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viernes, 22 de noviembre de 2013

Viajar sola

Ayer encontré un post que escribí hace poco más de dos años, de la primera vez que fui a Bélgica (y se encuentra aquí). Al leerlo me acordé del momento como si hubiera ocurrido ayer. Estaba sentada en un bus con esta niña brasilera que había llegado a un lugar al que nunca había imaginado y estaba aprendiendo a hablar un idioma que consideraba obsoleto; trataba de cambiar todos sus planes futuros para que ese año de vida no fuera inútil ni quedara olvidado y luchaba contra sus costumbres al vivir con una familia que la consideraba inferior. "¿Vos comés sánguches de jamón y queso?", me preguntó con en entrecejo fruncido. Noté que al escuchar mi respuesta los músculos de su rostro se tranquilizaron: por supuesto que sí, le dije. "Porque no entienden que quiera poner jamón y queso, ellos sólo ponen uno de los dos". Traté de explicarle que era la magia de irse de intercambio. En el mío pasé tres meses viviendo en una casa con siete gatos, dos peces, un perro y un caballo (al menos el caballo no entraba a la casa), un zoológico con pelos de animal por todas partes.

Mujeres que viajan solas

En ese bus me preguntó por qué viajaba sola. Bueno, le dije, siempre quise viajar y en ese momento tenía el tiempo y el dinero mientras que mis amigos seguían en trabajo, universidad o no tenían interés en viajar como yo. No voy a dejar de viajar porque lo tenga que hacer sola, no voy a dejar de realizar un sueño porque nadie me apoye, esa era la base de mi pensamiento cuando compré mis pasajes a Amsterdam y luego todos los demás.

En Amberes, Bélgica
La verdad es que prefiero estar sola antes que mal acompañada. Y a lo largo de mi vida he sabido encontrarme muy mal acompañada como para estar segura que apoyo mi propia moción.

De autos vs. hermosos atardeceres


Suelo ir a ritmos diferentes, tampoco soy muy paciente y además, soy bastante brusca para juzgar a las personas o tengo química o no, situación que sucede en el primer encuentro. Más importante aún, me gusta estar sola. Me gustan cosas que se hacen en soledad (leer, escribir, mirar por la ventana de los trenes) y me gusta hacer esas cosas en abundancia. Cuando le dije a mi medio hermano que ver el atardecer en Andalucía por la ventana del tren fue uno de los mejores paisajes de mi euroviaje y que le recomendaba hacer un viaje así en tren, él se rió y mirando a la persona del costado dijo que seguro que renunciaba a la comodidad del auto por un atardecer. Pocas veces en la vida estuve más convencida de que había tomado la decisión correcta de viajar sola.

En Holanda. Los suecos-pantuflas y los molinos es lo que más
me gusta de este país tan moderno.
Londres: mind the (giant) gap (between me and the city of London)

A Londres llegué con 50 libras en el bolsillo. Costó llegar porque perdimos el vuelo y tuvimos que pagar por un barco (razón por la cual me quedé sin capital), y aunque mi compañero de viaje y yo teníamos toda la intención de caminar, conversar y vivir Londres, terminamos en el bar del edificio más alto de la city tomando vino blanco. Las cosas no siempre salen como uno planea. También recuerdo que nunca me sentí más fuera de lugar como en ese bar.


Tristeza

La niña brasilera me dijo que viajar sola le parece triste. Media hora después me contó que estaba planeando un euroviaje. Me pregunto qué habrá sido de ese euroviaje si sus nuevas amistades belgas no querían/podían ir con ella. ¿Habrá salido sola o habrá renunciado a ese sueño para no quedarse sola?

Considero que tristeza es aferrarse a personas que no nos hacen felices. Es renunciar a un sueño con tal de seguir en la burbuja que conocemos. Creo que sería muy triste haberme quedado en Uruguay con tiempo y dinero por el simple motivo de no tener con quién viajar.

Conocí a personas increíbles de todas partes del mundo, como aquella argentina con la que caminé por todo Roma, o la española, de Málaga, que llamaba "Cariño" a todo el mundo. También conocí a una francesa (en Bratislava) que consideraba que los hombres uruguayos eran los más hermosos del mundo, y así la lista sigue.



Conclusión

Viajar sola no sólo me acercó a mí misma, sino que me obligó a conectarme con mis ideas y sentimientos. No tenía escape, debía estar conmigo y cada vez que me peleaba, debía amigarme. Nunca me voy a arrepentir de salir sola, de alejarme de mi zona de confort, de conocer nuevas personas, de adentrarme en otras culturas. No. Y espero, de todo corazón, que esa niña brasilera haya aprendido a quererse más allá de toda cuestión y que haya realizado los viajes que soñaba, sola o acompañada. 





martes, 19 de noviembre de 2013

¿Qué hay al final del mundo?

