domingo, 20 de mayo de 2012

Oídos dulces y pies sin sentido

Venecia, Italia.

Elizabeth Gilbert tiene razón: cuando una está deprimida tiene que ir a Italia. Dejar que un montón de gondoleros le endulcen el oído a una es similar a pasar por una obra en construcción, pero las palabras son diferentes. Y a final, las palabras son las que cuentan.

Esta sería la historia de como me perdí, en realidad, porque soy mucho mejor perdiéndome que dejando que alguien me endulce los oídos. Aunque esa es la magia italiana: no se puede no dejar que eso pase, es como una de esas cosas físicamente imposibles. Pero perderse, para mí, tiene a la física, la química y todas las ciencias duras a su favor. Para que eso me pase nada más necesito dos cosas: un mapa (sólo para tener algo en las manos) y poca plata (porque donde tenga suficiente para un taxi, se acabó la gracia).

Pero perderse (al igual que dejar que le endulcen el oído) tiene su lado divertido. Para empezar, es la mejor forma de sorprenderse por cosas que no aparecen marcadas en el mapa. Es lo que encontramos mientras buscamos por calles incorrectas la fuente del nene que hace pis en Bruselas, o la casa de Sherlock Holmes, o, como en este caso, la Piazza San Marco.

Llegué a Venecia con una valija menos. Para echarle especias al asunto, era mi valija grande, la que no pasa de ser percibida. Se había quedado en Munich. El hotel estaba en tierra firme. Caminé por allí pero entre el cansancio de 25 horas de vuelo y el hambre que tenía, la verdad es que no le encontré mucha gracia.

A los canales llegué con poca plata y un mapa. Suena como el principio de una aventura. Que habría sido completa si hubiera llevado la cámara (cosa que por el hambre y las 25 horas, no hice). Lo primero que vi al salir de la Piaza Roma fue un cartel donde se lee: "taxis de agua". Fue genial. Fue justo lo que necesitaba: estoy en Venecia.

Quise llegar a la Piazza San Marco, sin embargo, llegué a otra isla. Cruzar puentecitos, dejar que los gondoleros me inviten a saltar con ellos (eso hubiera sido divertido, la próxima vez, tal vez), ver los edificios caídos a pedazos. Y cuando quise acordar, San Marco estaba del otro lado. Ya he mencionado las 25 horas y el hambre varias veces. No tenía ningún tipo de intención de volver sobre mis pasos para enmendar errores. Acodada como si fuera el balcón de su casa en el parador de góndolas estaba esta señora, bastante entrada en años: de pelo bien blanco y la piel bien cercada. Tenía una pollera larga. Le pregunté en inglés dónde estábamos y me dijo que sólo hablaba italiano. Me quise romper la cabeza por esos tres meses en los que tuve un libro de italiano en la mesa pero nunca lo toqué. De todas formas, mitad español, mitad italiano (y un poco de latín, por qué no), ella me dijo que por 50 centavos de euro podía cruzar en una góndola por el canal, en lugar de tener que caminar todas esas cuadras que no quería. Y que la plaza de San Marco estaba a 5 minutos caminando del otro lado del canal.

No hay olor. El agua es verde, aunque dudo que sea verde pureza, tiene más color a verde musgo. La gondola era un taxi, cómoda si contamos que me gusta cambiar de ángulo, y tenía dos gondoleros: uno adelante y otro atrás. Ellos me cruzaron por el canal, respetando las reglas de un tránsito que no sabía que existía, doblando, frenando y empujando.

Cinco minutos de caminata después, me senté en una de las escaleras de la Plaza de San Marco.






1 comentario: