sábado, 11 de junio de 2011

Tres uruguayos y medio

1. “Catalina, sos uruguaya”, escuché de una voz suave y dulce. Miré sobre el mostrador y encontré a una mujer delgada y rubia, muy bonita, que, con los ojos bien abiertos, esperaba una respuesta. “Si”, fue lo único que pude decir.

No hizo falta más que salir del mostrador para que esta mujer me tomara en sus brazos en el abrazo más maternal que he recibido desde que dejé a mi mamá y besara mi mejilla. Ella también era uruguaya, por supuesto.

Dos minutos después de conocerme se puso a las órdenes para llevar cualquier cosa a Uruguay, que ella se lo podía hacer llegar a mi familia.

Tres o cuatro días después el barco no dejaba de moverse. Estaba convencida de que nunca más en mi vida iba a ser capaz de probar bocado, que mi estómago no iba a soportar tanto movimiento durante seis meses. Pero no quería faltar al trabajo en la primera semana, así que me hice de tripas corazón y aparecí en la galería. Ella también apareció. Me preguntó cómo me sentía, me hizo saber si disgusto por mí, porque era mi primera semana allí, y también se ofreció a darme medicamentos contra el mareo.

2. Antes de que mi primer mes aquí terminara tuve que ayudar a esta señora que no sabía cómo decirme, en inglés, que quería sus fotos. Balbuceó un poco hasta que le pregunté qué idioma hablaba. “Español”, respondió. “Ah, yo también. Venga conmigo”. Y me siguió. Buscamos y encontramos sus fotos, hasta qué, cuando la estaba por dejar, le pregunté de dónde era. “De Uruguay”, me dijo. “Yo también”.

Y resultó que no sólo es de Uruguay, sino que vive en un apartamento a dos cuadras de donde vivo yo. Vamos al mismo supermercado, bajamos a la rambla en el mismo lugar. Estuve trabajando una semana cruzando la calle de su edificio. Dos cuadras. Y nos venimos a conocer en Asia.

Por supuesto que se puso a disposición para llevarme cosas a casa. Igual que la vez anterior mandé fotos. Pero esta vez también mandé monedas chinas antiguas y monedas de Hong Kong modernas.

3. A la tercera uruguaya la conocí a las seis y media de la mañana. Ella bajaba del barco en dos horas. Yo hacía un gran esfuerzo por trabajar a esa hora.

No hablaba inglés. Mi amigo Rifki, que fue quien la atendió, me dijo que era toda mía. Así que ella miró a mi etiqueta. “Sos de Uruguay”, me dijo en un acento entre cansado y tocando el cielo con las manos. El abrazo llegó por arriba del mostrador. Ella es del prado, aunque se fue a vivir a Buenos Aires cuando se casó. Se disculpó por vivir en Argentina; de vivir en Uruguay llevaría cosas para dárselas a mi familia.

Y ½. Una de las partes que menos me gustan de mi trabajo es tener que sacar fotos en los restaurantes. Hay todo tipo de gente, el mundo es un lugar generoso; entonces están los que te tiran con el plato por la cabeza, los que te dicen “no, gracias” y los que, aunque no quieran fotos, te conversan. Pero también están los que sí quieren fotos aunque de todas formas te tratan como a la basura, los que quieren la foto pero no dan mayor importancia a la presencia de uno en la mesa. Y los que quieren la foto y se ponen a conversar. Ya hablaré de mis conversaciones por señas, mitad español, mitad inglés mientras que el receptor es japonés. La vez que nos atañe fue con un grupo grande de canadienses, de quebecq. La conversación varió del inglés al francés. Y del francés al español cuando uno de ellos gritó “¡Uruguay!” arrastrando la erre. Vi justo la cara del hombre que me miró. Noté como sus ojos se iluminaban y su sonrisa se agravaba al acercar su cara a la insignia que bajo mi nombre y mi profesión dice mi país: “Uruguay”.

Se mudó a Canadá antes de que yo naciera pero no fue impedimento para que me hiciera historias (rapiditas y entreveradas) sobre la ciudad en la que se crió: Mercedes.

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A los tres uruguayos y medio los encontré en Asia. En las antípodas.

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