NordKapp, Noruega.
He tenido el gusto de llegar al fin del mundo en dos ocasiones diferentes. La primera vez fue en Cabo Norte, en Noruega: el punto norte máximo de Europa. Llegué con dos amigos, Claudio y Laura, sin saber realmente qué esperar del fin del mundo, después de todo, sabemos desde que estamos en la escuela que el mundo es redondo (esa era la teoría de Colón, ¿verdad?).

No sé qué esperaba ver, pero no fue lo que vi. Mucho menos lo que sentí. Al llegar al límite del mundo, al borde del barranco donde se termina la tierra y comienza el océano Ártico, me sentí pequeña. Entendí, mejor que nunca, la expresión un grano de arena en el desierto, es que justamente de esa forma me sentía: insignificante.

Cabo Norte se siente como el fin del mundo. Como que ya no hay nada más después de la tierra, como si los monstruos marinos existieran y estuvieran al acecho.

Al llegar al fin del mundo por el norte, uno encuentra un marcador con los colores del arcoíris que indica latitud y longitud, una escultura del mundo, una de una madre con un pequeño hijo, y ocho medallones con creaciones que ocho niños de diferentes partes del mundo hicieron en un experimento de comunicación más allá del idioma. También hay una tienda de regalos donde uno encuentra varios trolles y la sensación completa y absoluta de que llegamos al final.

En Cabo de Roca, en cambio, mis sensaciones fueron completamente diferentes. En lugar de presenciar el fin, me vi cerca del inicio, comprendí por qué Colón estaba tan seguro de que la tierra era redonda, después de todo, es como se ve el horizonte desde esa altura del planeta: curvo.

Por supuesto que no puedo ser neutral en este asunto ya que gracias a que personas vieron esperanza y nuevas oportunidades de ese Cabo es que hoy los uruguayos somos lo que somos, en realidad, todas las personas que habitan los continentes Americanos son lo que son.

Cabo da Roca. Portugal. No es de extrañar que al final de su
 continente los europeos consideren que se termina el mundo.
Al final del mundo por el oeste, entonces, hay una placa que nos ubica justo donde estamos: al final del mundo, un faro, una cruz y un gran barranco. Todo eso, iluminado por el atardecer de otoño presentaba el más completo y romántico panorama que he visto.

En la inmensidad del océano que se presentaba frente a mí vi, a la distancia, pequeñas luces de barcos que se acercaban o alejaban de la costa y sentí esa emoción que sólo me representan los barcos, la emoción de que se acercan aventuras.





Ricardo mirando hacia el continente.


Cabo da Roca con una iluminación un tanto apocalíptica. Pero hermosa.



Con uno de mis amigos nórdicos en Cabo Norte.



El pequeño punto negro con los brazos estirados soy yo:
una pequeña nada en la inmensidad de nuestro planeta.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Miles de ojos esperando la llegada

Malta es una pequeña isla, un punto en el mapa que a no ser por su posición geográfica, que la acerca a todos los que supieron ser grandes imperios, sería insignificante. Pero gracias a estar donde está, a esta isla nunca la dejaron tranquila.

Su capital, La Valeta, se fundó gracias a las Cruzadas: era a donde se llevaban a los caballeros heridos para su recuperación. Fue parte de muchas naciones, tanto que el idioma maltés es una mezcla de inglés, árabe, quién-sabe-qué-más; luego de pasar por diferentes religiones, se definió la católica, por lo que para demostrar esa decisión, colocaron una virgen o un santo en un pedestal en cada esquina.

Siempre fue una isla de guerra, desde la época de las cruzadas hasta la Guerra fría, Malta estuvo involucrada en este o aquel conflicto y no puedo dejar de pensar en eso mientras me acerco a la isla. A lo lejos, desde el mar, se ve un punto color ocre. El barco se acerca, despacio, esperando al piloto y en la entrada a La Valeta, todos los edificios de piedra de ese color tan particular se me antojan a miles de ojos observando cada movimiento de los barcos que se acercan y se alejan del fuerte, las ventanas son agujeros negros que contrastan con el color ocre que reina en la sila. Y mientras más nos acercamos, más observada me sentía.

La Valeta siempre me resultó horriblemente calurosa. Al estar al sur de Italia, tan cerca de Africa, bueno, todo Malta es calurosa, pero más allá de la temperatura ambiente, ese color anaranjado que cubre la ciudad y las calles pequeñas, embotan el aire y hacen que uno se siente preso de la falta de brisa. Por suerte para nosotros, llegamos a otro lugar, donde reinaban los colores y el aire del mar se colaba por todos los callejones.

Cruzamos media isla al sur para llegar a un puerto pesquero donde los botes estaban todos pintados de colores llamativos, donde los edificios eran más blancos que ocres y la costa estaba vestida de cafés. Hermoso paisaje para olvidarse de todos los ojos que me observaron por la mañana.

