martes, 7 de mayo de 2013

Los colores del Caribe


El mundo es un lugar maravilloso. Cada calle, recoveco, cada cultura y persona, cada paso que damos esconde una historia, un secreto. Descubrir detalles, encontrar clichés, recorrer películas y libros. Viajar da vida, crea historias y alimenta nuevos sueños. Conocer, dejarse llevar por la curiosidad, no dejar de caminar por más cansados que estemos.

Hay tantos lugares increíbles en los que me imaginé transitando, dejándome influir por la cultura, animándome a probar algo que considerara exótico. Sin embargo, nunca me imaginé en un all inclusive del Caribe. Ni siquiera en una playa del Caribe. Nada que tuviera que ver con la tierra de piratas. Tal vez porque me crié a una cuadra de la playa (aunque es sea tan injusto comparar el río con ese mar), o porque vaya uno a saber el motivo. Pero el mar Caribe no estaba en mis prioridades.

Suerte que la vida no deja de sorprenderme.

Cuando llegó me enamoró. Me atrapó con mariposas en la panza y me llenó de ilusiones. Y tan rápido como eso sucedió, también me aburrió. Como todo amorío sin fundamento. Es que hay lugares que son para uno, esos a los que se puede volver año tras año y seguir sintiendo como propio, sorpresa y encanto; para mí el Caribe representa algo contrario. Diversión, playa y saltar con lianas entre los árboles.

En Santa Lucía salimos del puerto para poder pelear el precio del taxi. Regatear no se me da bien, así que lo dejé e manos de mis compañeros de viaje que por diferencias culturales o años de visitar esas islas están acostumbrados a decir que no y pretender que se van. En el segundo intento, después de tener a tantos conductores como había en el puerto siguiendo nuestros pasos y gritando precios como si se tratara de una buena subasta, este conductor dijo que tenía Marley. No se refería a Bob, pero subimos igual y nos dejamos llevar a la playa por este hombre que no dejó de ofrecernos droga durante todo el viaje. De fondo sonaba “don’t worry,mabout a thing, ‘cause every little thing, it’s gonna be alright”, frase que Carly, una de las integrantes del grupo terminó tatuándose en el pie derecho en honor a su abuelo fallecido.

Ivan era el que conocía esta playa, alejada del puerto, con poco espacio, colmada de personas y con tantos cocales como era posible tolerar. Cada pocos minutos llega un nuevo local ofreciendo un servicio: juegos acuáticos, comida, bebidas, tensas para el pelo o caravanas. Las personas caribeñas que conocí (no quiero generalizar) son lo que en Uruguay llamaríamos sinvergüenzas: llegan y se sientan con el grupo, ofrecen servicios que a nadie le interesa pero no aceptan un no por respuesta, insisten e insisten por un par de monedas o una cerveza (más que nada lo segundo). También son muy simpáticos, en algunas islas más que en las otras, orgullosos de su cultura, de sus orígenes y seguros de dónde vienen y a dónde van. Siempre seguros de que no hay que preocuparse por nada porque todo va a estar bien, como bien cantó Bob.

Tengo una cesta de hoja de palmera que hijo uno de estos locales ese día en la playa de Santa Lucía. Guarda mis tés. Como pago se llevó varios dólares y dos cervezas.

En Granada, en cambio, para ir a la playa nos tomamos un taxi acuático y al llegar al destino decidimos caminar mucho (demasiado) para alejarnos de todo conocido. Pero no tanto como para escapar de los locales que, en este caso, resultaron ser más agresivos. Este hombre llevó sin ofrecer cestas ni demostración de cómo crearlas; él vio el balde de cervezas, se metió en medio del grupo y estiró la mano para agarrar una. Sin pedir permiso, sin avisar, sin tener en cuenta que dos de mis compañeros eran más grandes que él y con poca paciencia para esta cultura caribeña. Los dos se pararon enojados, cansados de tanto abuso por parte de los locales y le dijeron con voz clara que dejara la botella. Ese hombre, al ver que no se la iba a llevar fácil, sí dejó la cerveza, pero pasó de un lado al otro durante todo el rato que nosotros estuvimos tratando de escapar en la playa.

Me encontré, de pronto, hablando a favor de los all inclusive. De esas instalaciones con playas paradisíacas y todos los entretenimientos que se quieran encontrar. Después de todo, si tengo dos semanas para escapar del estrés de la vida real, ¿para qué ir a un lugar donde mi novio va a terminar a los golpes con un loca? O a un lugar donde no se encuentra descanso.
El Caribe es hermoso. Tiene paisajes de revistas y cada foto parece una postal. Arenas blancas, aguas cristalinas, bares cada pocos metros, ambiente festivo. Sin embargo, es como esas personas que están siempre vestidas a la moda y se pasan de fiesta en fiesta de jueves a domingo: no me interesa estar con ellos.

Todas las opiniones, por las dudas vale aclarar, son totalmente personales. Entiendo que todos admiramos y apreciamos cosas diferentes, por eso mis más mejores amigas que han ido al Caribe sí volverían una y otra vez a estos lugares. Creo que antes de negarme a recorrer estas islas otra vez debería probar un all inclusive. Pero sí vuelvo, y eso no se cuestiona, a Domínica.



 

Granada. 


Barbados. 


 Domínica.

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