El mundo es un lugar maravilloso. Cada calle, recoveco, cada cultura y
persona, cada paso que damos esconde una historia, un secreto. Descubrir
detalles, encontrar clichés, recorrer películas y libros. Viajar da vida, crea
historias y alimenta nuevos sueños. Conocer, dejarse llevar por la curiosidad,
no dejar de caminar por más cansados que estemos.
Hay tantos lugares increíbles en los que me imaginé transitando, dejándome
influir por la cultura, animándome a probar algo que considerara exótico. Sin
embargo, nunca me imaginé en un all inclusive del Caribe. Ni siquiera en una
playa del Caribe. Nada que tuviera que ver con la tierra de piratas. Tal vez
porque me crié a una cuadra de la playa (aunque es sea tan injusto comparar el
río con ese mar), o porque vaya uno a saber el motivo. Pero el mar Caribe no
estaba en mis prioridades.
Suerte que la vida no deja de sorprenderme.
Cuando llegó me enamoró. Me atrapó con mariposas en la panza y me llenó de
ilusiones. Y tan rápido como eso sucedió, también me aburrió. Como todo amorío
sin fundamento. Es que hay lugares que son para uno, esos a los que se puede
volver año tras año y seguir sintiendo como propio, sorpresa y encanto; para mí
el Caribe representa algo contrario. Diversión, playa y saltar con lianas entre
los árboles.
En Santa Lucía salimos del puerto para poder pelear el precio del taxi.
Regatear no se me da bien, así que lo dejé e manos de mis compañeros de viaje
que por diferencias culturales o años de visitar esas islas están acostumbrados
a decir que no y pretender que se van. En el segundo intento, después de tener
a tantos conductores como había en el puerto siguiendo nuestros pasos y
gritando precios como si se tratara de una buena subasta, este conductor dijo
que tenía Marley. No se refería a Bob, pero subimos igual y nos dejamos llevar
a la playa por este hombre que no dejó de ofrecernos droga durante todo el
viaje. De fondo sonaba “don’t worry,mabout a thing, ‘cause every little thing,
it’s gonna be alright”, frase que Carly, una de las integrantes del grupo
terminó tatuándose en el pie derecho en honor a su abuelo fallecido.
Ivan era el que conocía esta playa, alejada del puerto, con poco espacio,
colmada de personas y con tantos cocales como era posible tolerar. Cada pocos
minutos llega un nuevo local ofreciendo un servicio: juegos acuáticos, comida,
bebidas, tensas para el pelo o caravanas. Las personas caribeñas que conocí (no
quiero generalizar) son lo que en Uruguay llamaríamos sinvergüenzas: llegan y
se sientan con el grupo, ofrecen servicios que a nadie le interesa pero no
aceptan un no por respuesta, insisten e insisten por un par de monedas o una
cerveza (más que nada lo segundo). También son muy simpáticos, en algunas islas
más que en las otras, orgullosos de su cultura, de sus orígenes y seguros de
dónde vienen y a dónde van. Siempre seguros de que no hay que preocuparse por
nada porque todo va a estar bien, como bien cantó Bob.
Tengo una cesta de hoja de palmera que hijo uno de estos locales ese día en
la playa de Santa Lucía. Guarda mis tés. Como pago se llevó varios dólares y
dos cervezas.
En Granada, en cambio, para ir a la playa nos tomamos un taxi acuático y al
llegar al destino decidimos caminar mucho (demasiado) para alejarnos de todo
conocido. Pero no tanto como para escapar de los locales que, en este caso,
resultaron ser más agresivos. Este hombre llevó sin ofrecer cestas ni
demostración de cómo crearlas; él vio el balde de cervezas, se metió en medio
del grupo y estiró la mano para agarrar una. Sin pedir permiso, sin avisar, sin
tener en cuenta que dos de mis compañeros eran más grandes que él y con poca
paciencia para esta cultura caribeña. Los dos se pararon enojados, cansados de
tanto abuso por parte de los locales y le dijeron con voz clara que dejara la
botella. Ese hombre, al ver que no se la iba a llevar fácil, sí dejó la
cerveza, pero pasó de un lado al otro durante todo el rato que nosotros
estuvimos tratando de escapar en la playa.
Me encontré, de pronto, hablando a favor de los all inclusive. De esas
instalaciones con playas paradisíacas y todos los entretenimientos que se
quieran encontrar. Después de todo, si tengo dos semanas para escapar del estrés
de la vida real, ¿para qué ir a un lugar donde mi novio va a terminar a los
golpes con un loca? O a un lugar donde no se encuentra descanso.
El Caribe es hermoso. Tiene paisajes de revistas y cada foto parece una
postal. Arenas blancas, aguas cristalinas, bares cada pocos metros, ambiente
festivo. Sin embargo, es como esas personas que están siempre vestidas a la
moda y se pasan de fiesta en fiesta de jueves a domingo: no me interesa estar
con ellos.
Todas las opiniones, por las dudas vale aclarar, son totalmente personales.
Entiendo que todos admiramos y apreciamos cosas diferentes, por eso mis más
mejores amigas que han ido al Caribe sí volverían una y otra vez a estos
lugares. Creo que antes de negarme a recorrer estas islas otra vez debería
probar un all inclusive. Pero sí vuelvo, y eso no se cuestiona, a Domínica.
Granada.
Barbados.
Domínica.