domingo, 27 de mayo de 2012

De gente como uno

Después de toda una vida de ser el sapo de otro pozo llegue a un lugar que es un pozo pero mas de una vez me senti como una misma. Como estar sentada en el bar, tomando cerveza de una nacionalidad que hasta el momento desconocia y prestando atencion al top 5 de directores de cine de uno de mis compañeros de trabajo. O, como la otra noche, cuando tres latinos y un gringo de Texas nos sentamos a conversar en spanglish sobre trilogías.

"Tiene que haber algo entre medio", me dijo Jon. Parafraseando: "no puede ser que sólo sea nacer, crecer, estudiar, casarse, tener hijos y trabajar hasta morir, tiene que haber algo en el medio". Así que terminó su carrera, enmarcó el título para su madre y se lo regaló cuando le dijo que se iba a trabajar en un barco. Más o menos lo mismo que yo, sólo que no le enmarqué el título a mi madre y los tiempos en los que le hice llegar la información de que me iba y le di el título fueron diferentes.

"¿A qué edad viste tu primera banana?", no supe si la pregunta era en doble sentido o si nada más iba en sentido único. Iulian es rumano. Me explicó, entonces y después de escuchar mi respuesta evasiva, que cuando él era chico (y tiene la misma edad que yo), nada más tenían bananas durante las fiestas. Ah, le dije, soy del otro lado del mundo. Del otro lado del muro, del otro lado del océano. Soy de donde conocemos a Europa del Este por el cine, por los cuentos de quienes ganaron y las historias de quienes perdieron seres queridos. Y el mismo día, me di un baño en el Mediterráneo. Yo chillaba de lo fría que estaba el agua y junto a mí, un ucraniano nadaba de arriba para abajo como si fuera agua termal. "Nado todo el año en mi país, es bueno para el corazón y para el cuerpo". No se refería a una piscina climatizada.







domingo, 20 de mayo de 2012

Oídos dulces y pies sin sentido

Venecia, Italia.

Elizabeth Gilbert tiene razón: cuando una está deprimida tiene que ir a Italia. Dejar que un montón de gondoleros le endulcen el oído a una es similar a pasar por una obra en construcción, pero las palabras son diferentes. Y a final, las palabras son las que cuentan.

Esta sería la historia de como me perdí, en realidad, porque soy mucho mejor perdiéndome que dejando que alguien me endulce los oídos. Aunque esa es la magia italiana: no se puede no dejar que eso pase, es como una de esas cosas físicamente imposibles. Pero perderse, para mí, tiene a la física, la química y todas las ciencias duras a su favor. Para que eso me pase nada más necesito dos cosas: un mapa (sólo para tener algo en las manos) y poca plata (porque donde tenga suficiente para un taxi, se acabó la gracia).

Pero perderse (al igual que dejar que le endulcen el oído) tiene su lado divertido. Para empezar, es la mejor forma de sorprenderse por cosas que no aparecen marcadas en el mapa. Es lo que encontramos mientras buscamos por calles incorrectas la fuente del nene que hace pis en Bruselas, o la casa de Sherlock Holmes, o, como en este caso, la Piazza San Marco.

Llegué a Venecia con una valija menos. Para echarle especias al asunto, era mi valija grande, la que no pasa de ser percibida. Se había quedado en Munich. El hotel estaba en tierra firme. Caminé por allí pero entre el cansancio de 25 horas de vuelo y el hambre que tenía, la verdad es que no le encontré mucha gracia.

A los canales llegué con poca plata y un mapa. Suena como el principio de una aventura. Que habría sido completa si hubiera llevado la cámara (cosa que por el hambre y las 25 horas, no hice). Lo primero que vi al salir de la Piaza Roma fue un cartel donde se lee: "taxis de agua". Fue genial. Fue justo lo que necesitaba: estoy en Venecia.

