miércoles, 6 de abril de 2011

Phu My

Phu My
Vietnam.
Para mí, Vietnam se reducía a dos cosas: la cochinchina (a la que me mandaron varias veces) y Apocalisis now (y sus más de 60 placas de sonido).
Caminar por Vietnam con un filipino.
Los temas de conversación nunca se vuelven aburridos, menos después de descubrir que los dos estudiamos las mismas cosas: guión, fotografía, cine.
Me recomendaron un par de excursiones, pero al quedar de salir con Carlito quedé que lo seguiría a dónde él quisiera ir. Así que pasamos media mañana buscando huevos de pato; entrabamos en todos los locales de comida, preguntábamos a los vendedores de comida callejeros y también en alguna que otra tienda a la que entrábamos. Nos comunicábamos por señas y onomatopeyas porque parecía que nadie hablaba inglés. Decíamos “cuack” para pato y hacíamos círculos con los dedos mientras decíamos “eggs”, para pagar mostrábamos el dinero, siempre regateando (estoy tratando de aprender a hacerlo, pero no me está yendo muy bien, lo que sí tengo es un excelente profesor). Probé fruta que jamás había visto en mi vida. A la hora del almuerzo queríamos algo local, pero no conocer el idioma nos llevó a un comedor donde nos sirvieron carne, papas fritas y huevo hervido. Aunque de bienvenida nos sirvieron té helado local.
Pues, aún faltaban tres horas para volver, aún no habíamos encontrado los huevos de pato y los moto taxistas ya nos tenían cansados. La situación funcionaba de la siguiente manera: un moto taxista nos perseguía a los dos sin parar de decir “one dolah”, Carlito le decía, también sin parar, “no gracias”, pero se iban cuando la que cortaba el diálogo era yo. Entonces, paramos en una esquina y decidimos subirnos a las motos. El taxista se bajó de su moto y le gritó (a pulmón abierto) a otro moto taxista algo que no entendimos, pero ese otro taxista llegó en menos de un minuto. Carlito a una moto, yo a la otra.
No teníamos idea a dónde nos estaban llevando. Pero íbamos. En scooter por Vietnam. Con un vietnamita que no hablaba inglés. Después de pasar un peaje comenzaron a aparecer lo que pensé que serían plantaciones de arroz. Traté de preguntarle al conductor, “si, arroz, sí, sí, sí…”, respondió. Así que así era una plantación vietnamita. Después de tantas películas, allí estaban: frente a mis ojos. En vivo y en directo.
Dos bocinazos hicieron que mi conductor frenara y pegara la vuelta (y no hay mejor palabra que “pegara”, porque giró la moto como venía, sin importarle el tránsito que venía por atrás ni el de la senda del frente). Carlito y su moto-taxista se habían detenido frente a una pequeña tiendita, que cuando llegué vi, tenía huevos.
Para mí eran huevos comunes y corrientes, de gallina, que son los que estoy acostumbrada a ver. El moto-taxista de Carlito, que hablaba un poco de inglés, le tradujo a la señora de la tiendita que queríamos llevar 9 huevos y comer uno allí. Nos sentamos en sillas infantiles alrededor de una mesa no mucho más grande. Mi moto-taxista nos consiguió cerveza Tiger (que también la buscamos por todo el centro de Phu My) y ellos dos tomaron Coca Cola.
Sentada en una tiendita de Vietnam con un filipino y dos vietnamitas. Tratando de llamar a un niño vietnamita al que la mamá le cortaba las uñas en la tienda de al lado.
El huevo de pato resultó tener una vista espantosa. Suerte que no dejé juzgar a mis ojos.
Carlito le rompió la punta para poder tomar el líquido que había adentro. Puso un poco en una cuchara para que yo probara. Después de pasar medio día buscando eso, preguntarme si quería tomar ese líquido era como preguntar si el agua moja. El problema visual llegó cuando abrió la cáscara y puso el feto (sí: feto, había un patito en formación) en el plato. Al ver eso ya no estuve tan segura de que el agua mojara. Tenía que probarlo, era como una obligación auto-impuesta. Carlito cortó un trocito de yema para que probara un huevo dulzón y suave que se abrió en mi boca.
Prueba de que las primeras impresiones no siempre son las correctas.
No me molestó que él se comiera el pato. Para nada.
Entonces tuve que ir al baño.
Phu My no está llena de templos ni de imágenes coloridas. No fueron necesarias. Dos moto taxistas

