijo que desde
hacía un mes era padre. Como cada vez que me entero de que hay un bebe de por
medio me pongo tarada, le ofrecí mis felicitaciones y me mordí la lengua para
no preguntar nada más que el nombre. Sin embargo, no estaba preparada para la
respuesta: es una nena que no tiene nombre. Hasta después de los 6 meses no va
a tener nombre, cosas de cultura, me dijo. Él quería un varón, pero llegó una
nena. Le dije, en chiste, que me sentía ofendida porque yo también era la mayor
y soy mujer, pero él respondió que no era por eso, sino por la dote: cuando
quiera casar a esa nena va a tener que ofrecer muchos miles de dólares, de la
misma forma que él recibió plata cuando se casó con su esposa. “Dote, ¿sabés lo
que es?”, me preguntó. Yo, ingenua de
mí, que pensaba que eso ya no existía.
Nacho ya me había contado
que es ilegal saber el sexo del bebe antes de que nazca, que es por cuestiones
de abortos. Y la verdad que no sé qué fue lo que me llamó más la atención de
esa conversación, si la nena no tiene nombre o si es que sus padres tienen que
juntar más de 40 mil dólares para sacársela de encima si la quieren casar.