sábado, 28 de mayo de 2011

Cambio de paisaje

Dejamos Asia atrás. Alaska nos dio la bienvenida.

8 días de estar rodeada de agua me pareció suficiente. A veces hasta demasiado. Me sentía destemplada. Abajo del uniforme me ponía la única remera de manga larga que traje y dormía con tres acolchados. Justo yo que nunca fui friolenta. Mis manos estaban siempre frías hasta el punto que un amigo me regaló un par de guantes.

El paisaje cambió totalmente. En Asia los días en el mar eran días en el mar donde no se veía más que agua hacia donde se mirara por los cuatro puntos cardinales. En Alaska, en cambio, los días en el mar están llenos de montañas, pintos y picos nevados. De pequeños pueblos al lado del agua o de astilleros perdidos en medio de la nada. Alaska es verde, grande. Es hermoso. Es la primavera más fría que he vivido.


Materiales

En este momento tengo:
- chicles chinos
- galletitas rusas
- tomo en un vaso de Corea del sur
- pop tarts de Estados Unidos
- aún me quedan dulces de vietnam
- tres muñecas con trajes típicos vietnamitas para las tres bebas más bonitas.
- botellas de agua de Tailandia
- un papel que indica que puedo entrar y salir de Estados Unidos mientras el barco donde trabajo esté en ese país.
- una vista maravillosa en el café de Vancouver desde donde estoy escribiendo.

sábado, 21 de mayo de 2011

Balalaika, vodka y fútbol

Vladivostok.

Cerca del apartamento donde vivo hay una fuente llena de candados. Representan el juramento de amor eterno de todas las parejas valientes que se atreven a sellas su amor en esa fuente.

En Vladivostok encontré llaveros cerrados alrededor de un monumento. Luego de jurar amor hasta que la muerte los separe (o los abogados hagan su trabajo) ante el gobierno, las parejas llevan sus candados a este monumento (que, por cierto, es en honor de dos hombres de ciencia) y sellan su amor.

Hace un par de años cree un personaje. Era un hombre desconforme con su ambiente, que no le gustaba como las personas a su alrededor lo veían. Él se consideraba superior a las habladurías, aunque para esas otras personas él fuera el mejor de todo el pueblo. Nicolás (así se llamaba), entonces, metió sus cosas en un bolso y se fue a descubrir el mundo, a buscarse. Vivió aquí y allá, trabajo en lugares poco comunes, en otros muy comunes. Hasta que llegó a Rusia, al extremo este. Allí, sentado mirando al agua, supo que no podía llegar más lejos. Que tampoco importaba qué tan lejos de su casa llegara, siempre iba a estar con él. En el extremo este de Rusia decidió que era tiempo de volver a casa.

Jamás pensé llegar al extremo este de Rusia. A donde nace la vía del transiberiano. Siempre pensé que me gustaría ir a Moscú, pero Rusia es tan grande que nunca me visualicé en el lugar por el que estuve caminando. No sabía qué esperar, sin embargo, la expectativa era gigante. Frío terrible y niebla. Tampoco es que tenga ropa abrigada, mi campera de nylon es de lluvia y de verano. No me importó. Estaba en Rusia. No me permití quejarme mientras estuviera en suelo ruso.

La primera persona rusa con la que hablé se llamaba Anastasia; lo tomé como una buena señal. Luego también conocí a una Ania, una Olga y un Ivan. Esos nombres que suenan terriblemente rusos. Le pregunté a Ania cómo sería mi nombre en Ruso; “Catalina” no le sonaba a nada, pero cuando le dije (en inglés) que me llamaba como Catalina la Grande, tiró la cabeza hacia atrás, sonrió y dijo “Katia es el apodo”. Así que cuando llegaron dos hombres rusos jóvenes y con ganas de practicar inglés, Ania me presentó como Katia.

En inglés no sabían demasiado: hola, cómo andas y tomar vodka. Fue todo lo que dijeron. Luego Ania tradujo. Me preguntaron de donde era: de Uruguay. ¡Ah, fútbol! “Ania, Katia, vodka, balalaica e fútbol”. Ania me dijo luego que algunos hombres rusos eran bien y que otros (los señaló) eran raros.