Koh Samui, primera parte

Tailandia.
En mis más locos sueños tal vez se me ocurrió llegar a Tailandia.
No. No a Tailandia.
Y sin embargo, acá estoy.
Carlito y Angelito (que suena “anyelito”) comenzaron a caminar y no me dejaron más remedio que seguirlos. Tampoco puse objeciones. Querían que comiera comida tailandesa. Nunca probé. Ni siquiera comida china más que algún chop suei descongelado y calentado al microondas, por lo que no creo que cuente como experiencia de comida oriental. Cuando Carlito me preguntó qué quería comer le dije que confiaba en su decisión. El menú eran fotos de las comidas, tenía el nombre en dos alfabetos, igual que el resto de los carteles, incluso la botella de agua: de un lado leía “Cristal”, del otro sólo símbolos que no pude reconocer. Carlito pidió, regateó precio y se sentó en la mesa con nosotros.
Estaba sentada en una mesa, en un comedor de Tailandia, frente al puerto. Veía los autos pasar en dirección contraria y a mi lado había dos hombres que cada tanto se excusaban y comenzaban a hablar en filipino. Carlito y Angelito son filipinos. Tienen más rasgos latinos que asiáticos, porque las filipinas fueron colonia española durante más de trescientos años; “llegaron los españoles y violaron a todas las mujeres. Después llegaron los japoneses y violaron a todas las mujeres. Y así una y otra vez”, me contó Angelito. Es imposible adivinar las edades. Los dos parecen mucho más jóvenes de lo que son en realidad.
Pues, volviendo a Koh Samui, una isla de Tailandia, allí estaba sentada yo, aprendiendo a decir gracias en tailandés porque la señora que nos servía no hablaba otra cosa. El muchacho que nos atendió cuando entramos sí sabía algunas cosas, aunque se confundía algunos precios (en lugar de cincuenta decía sesenta, por ejemplo). De a poco la mesa se llenó de comida que nunca había visto antes. Sí conozco los tallarines y también los calamares, pero la combinación de verduras, pasta, comida del mar y vaya uno a saber qué más (prefiero no saber), jamás.
Los dos estaban muy pendientes de si me gustaba o no. Pero todo me gustaba. Le pidieron especialmente que mi primer plato (que se llama Papaia, aunque dudo que se escriba así) no estuviera muy picante. Tenía tallarines revueltos con huevo, calamares, algunas verduras y a un costado del plato había maní picado y azúcar (para que no quede tan picante, me explicaron). Después llegó una sopa de pollo, verduras y jugo de coco, que se podía comer con aceite de algún tipo de pescado que era demasiado fuerte. Por último, una sopa de pollo (la mía tenía hasta huesitos de pollo). Angelito y Carlito siguieron comiendo, más pescado con vegetales (uno de los platos tenía ananá). Mi atención cambió de lugar: de la comida a la araña que tejía su telaraña sobre la mochila con mi cámara de fotos. “Es una encantadora. Trae suerte”, me dijeron. No me animaba a romper una superstición filipina, pero tampoco le tenía confianza a esa araña que estaba tan cerca. Así que las arañas traen suerte.
En las pocas horas que pasamos en el puerto y alrededores del puerto de Koh Samui llovió más de tres veces, esas tres fueron verdaderos chaparrones. La entrada del comedor (que, por cierto, no tiene paredes, sino plantas, al menos a la entrada) se llenó de agua y nos obligó a correr la mesa de lugar. No cambiarnos de lugar, sino levantar la mesa y correrla. Después el diluvio se detenía, salía el sol y el calor hacía que el agua se pegar a la piel.