Quise llegar a la Piazza San Marco, sin embargo, llegué a otra isla. Cruzar puentecitos, dejar que los gondoleros me inviten a saltar con ellos (eso hubiera sido divertido, la próxima vez, tal vez), ver los edificios caídos a pedazos. Y cuando quise acordar, San Marco estaba del otro lado. Ya he mencionado las 25 horas y el hambre varias veces. No tenía ningún tipo de intención de volver sobre mis pasos para enmendar errores. Acodada como si fuera el balcón de su casa en el parador de góndolas estaba esta señora, bastante entrada en años: de pelo bien blanco y la piel bien cercada. Tenía una pollera larga. Le pregunté en inglés dónde estábamos y me dijo que sólo hablaba italiano. Me quise romper la cabeza por esos tres meses en los que tuve un libro de italiano en la mesa pero nunca lo toqué. De todas formas, mitad español, mitad italiano (y un poco de latín, por qué no), ella me dijo que por 50 centavos de euro podía cruzar en una góndola por el canal, en lugar de tener que caminar todas esas cuadras que no quería. Y que la plaza de San Marco estaba a 5 minutos caminando del otro lado del canal.

No hay olor. El agua es verde, aunque dudo que sea verde pureza, tiene más color a verde musgo. La gondola era un taxi, cómoda si contamos que me gusta cambiar de ángulo, y tenía dos gondoleros: uno adelante y otro atrás. Ellos me cruzaron por el canal, respetando las reglas de un tránsito que no sabía que existía, doblando, frenando y empujando.

Cinco minutos de caminata después, me senté en una de las escaleras de la Plaza de San Marco.






martes, 1 de mayo de 2012

Terror y comedia

"Por miedo a lo que dejas de escribir una vez que pasas a la acción. Por miedo a concretar la idea, a encarcelarla, a deteriorarla, a mutilarla. Mientras se mantiene en el rutilante limbo de lo imaginario, mientras son sólo ideas y proyectos, tus libros son absolutamente maravillosos, los mejores libros que jamás nadie haya escrito. Y es luego, cuando vas clavándolos en la realidad, palabra a palabra, como Nabokov clavaba a sus pobres mariposas sobre el corcho, cuando los conviertes en cosas inevitablemente muertas, en insectos crucificados, por más que los recubra un triste polvo de oro".


Entonces quedamos sentados, con ambas manos sobre el teclado, sin saber qué palabra priorizar. Un comienzo que en nuestra cabeza respira de una facilidad encantadora, cara a cara resulta banal. Una discusión se vuelve gobierno de facto en el recinto de la cabeza y de pronto nos encontramos como al comienzo de la película Manhattan con todas esas formas de comenzar un gran libro que tiene, como destino, morir en nuestra cabeza.


Tenemos dos opciones: o cerramos todo, damos por perdida la batalla y nos vamos a respirar aire fresco. O seguimos luchando una guerra sin tregua recordando que les llevó 10 años a los griegos destruir Troya.


Pero, a veces, la magia sucede. Y es por ese momento de magia por el que dejamos todo y colocamos, de modo primario, las manos sobre el teclado:


"Hay días en los que esa derrota de la realidad te importa menos. De hecho, hay días en los que te sientes tan inspirada, tan repleta de palabras y de imágenes, que escribes con una sensación total de ingravidez, escribes como quien sobrevuela el horizonte, sorprendiéndote a ti misma con lo escrito: ¿pero yo sabía esto? ¿Cómo he sido capaz de redacta este párrafo? A veces sucede que estás escribiendo muy por encima de tu capacidad, estás escribiendo mejor de lo que sabes escribir. Y no quieres moverte del asiento, no quieres respirar ni parpadear ni mucho menos pensar para que no se rompa ese milagro".

Y ese momento en el que, según Rosa Montero, parece que bailamos un vals perfecto, girando y girando, mientras la cabeza no para y las manos tampoco, cuando las hojas se impregnan de un texto que arranca lágrimas, es ahí cuando nos damos cuenta de que es justo esa emoción la que buscamos cada vez que apoyamos la cola frente a una hoja en blanco, enfrentándonos al vacío para poder ganar este paraíso.




Gracias Alicia y Wilmar por acompañarme en todos mis viajes al vacío y en todos mis giros por la pista de baile.


Citas de La loca de la casa, Rosa Montero. Editorial Punto de lectura, Madrid, 2006. Páginas 46 -47.