Bangkok

Calles finas, tránsito pesado, comida callejera y comedores sin paredes. La foto de los reyes cada pocas cuadras y los comercios con pequeños templos a la entrada.
Mucho calor.
Después de caminar sin rumbo un par de cuadras, de resignarme a la idea de que no sé leer un mapa (es que sí sé), paré un tuctuc cuyo conductor, por supuesto, no hablaba inglés. Así que le mostré el dibujo en el mapa a donde quería llegar: el edificio de la Asamblea Nacional. Sí supo decirme en inglés cuánto me cobrara por llegar. Una vez negociado el precio subí y me dejé llevar por una corriente que va a contramano (manejan por la izquierda), en un tránsito que no siempre respeta los semáforos.
La asamblea nacional y la estatua del rey Rama V estaban llenas de vendedores callejeros. Ferias con peluches coloridos, ositos amorosos, de graduación, flores. Y este otro conductor que daba vueltas a mi alrededor ofreciendome diferentes destinos a bajo precio. No tenía nada mejor que hacer, así que acepté su recorrido: primero un templo budista llamado Wat Benchamabophit, luego, el Buda Dorado, tercero el mercado de joyas y por último, la montaña dorada. Perfecto.
Cuando llegamos al primer destino me descansé completamente en Dong (el conductor). Me dijo que me esperaba en la puerta del templo, que yo entrara. Movía las manos más que la boca, como su inglés no es bueno y yo no hablo tailandés, entonces las manos eran, muchas veces, la única comunicación clara.
No soy budista. Es una filosofía de vida que me interesa, con la que podría sentirme muy cercana si estudiara un poco más sobre sus fundamentos y aspiraciones, pero de momento me considero más cristiana (aunque tampoco sigo ninguna religión al pie de la letra). Sin embargo, entrar a los templos llena de una energía especial que transforma a la persona en la religión que haya dedicado el culto. Al menos es lo que me pasa a mí: entro a una catedral cristiana y me enamoro de cada recoveco en la arquitectura, pues con este templo budista fue más o menos similar. No podía entender por qué me negaba tanto a convertirme en budista después de ver todas esas construcciones. Y ni hablemos de los cultos. Un casamiento judío, entiendo completamente la tradición, me gustan sus costumbres; una misa católica y cada palabra que sale de la boca del cura me llega al alma, me dan ganas de volver. Fue la primera vez que estuve en un culto budista. Me encontré sentada en una silla, agarrada con fuerza del asiento y mirando sin parpadear a los monjes que cantaban con ritmo y sintonía algo que no tengo idea de qué es.
¿Cómo llegué a esa situación? Mi intención era sacar algunas fotos de un templo budista. Otras veces había sacado fotos de Budas, pero templo era el primero. Al reparo de la sombra había monjes almorzando, también personas dedicando sus rezos a diferentes estatuas. Pero yo caminaba derecho, hacia los monjes sentados como indios, todos en fila. Un hombre pasaba un hijo blanco entre los monjes. Frente a ellos había alguna personas sentadas, que cuando me vieron comenzaron a llamarme a viva voz. Como si sus palabras (en inglés, por cierto), no fueran suficiente, las mujeres también usaban las manos.
Sonrisa enorme y zapatos en la entrada. No me pude resistir. No se me ocurrió ningún motivo para decir que no. Así que terminé en primera fila de un rito budista que la familia dedicaba a la abuela recién fallecida. Para mí todo sonaba a armonía. Sin embargo, me sentía totalmente ajena al rito, me sentía como una intrusa. La familia me hacía preguntas: de dónde era, cuántos años tenía, cómo me llamaba. Suerte que no me preguntaron si era budista, o creo que habría mentido… “sí, desde hace años”. No me quería ir. La familia no quería que me fuera: me invitaron a almorzar. Pero la comida tailandesa tiene tendencia a ser picante y mi paladar no soporta el sabor del curri (ni de ningún otro picante). Además, Dong estaba afuera, esperándome, al sol. Les agradecí, contuve las ganas de abrazarlos y me fui.
Segundo destino. Fábrica de joyas. Una gran táctica de negocio: primero te dan la bienvenida con una gaseosa. Luego, te llevan a la fábrica, donde cada hombre está sentado en un espacio particular, con su luz y sus instrumentos. Algunos tallan joyas, otros funden el oro o la plata, otros dan la forma y también están los que colocan las piedras en el anillo, caravana o sea lo que sea lo que armen. Es una obra de arte en serie. Por último, entramos a la tienda. Desde el primer momento dos mujeres se pelearon por mi atención. Les dije que no tenía dinero, que no perdieran el tiempo, además, les mostré mis manos sin joyas, pero una de ellas dijo que no pasaba nada, que también tenían caravanas (si, mis caravanas enormes suenan cada vez que me muevo), así que la otra mujer se fue.
Tercer destino: Buda dorado. Parece que no me voy a aburrir de ver Budas. Tal vez es porque suena tan lejano a mí. Suena exótico. Sí conozco personas que son budistas, que a determinadas horas cantan en palabras extrañas cosas maravillosas. Dong me esperó afuera del templo mientras yo caminaba hacia atrás y más atrás para poder conseguir una foto completa del Buda de oro que es totalmente gigante.
Último destino: la Montaña dorada. Hacía demasiado calor para tantos escalones. Me imponía palabras consoladoras y de aliento cada vez que levantaba un pie para subir otro peldaño. Que probablemente no volvería a Bangkok, que no podía irme sin ver la montaña dorada (aunque no sabía qué iba a encontrar allí), que no quería arrepentirme luego de no haber llegado sólo por pereza. Terminé mi botella de agua en el camino hacia arriba. Era otro templo. Supongo que valió la pena. A veces.

