sábado, 28 de mayo de 2011
Cambio de paisaje
Materiales
- chicles chinos
- galletitas rusas
- tomo en un vaso de Corea del sur
sábado, 21 de mayo de 2011
Balalaika, vodka y fútbol
Vladivostok.
Cerca del apartamento donde vivo hay una fuente llena de candados. Representan el juramento de amor eterno de todas las parejas valientes que se atreven a sellas su amor en esa fuente.
En Vladivostok encontré llaveros cerrados alrededor de un monumento. Luego de jurar amor hasta que la muerte los separe (o los abogados hagan su trabajo) ante el gobierno, las parejas llevan sus candados a este monumento (que, por cierto, es en honor de dos hombres de ciencia) y sellan su amor.
Hace un par de años cree un personaje. Era un hombre desconforme con su ambiente, que no le gustaba como las personas a su alrededor lo veían. Él se consideraba superior a las habladurías, aunque para esas otras personas él fuera el mejor de todo el pueblo. Nicolás (así se llamaba), entonces, metió sus cosas en un bolso y se fue a descubrir el mundo, a buscarse. Vivió aquí y allá, trabajo en lugares poco comunes, en otros muy comunes. Hasta que llegó a Rusia, al extremo este. Allí, sentado mirando al agua, supo que no podía llegar más lejos. Que tampoco importaba qué tan lejos de su casa llegara, siempre iba a estar con él. En el extremo este de Rusia decidió que era tiempo de volver a casa.
Jamás pensé llegar al extremo este de Rusia. A donde nace la vía del transiberiano. Siempre pensé que me gustaría ir a Moscú, pero Rusia es tan grande que nunca me visualicé en el lugar por el que estuve caminando. No sabía qué esperar, sin embargo, la expectativa era gigante. Frío terrible y niebla. Tampoco es que tenga ropa abrigada, mi campera de nylon es de lluvia y de verano. No me importó. Estaba en Rusia. No me permití quejarme mientras estuviera en suelo ruso.
La primera persona rusa con la que hablé se llamaba Anastasia; lo tomé como una buena señal. Luego también conocí a una Ania, una Olga y un Ivan. Esos nombres que suenan terriblemente rusos. Le pregunté a Ania cómo sería mi nombre en Ruso; “Catalina” no le sonaba a nada, pero cuando le dije (en inglés) que me llamaba como Catalina la Grande, tiró la cabeza hacia atrás, sonrió y dijo “Katia es el apodo”. Así que cuando llegaron dos hombres rusos jóvenes y con ganas de practicar inglés, Ania me presentó como Katia.
En inglés no sabían demasiado: hola, cómo andas y tomar vodka. Fue todo lo que dijeron. Luego Ania tradujo. Me preguntaron de donde era: de Uruguay. ¡Ah, fútbol! “Ania, Katia, vodka, balalaica e fútbol”. Ania me dijo luego que algunos hombres rusos eran bien y que otros (los señaló) eran raros.
Bangkok
lunes, 2 de mayo de 2011
Historias de a bordo
Rifki es musulmán. Tiene una esposa y una beba que a cuál de las dos más hermosa. Su mujer le permitió casarse por segunda vez bajo tres condiciones:
1. Que fuera fiel a todas sus esposas.
2. Que tratara a todos los hijos con igualdad.
3. Sobre su cadáver.
Pero Rifki no necesita otra esposa. También piensa en una bendición a Alá antes de comenzar cada actividad y sabe escribir de derecha a izquierda en unos garabatos que me hacen sentir analfabeta.
Al terminar la cena la única cuchara limpia en la mesa es la mía. En cambio, los filipinos y el indonesio tienen todos los cuchillos sin tocar. “¿Te parece raro que corte con la cuchara?”, me preguntó Rifki. Sí. Jamás se me ocurrió cortar carne con una cuchara, incluso al postre lo como con tenedor. El primer impulso fue de vergüenza: al mirar a mi alrededor todos estaban cortando con la cuchara. Pero junté coraje, me reí y pregunté por qué cortaban con el instrumento que no estaba hecho para cortar. Carlito me contó, entonces, que en sus países, el cuchillo era un privilegio, era algo muy costoso. Dejé mi cuchillo a un lado (sorprendida, por cierto, porque en Uruguay con dos dólares comprás un juego de cubiertos completo, sí, barato y berreta, pero tiene cuchillos), agarré mi cuchara y comencé a practicar con un melón, después de todo ¿qué puede ser más fácil de cortar que un melón? Fracasé en el primer, segundo y tercer intento. La cuchara se subía y no podía despegar el centro de la cáscara. A todo esto, los asiáticos se reían de mí.
También fue Rifki quien me preguntó si usaba medias todo el día. “Sí, ¿vos no?”. No, definitivamente. Se las pone para trabajar y se las quita al terminar el turno. “Qué raro que uses medias”, me dijo.
Me mostró las fotos de su casamiento. Le pregunté si el traje de su esposa era un disfraz o si era con lo que se casaban de verdad. Me dijo que era de verdad. Lleno de dorados, blancos y rojos, perlas, piedras. Un traje de película, con casco decorado en oro y telas cayendo hasta el suelo en diferentes texturas y largos. Ella estaba hermosa. No sé si esperaba encontrar el vestido blanco o qué, después de todo, esa es la idea de casamiento que tengo. Entonces, con mi estúpida mente occidental, le pregunté cómo le había propuesto casamiento. Respondió que ellos no lo proponen, sino que lo discuten. “Vos tenés que esperar a que el hombres se declare, nosotros conversamos, decidimos que nos queríamos casar y le dijimos la fecha a la familia”. No sé si yo soy de las que esperan a que el hombre se declare o la que se declara, no lo he pensado, tal vez hasta sea de las que conversa, discute, decide fecha y se lo dice a la familia.
Pero de la misma forma en que Rifki y yo tenemos bases diferentes que se nota en las pequeñas cosas (como usar cuchara o cuchillo), los dos somos seres humanos y las similitudes van más allá de tener dos brazos y dos piernas. Cuando hablamos de la familia el cariño y calor son el mismo, cuando discutimos sobre lo vano que suena gastar la mitad del sueldo en el bar, los dos estamos totalmente de acuerdo. Y también, aunque nos gusta salir y recorrer lugares diferentes cada dos días, los dos contamos los días para salir de licencia.