Barcelona, España
Llegué a Barcelona con 95 centavos.
El banco no me daba más dinero y de mi monedero
bien podría haber salido una mosca. Estaba en el aeropuerto y sólo fui capaz de
comprar el billete de bus que me iba a dejar en la plaza España antes de contar
moneda por moneda y llegar a la magnífica cifra de 95 centavos.
Pero fui muy afortunada. El plan original era
ir a París. De haber llegado a ese destino con todo mi dinero, habría dormido en un
parque. En Barcelona, en cambio, vive la mejor amiga de mi mamá, a la que tengo
el gusto de llamar tía.
Ella, que como buena secretaria ejecutiva es
organizada, detallista y conversadora, me había aconsejado cómo llegar desde el
aeropuerto a su apartamento: comprá tal boleto de metro, bajate en tal lugar,
caminá hacia este lado, etc. Así que cuando llegué y le dije que había ido en
bus tuve que esperar a que terminara su discurso de reto porque me había salido
más caro, para luego aclararle: tengo… y ya todos sabemos la suma.
Hay dos cosas de mis dos meses y medio en
Europa que me hicieron madurar: pagar mi pasaje a Amsterdam y a cada uno de los
destinos. Y quedarme sin dinero. Por supuesto que las ruinas, la historia, la
gente, y todo lo demás, pero ateniéndonos a un plano puramente frío y material:
tener y no tener plata. Y, en este momento, me encuentro en la parte de la
historia en la que, literalmente, no tengo un peso.
Cuando recuperé el poder de decisión sobre un
dinero que era mío me di cuenta de que pensaba dos veces si ese imán para la
heladera de mi mamá era realmente necesario. Como bien dicen, el dinero no es
todo, hasta que no se tiene en tierra extraña y sola.
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De mi semana en Barcelona guardo algunos de los
recuerdos más lindos. Caminar por la rambla con uruguayos emancipados, de ir a
elegir carne con corte argentino con mi tía y su marido. De escuchar la
pregunta: ¿Por qué calle querés caminar, por la de las putas o por la de los
ladrones? Y sin pensarlo dos veces elegir la primera. De sentarme a ver como el
sol se escondía detrás de las montañas y pintaba de naranja al Colón que señala
mi hogar.
También fue mi semana de pereza. De acostarme
temprano y levantarme tarde. De que se me fuera el insomnio. De terminar de
escribir un guión, de ponerme al día con mis apuntes de viaje y hasta leer
algún libro. Tardes de Starbucks y mañanas de mate.
Mi semana en Barcelona se sintió como volver a
casa: Con mate. Con un cuarto para mí. Con un espacio. Con gente que quiero y
me quiere por lo que soy, porque si era por tener, nada más tenía excusas de
dónde había dejado todo mi dinero.
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A Barcelona volvería en cada una de las
vacaciones de mi vida y nunca me sentiría desilucionada ni defraudada por lo
que esta ciudad tiene para ofrecer. Aunque, a los papeles inversos, soy yo la
que no tiene mucho para ofrecerle a la ciudad. Cada vez que llego soy como el
peor de los parásitos que se sube al lomo del Montjuic y le chupa toda la
sangre a la ciudad.
Así que volví a ella. Esta vez con capital en
mi bolsillo, un amigo que no hablaba español y el mapa del subte en mi celular.
Jon, que a diferencia de mí planea todo su día y arma un mapa mental de los
lugares a los que quiere llegar, que acostumbra a detenerse frente al mapa y
estudiarlo unos minutos antes de comenzar a caminar, que prueba cervezas
locales en cada nueva ciudad que visita, que siempre tiene alguna reseña de la
ciudad antes de llegar a ella, ese Jon, mi amigo, me invitó a ir a ver la Sagrada
familia, luego el parque Güell y después caminar por las ramblas. Al parecer
teníamos un plan.
Lo peor, es que todo se dio de acuerdo al plan.
Menos dos coreanos-estadounidenses que trataron de pegarse a nuestro día por
Barcelona, pero fuimos lo suficientemente astutos como para sacárnoslos de
encima con clase (y sin recibir ninguna suspensión por maltratar pasajeros).
Considero que es aburrido cuando todo se da de acuerdo a lo planeado. Sin
embargo, con Jon es medio difícil aburrirse porque cuando creo que mi plafón
está bajando, él comienza a hablar. Y luego no para.
Tienen algo los lugares en los que me siento
como en casa que no me preocupo en descifrar. Barcelona es cómoda. Es conocida.
Es fácil. Es relajante. A la vez, es magnífica. Intrigante, encantadora, con
ese acento musical y palabras dulces dedicadas a desconocidos.