sábado, 28 de julio de 2012

Paisanos

Cuando se está tan lejos de casa, todo lo que sea similar a la cultura propia es más que bienvenido. A mí, por ser de un país tan chiquito y poco nómade, me cuesta encontrar personas que hayan crecido viendo a Cacho bochinche como yo. Como consecuencia, me agarro paisanos donde puedo. 


El año pasado tuve suerte. Conocí a Leti. Una montevideana que tiene familia viviendo frente a la casa de mi abuela (¿Cuáles son las posibilidades?), así que una vez que dejamos el Diamond Princess, nos volvimos a encontrar frente a la heladería a la que las dos íbamos cuando éramos chicas. También había un par de argentinos con los que crecimos viendo Chiquititas y Rebelde Way.


Esta vez la suerte me atacó por otro lado. Nada de paisanos propios. Ni siquiera personas con las que crecí viendo las mismas telenovelas. Esta vez me presentaron al tecladista de una de las bandas: es argentino, me dijeron. Y la segunda pregunta que le hice fue si tenía mate.


La verdad es que no sé cómo me hice amiga de Claudio. Un baterista treintañero que ha vivido en diferentes lugares del mundo y que sabe que a Sting lo echaron de Princess por no saber leer música. Él sale en cada puerto con su Nikon D90 y saca mejores fotos que yo (que tampoco es tan complicado, pero como yo no toco mejor la batería que él, me pega en el orgullo).


Y de ahí en más todo surgió con relativa calma. Tranquilo pero seguro. Llegaron el resto de los argentos a mi vida.



Claudio se está por ir. No me gusta cuando la gente se va.

martes, 24 de julio de 2012

De Paraguas



Mi aberración por los paraguas: no sé cuando surgió. Creo que tenía algo que ver con sentir la naturaleza y bla, bla, bla. Mi abuela nos regalaba cada navidad un paraguas made in China con un cuadrillé espantoso (y por algún motivo tal vez, el mío siempre era en tonos de beige y marrón) que se rompía ante el primer vientito. Con uno de esos paraguas me mudé a Montevideo.

Pretendí usarlo para ir a la universidad, llenarme de valor y ahorrarme el dinero de un taxi (qué tonta). Así que caminé sin problemas a la parada. El problema fue cruzar la avenida para ir a la universidad: el paraguas, como dije, se cambió de bando ante el primer vientito. Ese día escribí que Montevideo era un lago y yo un pato.

También me pasó un viernes de noche. Había quedado de encontrarme con mis nuevas amigas de facultad en quién sabe qué bar para cenar antes de ir a bailar. Por hacerme la aventurera me tomé un ómnibus que no conocía bajo un diluvio oscuro que empañaba los vidrios y nublaba la vista. Mi (nuevo) paraguas me traicionó en la segunda cuadra al intentar enmendar el error de bajarme en la última parada del ómnibus.
Lo peor de todo con esas tormentas es que no importa qué tan bueno sea el paraguas (de todas formas), porque el pelo se va a inflar con la humedad igual y los zapatos se van a mojar por los charcos de agua (especialmente en Montevideo donde las baldosas están tan bien ubicadas –y no me sale pensar en eso sin ironía).

Así que cuando llegué a Qingdao (China) y vi como el cielo se cubría de nubes negras, comprar un paraguas no se me cruzó por la cabeza. Lo que sí se me ocurrió fue comprarme un gorro y una bufanda. Vaya uno a saber por qué terminé comprándome también un paraguas. A cuadrillé. Pero esta vez, en tonos azules. No llovió. No cayó ni una gota.

Sí tuve la oportunidad de usar mi paraguas: Ketchikan, Alaska, en la ciudad que recibe más lluvias en Estados Unidos. Estuve allí un día a la semana durante cuatro meses y si digo que me llovió diez de esos días tal vez exagero. Juneau, en cambio, la capital de Alaska, que nada más es famosa porque tiene la cervecería Alaska y por ser la capital y de la que nadie menciona nada sobre la lluvia, me hizo estrenar mi paraguas.
No vale describir el día, porque decir que llovía a cántaros y el viento volaba en todas direcciones nada más se entiende con la palabra “tormenta”, pero a mí se me había ocurrido que tenía que bajarme del barco. Que tenía que ir a aquella librería de esquina que tanto me gustaba. Y también quería un chocolate caliente. Mi novio (ahora ex) me mandó a pasear sola.

Salir no fue tan complicado. Mi gorrito de aviador se las arregló solo. El paraguas, que ya tenía su lugar reservado en uno de los bolsillos de la mochila, no iba a encontrar oportunidad. Así que entré a la librería y me puse a conversar con ese muchacho de lentes grandes y barba oscura que siempre me preguntaba sobre el libro de Kapuscinski que me gusta. Me compré un libro de Kundera.

Mi bonito paraguas Made in China y comprado allí también casi que por casualidad, resistió al viento alaskeño de vuelta al barco. Con una mano abrazaba mi nuevo libro de Milan Kundera, con la otra me aferraba al mango del paraguas como si quedaran pocas cosas más sobre la tierra.

En Viena me compré otro paraguas. Uno que tiene El beso de Klimt. Made in Austria. No sé dónde está.

sábado, 7 de julio de 2012

De relaciones

Todos culpan a los barcos. Es imposible que una relación funcione en un barco. Es imposible que dos personas se sean fieles en dos meses de vacaciones sin verse. Amor de lejos, felices los cuatro. Y las excusas fluyen: es que estoy mucho tiempo lejos de casa, es que cuando estoy en casa no estoy siempre con ella, es que nada más pasó. Etc.

Uno no deja de ser uno mismo por trabajar lejos de casa. Por compartir habitación, no tener que cocinar ni tomar un bus para ir a trabajar. El carácter se intensifica, así que todos aquellos que se inventan una vida, son mentirosos y todos aquellos que engañan porque están lejos, son infieles.

Pero entre todas estas historias donde las dos partes terminan llorando, una lastimada, la otra por vergüenza, también se encuentran otras, en las que la paciencia y la voluntad sacan sonrisas. Como L y C, que lo único que tenían en común era el idioma inglés. Él de Nueva Zelanda y ella de Sudáfrica.

Considero que hay cosas que no son para cobardes. L y C son cualquier cosa menos almas débiles.