martes, 30 de agosto de 2011

martes, 2 de agosto de 2011

Pueblo chico

J. es una peruana preciosa. Es de esas latinas que nos dan nombre. Está de novia con A., un inglés muy atractivo que también es de esos que les dan nombre. Los dos son típicos: las actitudes, las palabras, hasta el color de pelo. En el medio me encontraron a mí: una nada típica latina que tiene un novio nada típico inglés. Ni siquiera nos coincide el color de pelo.

Escuchaba a J. y me convencía de que sí, que la gente tiene razón, que A. no es tan buena persona como yo pensaba, que la engaña, que es un borracho y mujeriego. Porque, bueno, a simple vista, lo que se ve de A. es el uniforme de oficial, que pasa las noches en el bar y que todas las mujeres lo miran (porque, para ser sincera, es imposible no mirarlo). Entonces, uno le contaba, el otro le aconsejaba y las amigas le exigían. J. no sabía a quién hacerle caso. A la vez, escuchaba a A. y me convencía con su racionalidad de que nunca la engañaría. Así estuve en medio de una relación más larga que mi estadía en la compañía, en un tire y afloje de personas ajenas a esa relación, con una amiga en pena.

A., con su racionalidad, llegó a mi corazón. Es que tiene razón, él no es estúpido. Borracho puede ser, pero de tarado no tiene un pelo. No va a transarse a cualquier mujer frente al resto del mundo que conoce a J. Lo que haga sin que nadie lo vea ya no me incumbe.

Después de haber vivido casi toda mi vida en un pueblo chico y un par de años en lo que para el resto del mundo es una ciudad chica, vivir en un barco es sólo una extensión. Es que nadie está libre de los comentarios, de los insultos, de los consejos. Es que hay que seguir haciendo las cosas a escondidas. Hay que seguir eligiendo con demasiado cuidado en quién confiar.

Probablemente llegué al barco para escaparme del pueblo chico, de la gente conocida, de las historias a escondidas. Y, ¿con qué me encontré? Con más de lo mismo, pero diferente color.