Mi aberración por los paraguas:
no sé cuando surgió. Creo que tenía algo que ver con sentir la naturaleza y
bla, bla, bla. Mi abuela nos regalaba cada navidad un paraguas made in China con
un cuadrillé espantoso (y por algún motivo tal vez, el mío siempre era en tonos
de beige y marrón) que se rompía ante el primer vientito. Con uno de esos
paraguas me mudé a Montevideo.
Pretendí usarlo para ir a la
universidad, llenarme de valor y ahorrarme el dinero de un taxi (qué tonta). Así
que caminé sin problemas a la parada. El problema fue cruzar la avenida para ir
a la universidad: el paraguas, como dije, se cambió de bando ante el primer
vientito. Ese día escribí que Montevideo era un lago y yo un pato.
También me pasó un viernes de
noche. Había quedado de encontrarme con mis nuevas amigas de facultad en quién
sabe qué bar para cenar antes de ir a bailar. Por hacerme la aventurera me tomé
un ómnibus que no conocía bajo un diluvio oscuro que empañaba los vidrios y
nublaba la vista. Mi (nuevo) paraguas me traicionó en la segunda cuadra al
intentar enmendar el error de bajarme en la última parada del ómnibus.
Lo peor de todo con esas tormentas
es que no importa qué tan bueno sea el paraguas (de todas formas), porque el
pelo se va a inflar con la humedad igual y los zapatos se van a mojar por los
charcos de agua (especialmente en Montevideo donde las baldosas están tan bien
ubicadas –y no me sale pensar en eso sin ironía).
Así que cuando llegué a Qingdao
(China) y vi como el cielo se cubría de nubes negras, comprar un paraguas no se
me cruzó por la cabeza. Lo que sí se me ocurrió fue comprarme un gorro y una
bufanda. Vaya uno a saber por qué terminé comprándome también un paraguas. A
cuadrillé. Pero esta vez, en tonos azules. No llovió. No cayó ni una gota.
Sí tuve la oportunidad de usar mi
paraguas: Ketchikan, Alaska, en la ciudad que recibe más lluvias en Estados
Unidos. Estuve allí un día a la semana durante cuatro meses y si digo que me
llovió diez de esos días tal vez exagero. Juneau, en cambio, la capital de
Alaska, que nada más es famosa porque tiene la cervecería Alaska y por ser la
capital y de la que nadie menciona nada sobre la lluvia, me hizo estrenar mi
paraguas.
No vale describir el día, porque
decir que llovía a cántaros y el viento volaba en todas direcciones nada más se
entiende con la palabra “tormenta”, pero a mí se me había ocurrido que tenía
que bajarme del barco. Que tenía que ir a aquella librería de esquina que tanto
me gustaba. Y también quería un chocolate caliente. Mi novio (ahora ex) me
mandó a pasear sola.
Salir no fue tan complicado. Mi gorrito de aviador se las
arregló solo. El paraguas, que ya tenía su lugar reservado en uno de los
bolsillos de la mochila, no iba a encontrar oportunidad. Así que entré a la
librería y me puse a conversar con ese muchacho de lentes grandes y barba
oscura que siempre me preguntaba sobre el libro de Kapuscinski que me gusta. Me
compré un libro de Kundera.
Mi bonito paraguas Made in China
y comprado allí también casi que por casualidad, resistió al viento alaskeño de
vuelta al barco. Con una mano abrazaba mi nuevo libro de Milan Kundera, con la
otra me aferraba al mango del paraguas como si quedaran pocas cosas más sobre
la tierra.
En Viena me compré otro paraguas.
Uno que tiene El beso de Klimt. Made in Austria. No sé dónde está.