La primera vez que fui a Brujas
fue en el marco de una relación de poca amistad que moría. La segunda vez, me
acompañó un nuevo conocido mientras fortalecíamos nuestra amistad.
Aquella vez era otoño. Los
árboles perdían su refugio y una capa de hojas ocre tapaban parques y veredas.
Meses después, lo único que recordaba de mi visita a Brujas eran tres cosas: 1.
Que era una ciudad hermosa. 2. Que la vi tras las lágrimas. 3. Aquél pájaro que
no me dejó comer mis papas fritas en paz. Esta vez, sin embargo, me asombré de
todos los detalles que recordaba. Como que para ir al baño en la estación de
trenes hay que pagar 50 centavos o que de camino entre la estación y la ciudad
había un canal con un puente muy fotogénico. Arrastré a Jon, a su cámara y a la
mía, esperando encontrar todas esas hojas como manta sobre el pasto seco. En su
lugar, encontré niebla sobre el agua y pasto de un color muy verde.
A Bélgica me llevó la ex
madrastra de mi hermano falso. Me dijo que una de sus mejores amigas vivía
cerca de Amberes y que si quería, podría preguntarle si tenía lugar para mí por
un par de días. No sólo eso, sino que también se ofreció a llevarme al otro
país. Dos días antes me había peleado definitivamente con mi novio de aquel
momento. Lo único que quería hacer a esa altura era esconderme en una cama y
comer Nutella. Mucha Nutella. Sin embargo, me levanté temprano, traté de
entender cómo es que funciona el sistema de boletos de trenes en Bélgica y me
tomé el tren a Brujas. (Sinceramente creo que por un momento fui capaz de
entender cómo funcionan esos boletos, pero no me considero apta para
explicarlo).
En la casa donde pasaba la noche
había una estudiante de intercambio brasilera. La nena me dio pena y me llenó
de energías al mismo momento. Ella quería ir de intercambio, pero no quería
aprender inglés. Después de pelearse con el padre porque en realidad ella
quería saber hablar francés, se dio cuenta de que no quería ir a Francia por
ese preconcepto que todos tenemos sobre la personalidad hostil de los
franceses. Así que la madre le ofreció ir a Bélgica. En Bélgica hay tres
idiomas oficiales: holandés, francés (aunque no se atreva uno a preguntarles si
hablan francés) y alemán. La nena tenía una de tres oportunidades. Y no ligó
bien. Fue a parar en la parte holandesa cuando no sabía siquiera presentarse en
ese idioma. Ella se ofreció a acompañarme a Brujas, le agradecí y le dije que
no era necesario. No tenía ganas de ser simpática.
Esta vez llegué con un nuevo
amigo. Un compañero de trabajo con el que compartimos algunos mismos intereses
y un placer inexplicable al hablar sin parar. Jon es sudafricano, siempre sale
con su cámara de fotos y se le ocurren los planos más extraños de cosas muy
simples. Deja que lo arrastre a todos lados sin preguntar y cuando él quiere ir
a algún lugar, hace lo mismo.
Me encanta Brujas. Es una ciudad
que se quedó en el tiempo. Una iglesia en cada cuadra, como si Bélgica tuviera
que probar frente a sus vecinos protestantes que es un país católico. Cada
esquina tiene una figura de la virgen o a Jesús colgando de cruces rectas,
decoradas o puntiagudas. Como buena ciudad que supo ser mercante, tiene grandes
espacios libres, plazas públicas para que los mercados tuvieran lugar. Pero a
la misma vez, tiene calles angostas, húmedas que desembocan en canales llenos
de botes. No puedo dejar la cámara quieta.
Caminábamos, entonces, por una
calle de piedra, rodeados de edificios de vaya uno a saber qué siglo, cuando
detrás de una ventana ancha, roja y con rejas negras, encontramos a una mujer
sirviendo el desayuno a un niño. Hasta ese momento no me había percatado de que
hay personas que viven en Brujas. Es como algo que se sabe, pero se deja aparte
en algún rincón de la mente que no se toca para no romper con la magia del
lugar. En cambio, tener a ese niño frente a mí, con el tenedor en la mano,
volvió todo más real.
No hay comentarios:
Publicar un comentario