jueves, 2 de agosto de 2012

Brujas



La primera vez que fui a Brujas fue en el marco de una relación de poca amistad que moría. La segunda vez, me acompañó un nuevo conocido mientras fortalecíamos nuestra amistad.

Aquella vez era otoño. Los árboles perdían su refugio y una capa de hojas ocre tapaban parques y veredas. Meses después, lo único que recordaba de mi visita a Brujas eran tres cosas: 1. Que era una ciudad hermosa. 2. Que la vi tras las lágrimas. 3. Aquél pájaro que no me dejó comer mis papas fritas en paz. Esta vez, sin embargo, me asombré de todos los detalles que recordaba. Como que para ir al baño en la estación de trenes hay que pagar 50 centavos o que de camino entre la estación y la ciudad había un canal con un puente muy fotogénico. Arrastré a Jon, a su cámara y a la mía, esperando encontrar todas esas hojas como manta sobre el pasto seco. En su lugar, encontré niebla sobre el agua y pasto de un color muy verde.

A Bélgica me llevó la ex madrastra de mi hermano falso. Me dijo que una de sus mejores amigas vivía cerca de Amberes y que si quería, podría preguntarle si tenía lugar para mí por un par de días. No sólo eso, sino que también se ofreció a llevarme al otro país. Dos días antes me había peleado definitivamente con mi novio de aquel momento. Lo único que quería hacer a esa altura era esconderme en una cama y comer Nutella. Mucha Nutella. Sin embargo, me levanté temprano, traté de entender cómo es que funciona el sistema de boletos de trenes en Bélgica y me tomé el tren a Brujas. (Sinceramente creo que por un momento fui capaz de entender cómo funcionan esos boletos, pero no me considero apta para explicarlo).

En la casa donde pasaba la noche había una estudiante de intercambio brasilera. La nena me dio pena y me llenó de energías al mismo momento. Ella quería ir de intercambio, pero no quería aprender inglés. Después de pelearse con el padre porque en realidad ella quería saber hablar francés, se dio cuenta de que no quería ir a Francia por ese preconcepto que todos tenemos sobre la personalidad hostil de los franceses. Así que la madre le ofreció ir a Bélgica. En Bélgica hay tres idiomas oficiales: holandés, francés (aunque no se atreva uno a preguntarles si hablan francés) y alemán. La nena tenía una de tres oportunidades. Y no ligó bien. Fue a parar en la parte holandesa cuando no sabía siquiera presentarse en ese idioma. Ella se ofreció a acompañarme a Brujas, le agradecí y le dije que no era necesario. No tenía ganas de ser simpática.

Esta vez llegué con un nuevo amigo. Un compañero de trabajo con el que compartimos algunos mismos intereses y un placer inexplicable al hablar sin parar. Jon es sudafricano, siempre sale con su cámara de fotos y se le ocurren los planos más extraños de cosas muy simples. Deja que lo arrastre a todos lados sin preguntar y cuando él quiere ir a algún lugar, hace lo mismo.

Me encanta Brujas. Es una ciudad que se quedó en el tiempo. Una iglesia en cada cuadra, como si Bélgica tuviera que probar frente a sus vecinos protestantes que es un país católico. Cada esquina tiene una figura de la virgen o a Jesús colgando de cruces rectas, decoradas o puntiagudas. Como buena ciudad que supo ser mercante, tiene grandes espacios libres, plazas públicas para que los mercados tuvieran lugar. Pero a la misma vez, tiene calles angostas, húmedas que desembocan en canales llenos de botes. No puedo dejar la cámara quieta.

Caminábamos, entonces, por una calle de piedra, rodeados de edificios de vaya uno a saber qué siglo, cuando detrás de una ventana ancha, roja y con rejas negras, encontramos a una mujer sirviendo el desayuno a un niño. Hasta ese momento no me había percatado de que hay personas que viven en Brujas. Es como algo que se sabe, pero se deja aparte en algún rincón de la mente que no se toca para no romper con la magia del lugar. En cambio, tener a ese niño frente a mí, con el tenedor en la mano, volvió todo más real.



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