viernes, 18 de enero de 2013

Sobre el valor del dinero. O cómo sentirse en casa en el extranjero


Barcelona, España

Llegué a Barcelona con 95 centavos.

El banco no me daba más dinero y de mi monedero bien podría haber salido una mosca. Estaba en el aeropuerto y sólo fui capaz de comprar el billete de bus que me iba a dejar en la plaza España antes de contar moneda por moneda y llegar a la magnífica cifra de 95 centavos.

Pero fui muy afortunada. El plan original era ir a París. De haber llegado a ese destino con todo mi dinero, habría dormido en un parque. En Barcelona, en cambio, vive la mejor amiga de mi mamá, a la que tengo el gusto de llamar tía.

Ella, que como buena secretaria ejecutiva es organizada, detallista y conversadora, me había aconsejado cómo llegar desde el aeropuerto a su apartamento: comprá tal boleto de metro, bajate en tal lugar, caminá hacia este lado, etc. Así que cuando llegué y le dije que había ido en bus tuve que esperar a que terminara su discurso de reto porque me había salido más caro, para luego aclararle: tengo… y ya todos sabemos la suma.

Hay dos cosas de mis dos meses y medio en Europa que me hicieron madurar: pagar mi pasaje a Amsterdam y a cada uno de los destinos. Y quedarme sin dinero. Por supuesto que las ruinas, la historia, la gente, y todo lo demás, pero ateniéndonos a un plano puramente frío y material: tener y no tener plata. Y, en este momento, me encuentro en la parte de la historia en la que, literalmente, no tengo un peso.

Cuando recuperé el poder de decisión sobre un dinero que era mío me di cuenta de que pensaba dos veces si ese imán para la heladera de mi mamá era realmente necesario. Como bien dicen, el dinero no es todo, hasta que no se tiene en tierra extraña y sola.

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De mi semana en Barcelona guardo algunos de los recuerdos más lindos. Caminar por la rambla con uruguayos emancipados, de ir a elegir carne con corte argentino con mi tía y su marido. De escuchar la pregunta: ¿Por qué calle querés caminar, por la de las putas o por la de los ladrones? Y sin pensarlo dos veces elegir la primera. De sentarme a ver como el sol se escondía detrás de las montañas y pintaba de naranja al Colón que señala mi hogar.

También fue mi semana de pereza. De acostarme temprano y levantarme tarde. De que se me fuera el insomnio. De terminar de escribir un guión, de ponerme al día con mis apuntes de viaje y hasta leer algún libro. Tardes de Starbucks y mañanas de mate.

Mi semana en Barcelona se sintió como volver a casa: Con mate. Con un cuarto para mí. Con un espacio. Con gente que quiero y me quiere por lo que soy, porque si era por tener, nada más tenía excusas de dónde había dejado todo mi dinero.

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A Barcelona volvería en cada una de las vacaciones de mi vida y nunca me sentiría desilucionada ni defraudada por lo que esta ciudad tiene para ofrecer. Aunque, a los papeles inversos, soy yo la que no tiene mucho para ofrecerle a la ciudad. Cada vez que llego soy como el peor de los parásitos que se sube al lomo del Montjuic y le chupa toda la sangre a la ciudad.

Así que volví a ella. Esta vez con capital en mi bolsillo, un amigo que no hablaba español y el mapa del subte en mi celular. Jon, que a diferencia de mí planea todo su día y arma un mapa mental de los lugares a los que quiere llegar, que acostumbra a detenerse frente al mapa y estudiarlo unos minutos antes de comenzar a caminar, que prueba cervezas locales en cada nueva ciudad que visita, que siempre tiene alguna reseña de la ciudad antes de llegar a ella, ese Jon, mi amigo, me invitó a ir a ver la Sagrada familia, luego el parque Güell y después caminar por las ramblas. Al parecer teníamos un plan.

Lo peor, es que todo se dio de acuerdo al plan. Menos dos coreanos-estadounidenses que trataron de pegarse a nuestro día por Barcelona, pero fuimos lo suficientemente astutos como para sacárnoslos de encima con clase (y sin recibir ninguna suspensión por maltratar pasajeros). Considero que es aburrido cuando todo se da de acuerdo a lo planeado. Sin embargo, con Jon es medio difícil aburrirse porque cuando creo que mi plafón está bajando, él comienza a hablar. Y luego no para.



Tienen algo los lugares en los que me siento como en casa que no me preocupo en descifrar. Barcelona es cómoda. Es conocida. Es fácil. Es relajante. A la vez, es magnífica. Intrigante, encantadora, con ese acento musical y palabras dulces dedicadas a desconocidos.

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