PATTAYA


Tailandia.
Sobre el tránsito
Las calles de Pattaya no son para almas débiles: se necesita una estructura segura para manejar en sentido contrario, sin señalero ni carteles. Por suerte yo tenía a Patricio. Alquilamos una scooter y recorrimos toda la ciudad.
Patricio es la definición de Latin lover. Es chileno. Se baja del ómnibus y extiende la mano para ayudar a las mujeres que estaban detrás de él. Antes de llegar a Pattaya me pregunta si quiero alquilar una moto o dos. Suerte que elegí sólo una, no me da vergüenza admitir que me daría miedo manejar allí. Y lo dice una persona que se crió y maneja en América latina. El tránsito de Pattaya es loco. Se escuchan bocinas a diestro y siniestro, nadie tiene la intención de saludar, sino de avisar, pero avisar qué, quién sabe. Los taxis son comunitarios: camionetas con dos asientos a los lados en la caja, donde se sientan muchas personas. Cada vez que alcanzan un destino, tocan bocina. Se detienen y vuelven a arrancar como si no hubiera nadie más en la calle. También hay motos taxi y taxis auto, como los que estoy acostumbrada a ver, nada más que estos son de un rosa fuerte e intenso que llama la atención en cualquier parte de la calle.
Patricio está acostumbrado a manejar scooters. Se fue de Chile con veinti-pocos años, vivió en Inglaterra, Amanzonas, varios países de sud-América y luego ha recorrido gran parte del mundo como fotógrafo. El toca la bocina, se mete entre los autos haciendo zigzag, acelera y frena como si conociera esas calles desde siempre. Yo, que voy atrás con un casco rosado, me agarro de la parrilla como si no quedara nada más en la tierra. Hasta que entro en confianza, al menos.
Sobre los mercados
Patricio me pregunta si quiero ir al shopping mall o si prefiero ir al mercado de mariscos. Pensé que el shopping mall sería como los que ya conozco, así que elegí los pescados. Luego comprobé que el mall no era como los que conocía: es una feria con aire acondicionado. Parece que los mercados modernos no conocen las paredes.
Las mejores falsificaciones. Carteras D&G, zapatos Gucci, billeteras con Louis Vuitton. La ropa es muy barata, de la calidad no hablo. En los mercados callejeros (a los que estoy acostumbrada a llamarle feria, en España se los denomina rastros) hay toda la ropa que alguien pueda llegar a buscar, desde kimonos hasta sungas. La ropa está o colgada en placas de maderas o (en su mayoría) estiradas sobre una mesa. Al pasar por una de las mesas que vende shorts, veo a dos mujeres que se ponen una pollera larga y ancha; luego, bajo de la pollera, las dos se quitan los pantalones para poder probarse el short. Conversan y ríen entre ellas mientras las personas caminan a su alrededor sin perturbarse. ¿Es que no tienen probadores?
Sobre la comida
Después de ver y escuchar tantas publicidades sobre jabones que matan todas las bacterias, ver a un perro comiendo al lado de un puesto de ventas de vaya-uno-a-saber-qué-tipo-de-pescado, me abrió el apetito. También está lleno de gatos que caminan libres por todas partes. Hay una niña muy bonita que juega con un gatito a los pies de la madre, que le da de comer brolle de pollo. ¿Por qué nos haremos tanto problema por las bacterias en occidente cuando los asiáticos no tienen drama y siguen reproduciéndose y creciendo?
Lo mismo pasó con la señora que preparaba panqueques. Las opciones eran variadas: banana, choclo, papa… la mujer tenía un pequeño carrito abierto con bolsas colgando a ambos lados; en una de las bolsas tenía la basura, en la otra, las papas. A las bananas y a los choclos los vi sobre el carro, donde en un espacio preparaba la masa y en el otro la freía. Pues, a la señora se le cayó el cuchillo al piso (Estamos hablando de un lugar que no tiene vereda, que autos y personas caminan por la calle y que, como dije, hay gatos por todas partes), lo levantó, le pasó un trapito y siguió cortando las bananas.
Nadie me avisó que las bolitas de pollo eran picantes. De cuatro bolitas que tenía mi palito pude comer dos y tuve que comprar una botella de agua para acompañar: un pequeño bocado, un gran trago de agua. Terminé el agua antes que el pollo, que se lo terminó comiendo Patricio. Media hora después aún me ardía la boca. También comí cerdo, también clavado en un palo, y esta vez acompañado con el jugo de una fruta que no tenemos idea de cómo se llama pero que tenía un gusto lechoso.
Hay carritos en las esquinas que venden fruta. Bolsas con trozos de sandía, ananá, papaya, manzana, también botellitas heladas de jugo de tanjarina (la tanjarina más dulce que probé jamás. Exquisita).
Sobre lo eterno y lo mundano
“Massage, happy ending”. Cuando llegábamos a Pattaya, Patricio me dijo que era muy común ver a una joven tailandesa con un viejo europeo. Las calles están llenas de boliches que funcionan durante todo el día. Al parecer el verdadero descontrol es durante la noche, pero muchos viejos europeos no pudieron aguantar. Entendí porqué la canción dice que una noche en Bangkok hace a un hombre fuerte humilde*, si un día en la prórroga de Bangkok les da tanto trabajo a estas muchachas. Le pregunté a Patricio si lo hacían porque no conseguían otro trabajo, me respondió como quién hace una pregunta muy estúpida: nooo, hacen buena plata.
Paramos en uno de los tantos boliches a tomar una cerveza (Shinga, Lager). Las mujeres revoloteaban alrededor nuestro, va, alrededor de Patricio, a mí me miraban y me sonreían, era como si no existiera, en realidad. Masaje con final feliz. A la vuelta de la esquina estábamos en un templo budista. “Eso es lo que me gusta de este lugar”, me dijo Patricio, “que todo se mezcla”.
También fuimos a ver el Gran Buda. Sobre un cerro hay una estatua gigante (de ahí el nombre) de oro macizo. De no haber alquilado la moto no habríamos podido llegar. Antes de subir los escalones hacia el gran buda hay un pequeño templo. Era mi primera experiencia con algo que sólo había visto en las películas. Lo más cerca que había llegado a relacionarme con el budismo fue mientras miraba Siete años en el Tibet. Así que me quité los zapatos y pagué para poder hablar con el monje. El muchacho no hablaba más que algunas palabras en inglés: suerte, amor, suerte, suerte, suerte, que fue lo que me dijo mientras me mojaba la cabeza con una vara. También me puso una cuerda en la muñeca izquierda. No supe qué era hasta que volví al trabajo y le pregunté a mi compañera tailandesa qué significaba. Me dijo que era para protegerme.
Como los templos son tan lindos el del Gran Buda no fue al único que entramos. También fuimos a uno chino que queda cerca del Gran Buda, donde me encantó la estatua de una diosa mujer a la que sus fieles le rezan en tiempos difíciles (¿A qué dios no se le reza en tiempos difíciles?), según decía el cartel delante de su estatua.
Y también entramos a otro templo budista en el centro de la ciudad, rodeado de boliches con mujeres ofreciendo masajes con final feliz. De las puertas del templo hacia adentro, lo sagrado; luego está lo mundano, los masajes, la calle sucia y los gatos que caminan sobre la comida. Eso es Pattaya: un equilibrio entre lo divino y lo mundano.
(“One night in Bangkok makes a hard man humble”)

