miércoles, 6 de abril de 2011

Koh Samui, primera parte

Tailandia.
En mis más locos sueños tal vez se me ocurrió llegar a Tailandia.
No. No a Tailandia.
Y sin embargo, acá estoy.
Carlito y Angelito (que suena “anyelito”) comenzaron a caminar y no me dejaron más remedio que seguirlos. Tampoco puse objeciones. Querían que comiera comida tailandesa. Nunca probé. Ni siquiera comida china más que algún chop suei descongelado y calentado al microondas, por lo que no creo que cuente como experiencia de comida oriental. Cuando Carlito me preguntó qué quería comer le dije que confiaba en su decisión. El menú eran fotos de las comidas, tenía el nombre en dos alfabetos, igual que el resto de los carteles, incluso la botella de agua: de un lado leía “Cristal”, del otro sólo símbolos que no pude reconocer. Carlito pidió, regateó precio y se sentó en la mesa con nosotros.
Estaba sentada en una mesa, en un comedor de Tailandia, frente al puerto. Veía los autos pasar en dirección contraria y a mi lado había dos hombres que cada tanto se excusaban y comenzaban a hablar en filipino. Carlito y Angelito son filipinos. Tienen más rasgos latinos que asiáticos, porque las filipinas fueron colonia española durante más de trescientos años; “llegaron los españoles y violaron a todas las mujeres. Después llegaron los japoneses y violaron a todas las mujeres. Y así una y otra vez”, me contó Angelito. Es imposible adivinar las edades. Los dos parecen mucho más jóvenes de lo que son en realidad.
Pues, volviendo a Koh Samui, una isla de Tailandia, allí estaba sentada yo, aprendiendo a decir gracias en tailandés porque la señora que nos servía no hablaba otra cosa. El muchacho que nos atendió cuando entramos sí sabía algunas cosas, aunque se confundía algunos precios (en lugar de cincuenta decía sesenta, por ejemplo). De a poco la mesa se llenó de comida que nunca había visto antes. Sí conozco los tallarines y también los calamares, pero la combinación de verduras, pasta, comida del mar y vaya uno a saber qué más (prefiero no saber), jamás.
Los dos estaban muy pendientes de si me gustaba o no. Pero todo me gustaba. Le pidieron especialmente que mi primer plato (que se llama Papaia, aunque dudo que se escriba así) no estuviera muy picante. Tenía tallarines revueltos con huevo, calamares, algunas verduras y a un costado del plato había maní picado y azúcar (para que no quede tan picante, me explicaron). Después llegó una sopa de pollo, verduras y jugo de coco, que se podía comer con aceite de algún tipo de pescado que era demasiado fuerte. Por último, una sopa de pollo (la mía tenía hasta huesitos de pollo). Angelito y Carlito siguieron comiendo, más pescado con vegetales (uno de los platos tenía ananá). Mi atención cambió de lugar: de la comida a la araña que tejía su telaraña sobre la mochila con mi cámara de fotos. “Es una encantadora. Trae suerte”, me dijeron. No me animaba a romper una superstición filipina, pero tampoco le tenía confianza a esa araña que estaba tan cerca. Así que las arañas traen suerte.
En las pocas horas que pasamos en el puerto y alrededores del puerto de Koh Samui llovió más de tres veces, esas tres fueron verdaderos chaparrones. La entrada del comedor (que, por cierto, no tiene paredes, sino plantas, al menos a la entrada) se llenó de agua y nos obligó a correr la mesa de lugar. No cambiarnos de lugar, sino levantar la mesa y correrla. Después el diluvio se detenía, salía el sol y el calor hacía que el agua se pegar a la piel.

1 comentario:

  1. Arañas, arañas. Y huesos de pollo. Espectacular. Me deleita.

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