lunes, 12 de diciembre de 2011

Oda a Italia (Parte II)


Ciudad del Vaticano

Los museos Vaticanos casi me hacen llorar. No podía creer que tuviera que pagar 15 euros para ver obras de arte que pertenecen a la humanidad y que llegaron allí, en su mayoría, gracias a saqueos. Pero los pagué y vi obras paganas que tienen poco o nada que ver con la cristiandad, como el Laoconte, un sacerdote troyano que es comido por una serpiente gigante junto con sus hijos. También una bañera gigante de mármol que era parte de la casa de Nerón. Más de una sección llenas de bustos griegos y romanos. Duele más aún cuando se llega a las ruinas del foro romano o al panteón, y el audioguía o el guía o el libro o información en cualquier formato, nos hace saber que esos edificios, columnas o monumentos, existen hoy gracias a que los católicos llegaron, conquistaron y antes de derribar se dieron cuenta de que servía para sus propios propósitos. Por más que quiera ver al Panteón como la iglesia de vaya uno a saber qué santo, no puedo, para mí sigue siendo en Panteón de todos los dioses.

No tengo mucho más para agregar sobre la ciudad del Vaticano. Me dio pena que no me sellaran el pasaporte, la capilla Sixtina me dejó con la boca abierta y mantuve una gran conversación en spanglish con la guía. También me dieron muchas ganas de abrazar al que fue mi profesor de arte. Por todo lo demás, me pareció demasiado. Demasiado grande, demasiado hermoso, demasiado ostentoso, demasiado caro.

Trastévere

Silvana, como ya dije, tenía anotados todos los puntos que debía ver en Roma antes de seguir su viaje a Nápoles. Así que la seguí al castillo de San Ángel y también al barrio de trastévere, dónde se suponía que íbamos a ver artistas, pero vimos borrachos sentados al sol en una fuente.

Calles pequeñas (de esas que a mí me encantan), ropa colgada entre una pared y la otra, el ocre como color primordial. A ver, odio el color ocre. Ese sentimiento es casi tan antiguo como yo: en la escuela teníamos tarjetas de ejercicios y cada color de tarjeta representaba su dificultad. No me acuerdo cuál era la más simple, pero ocre era la más difícil. Jamás llegué a la color ocre. Jamás de los jamáses. Sin embargo, caminar por las calles pequeñas de Roma entre fuentes y pequeños cafés, el color ocre cambió de panorama. Casi me gusta. Trastévere sin duda me gustó.

Fontanas

Entre las fuentes y los puentes no sé qué prefiero. Tenía un amigo al que le daban miedo los puentes desde que era chico porque allí habitaban los trolls. Como en Uruguay no tenemos animales tan legendarios como él tenía en Inglaterra, para mí los puentes eran lugares a dónde iba a pesar de chica con mi padre y mi hermano. Pero las fuentes. Serán simples o complejas. Las fuentes dieron vida a la ciudad de Roma en la época de los emperadores. Agua corriente por toda la ciudad. Y así terminó de caer roma: con los bárbaros destrozando los acueductos.

Me gustaría poder elegir mi fuente preferida, como lo hizo Elizabeth Gilbert, pero ella vivió en Roma tres meses y yo sólo pasé allí cuatro días. Las que más me gustan son las fuentes que escupen: me da mucha gracia tomar agua de esas fuentes y, a la vez, no puedo evitar tomar agua cuando veo una cara que larga agua por la boca.

A la Fontana de Trevi llegamos de noche. Trípode en una mano, cámara en la otra y un par de monedas en el bolsillo. Yo sabía lo que quería: el agua cayendo como una sábana. Moví el trípode para acá, la perilla para allá, y hasta la mochila le colgué para que quedara más estable. Dejé de respirar al apretar el botón y pensé que necesitaría un disparador a distancia por el buen trípode (muy irónico) que tenía. Fotografía nocturna es algo a experimentar.

Piedras viejas

Esa noche, al volver al hostal, volvimos a encontrarnos con la brasilera y la colombiana. Ellas habían entrado al Coliseo. “Ah, qué divino”, dijo Silvana, “¿cómo es? Yo voy mañana”. Las dos se miraron. “Es aburrido”, dijo la brasilera. Yo dejé de hacer toda actividad y nada más la miré. Entre todos los adjetivos que se me ocurrían para el coliseo, “aburrido” no se acercaba ni un poquito. Seguro que las personas que solían visitarlo sentían cualquier cosa menos aburrimiento: no los espectadores y mucho menos los gladiadores. “¿Aburrido?”, le preguntó Silvana que, seguramente, sintió lo mismo que yo. “Está lleno de piedras viejas”, dijo la brasilera. He perdido el respeto de muchas personas por menos. Me reí, pensando que era un chiste. Pero no. Lo decía de verdad. No le gustó ni el Coliseo ni tampoco el Foro porque estaba todo en ruinas.

¿A qué va uno a Roma?

Todavía no entiendo qué es lo que esperaba ver.

A mí, que me encantan las piedras viejas, las ruinas y todo lo que tenga un poquito de historia, el Coliseo hizo que quisiera besarme y el foro romano que armara una carpita y me quedara a vivir allí. Silvana llevaba el audioguía y yo la cámara. Caminábamos las dos de costado con el aparato en el medio de las dos cabezas, tratando de entender para dónde teníamos que caminar, a la vez, mirando al suelo para no tropezar.

Silvana y yo nos despedimos en la esquina del hostal: ella se fue a buscar sus cosas, yo a tratar de hablar chino para comprar comida.

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