Un tigre de Asia

Singapur, primera parte.

La primera impresión fue: qué cantidad de verde. Y lo primero que le comenté a uno de los taxistas fue que la ciudad estaba muy limpia. Él se dio vuelta con su cara resplandeciente de alegría y me dio las gracias. Lo tomó como un cumplido. Fue un cumplido, pero no dije “qué lugar tan lindo” sino “qué ciudad tan limpia”. Después me enteré de que era el mejor de los cumplidos porque hay multas para quienes ensucian: por tirar papeles, por dejar los desechos de los animales, pero lo más caro es por escupir.

Así que Singapur es una ciudad estado muy limpia, llena de verde, con flores que surgen de todas partes, hasta de los puentes peatonales que cruzan las calles. La cárcel está en medio de un parque.

Los singapurenses tienen varias lenguas oficiales (inglés, chino mandarín, indi y malayo), por lo que todos sus ciudadanos hablan al menos dos idiomas. El segundo taxista hablaba mucho más, todo con un fuerte acento chino. Me preguntó si había tenido un vuelo agradable desde Estados Unidos y le dije que era de sud-América, de Uruguay. “Ah, la copa del mundo”, me dijo. Resultó ser un gran admirador del fútbol, pero estaba más interesado en el inglés que en el uruguayo (no me pregunto por qué). El metre del restaurante del hotel, en cambio, me mostró una amplia sonrisa y me dijo “Diego Forlán”. Era un hombre indio al que me costaba captarle el acento. Diego Forlán como embajador de Uruguay.

Tenía un par de horas antes de que anocheciera y estaba en la otra punta del mundo. El Jet Lag me estaba matando pero no podía acostarme a dormir. Así que le pregunté al maletero, un muchacho muy simpático con un inglés terrible (pero tengo fe que va a mejorar), qué me recomendaba qué hiciera. “La costa está a cinco minutos caminando”, entendí después del tercer intento. Y por señas más que por palabras me dijo que doblara allí y siguiera por aquí.

La costa no estaba a cinco minutos sino a dos cuadras. Esperaba encontrar aguas cristalinas y alguna que otra imagen de foto de publicidad turística. Nada de eso. Era el brazo de un río que cruzaba la ciudad (tiene varios brazos que cruzan la ciudad ya que es una ciudad que ha robado tierra al mar), con botes de alquiler y un puente que llevaba a una pequeña isla (que, para variar, también era un parque). Al cruzar ese puente tuve una pequeña experiencia de ser observada; fue nada comparado con Elizabeth Gilbert en china, donde un niño se puso a llorar al verla. A mí nada más me quedó mirando una familia entera. Se detuvieron en mitad del puente y me miraron pasar. Todos. Y como iban todos juntos, no creo que por ser asiáticos caminen de la abuela a los nietos todos juntos, así que supongo yo que serían turistas también. Hice lo que pude: bajé la cabeza y seguí caminando. Y yo que quería sentirme un bicho raro: misión cumplida.

Al salir del aire acondicionado del aeropuerto entendí lo que era el bochorno: calor sofocante, sin duda.