lunes, 2 de mayo de 2011

Historias de a bordo


Rifki es musulmán. Tiene una esposa y una beba que a cuál de las dos más hermosa. Su mujer le permitió casarse por segunda vez bajo tres condiciones:

1. Que fuera fiel a todas sus esposas.

2. Que tratara a todos los hijos con igualdad.

3. Sobre su cadáver.

Pero Rifki no necesita otra esposa. También piensa en una bendición a Alá antes de comenzar cada actividad y sabe escribir de derecha a izquierda en unos garabatos que me hacen sentir analfabeta.

Al terminar la cena la única cuchara limpia en la mesa es la mía. En cambio, los filipinos y el indonesio tienen todos los cuchillos sin tocar. “¿Te parece raro que corte con la cuchara?”, me preguntó Rifki. Sí. Jamás se me ocurrió cortar carne con una cuchara, incluso al postre lo como con tenedor. El primer impulso fue de vergüenza: al mirar a mi alrededor todos estaban cortando con la cuchara. Pero junté coraje, me reí y pregunté por qué cortaban con el instrumento que no estaba hecho para cortar. Carlito me contó, entonces, que en sus países, el cuchillo era un privilegio, era algo muy costoso. Dejé mi cuchillo a un lado (sorprendida, por cierto, porque en Uruguay con dos dólares comprás un juego de cubiertos completo, sí, barato y berreta, pero tiene cuchillos), agarré mi cuchara y comencé a practicar con un melón, después de todo ¿qué puede ser más fácil de cortar que un melón? Fracasé en el primer, segundo y tercer intento. La cuchara se subía y no podía despegar el centro de la cáscara. A todo esto, los asiáticos se reían de mí.

También fue Rifki quien me preguntó si usaba medias todo el día. “Sí, ¿vos no?”. No, definitivamente. Se las pone para trabajar y se las quita al terminar el turno. “Qué raro que uses medias”, me dijo.

Me mostró las fotos de su casamiento. Le pregunté si el traje de su esposa era un disfraz o si era con lo que se casaban de verdad. Me dijo que era de verdad. Lleno de dorados, blancos y rojos, perlas, piedras. Un traje de película, con casco decorado en oro y telas cayendo hasta el suelo en diferentes texturas y largos. Ella estaba hermosa. No sé si esperaba encontrar el vestido blanco o qué, después de todo, esa es la idea de casamiento que tengo. Entonces, con mi estúpida mente occidental, le pregunté cómo le había propuesto casamiento. Respondió que ellos no lo proponen, sino que lo discuten. “Vos tenés que esperar a que el hombres se declare, nosotros conversamos, decidimos que nos queríamos casar y le dijimos la fecha a la familia”. No sé si yo soy de las que esperan a que el hombre se declare o la que se declara, no lo he pensado, tal vez hasta sea de las que conversa, discute, decide fecha y se lo dice a la familia.

Pero de la misma forma en que Rifki y yo tenemos bases diferentes que se nota en las pequeñas cosas (como usar cuchara o cuchillo), los dos somos seres humanos y las similitudes van más allá de tener dos brazos y dos piernas. Cuando hablamos de la familia el cariño y calor son el mismo, cuando discutimos sobre lo vano que suena gastar la mitad del sueldo en el bar, los dos estamos totalmente de acuerdo. Y también, aunque nos gusta salir y recorrer lugares diferentes cada dos días, los dos contamos los días para salir de licencia.