Malta resultó ser una sorpresa pues esperaba el bochorno de las calles pequeñas de La Valeta, sin embargo, cambió por completo mi visión de la isla. Sí que es una joya del mediterráneo.


Pueden leer el artículo sobre Malta que escribí para la revista Seisgrados de Uruguay pinchando aquí.

viernes, 18 de enero de 2013

Sobre el valor del dinero. O cómo sentirse en casa en el extranjero


Barcelona, España

Llegué a Barcelona con 95 centavos.

El banco no me daba más dinero y de mi monedero bien podría haber salido una mosca. Estaba en el aeropuerto y sólo fui capaz de comprar el billete de bus que me iba a dejar en la plaza España antes de contar moneda por moneda y llegar a la magnífica cifra de 95 centavos.

Pero fui muy afortunada. El plan original era ir a París. De haber llegado a ese destino con todo mi dinero, habría dormido en un parque. En Barcelona, en cambio, vive la mejor amiga de mi mamá, a la que tengo el gusto de llamar tía.

Ella, que como buena secretaria ejecutiva es organizada, detallista y conversadora, me había aconsejado cómo llegar desde el aeropuerto a su apartamento: comprá tal boleto de metro, bajate en tal lugar, caminá hacia este lado, etc. Así que cuando llegué y le dije que había ido en bus tuve que esperar a que terminara su discurso de reto porque me había salido más caro, para luego aclararle: tengo… y ya todos sabemos la suma.

Hay dos cosas de mis dos meses y medio en Europa que me hicieron madurar: pagar mi pasaje a Amsterdam y a cada uno de los destinos. Y quedarme sin dinero. Por supuesto que las ruinas, la historia, la gente, y todo lo demás, pero ateniéndonos a un plano puramente frío y material: tener y no tener plata. Y, en este momento, me encuentro en la parte de la historia en la que, literalmente, no tengo un peso.

Cuando recuperé el poder de decisión sobre un dinero que era mío me di cuenta de que pensaba dos veces si ese imán para la heladera de mi mamá era realmente necesario. Como bien dicen, el dinero no es todo, hasta que no se tiene en tierra extraña y sola.

-x-x-x-

De mi semana en Barcelona guardo algunos de los recuerdos más lindos. Caminar por la rambla con uruguayos emancipados, de ir a elegir carne con corte argentino con mi tía y su marido. De escuchar la pregunta: ¿Por qué calle querés caminar, por la de las putas o por la de los ladrones? Y sin pensarlo dos veces elegir la primera. De sentarme a ver como el sol se escondía detrás de las montañas y pintaba de naranja al Colón que señala mi hogar.

También fue mi semana de pereza. De acostarme temprano y levantarme tarde. De que se me fuera el insomnio. De terminar de escribir un guión, de ponerme al día con mis apuntes de viaje y hasta leer algún libro. Tardes de Starbucks y mañanas de mate.

Mi semana en Barcelona se sintió como volver a casa: Con mate. Con un cuarto para mí. Con un espacio. Con gente que quiero y me quiere por lo que soy, porque si era por tener, nada más tenía excusas de dónde había dejado todo mi dinero.

-x-x-x-

A Barcelona volvería en cada una de las vacaciones de mi vida y nunca me sentiría desilucionada ni defraudada por lo que esta ciudad tiene para ofrecer. Aunque, a los papeles inversos, soy yo la que no tiene mucho para ofrecerle a la ciudad. Cada vez que llego soy como el peor de los parásitos que se sube al lomo del Montjuic y le chupa toda la sangre a la ciudad.

Así que volví a ella. Esta vez con capital en mi bolsillo, un amigo que no hablaba español y el mapa del subte en mi celular. Jon, que a diferencia de mí planea todo su día y arma un mapa mental de los lugares a los que quiere llegar, que acostumbra a detenerse frente al mapa y estudiarlo unos minutos antes de comenzar a caminar, que prueba cervezas locales en cada nueva ciudad que visita, que siempre tiene alguna reseña de la ciudad antes de llegar a ella, ese Jon, mi amigo, me invitó a ir a ver la Sagrada familia, luego el parque Güell y después caminar por las ramblas. Al parecer teníamos un plan.

Lo peor, es que todo se dio de acuerdo al plan. Menos dos coreanos-estadounidenses que trataron de pegarse a nuestro día por Barcelona, pero fuimos lo suficientemente astutos como para sacárnoslos de encima con clase (y sin recibir ninguna suspensión por maltratar pasajeros). Considero que es aburrido cuando todo se da de acuerdo a lo planeado. Sin embargo, con Jon es medio difícil aburrirse porque cuando creo que mi plafón está bajando, él comienza a hablar. Y luego no para.



Tienen algo los lugares en los que me siento como en casa que no me preocupo en descifrar. Barcelona es cómoda. Es conocida. Es fácil. Es relajante. A la vez, es magnífica. Intrigante, encantadora, con ese acento musical y palabras dulces dedicadas a desconocidos.