sábado, 15 de septiembre de 2012

De cantos de dioses y cóleras funestas



"Canta oh diosa! La cólera del pelide Aquiles. Cólera funesta que casó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes a quienes hizo presa para perros y pasto para aves".
La Ilíada. Canto I. Homero.

El texto anterior salió de memoria. De las mil y una veces que comencé a leer la Ilíada sin pasar al siguiente párrafo por no entender ni palabra de lo que decía. Sin embargo, y más allá de mi ignorancia, no me rendía: quería saber qué le pasaba a Héctor, quería leer cómo era que moría Patroclo y también cómo era que tantos dioses podían convivir en una misma historia.

No tenía más de doce años cuando supe que existía la mitología griega. Senté a mis padres (uno por las matemáticas, la otra por las biologías: la mejor dupla para mi propósito. Con toda la ironía) en el living de casa y les pedí que me contaran qué era eso de los dioses del Olimpo. Entre los dos consiguieron contarme más de una historia, haciendo fuerza para recordar lecciones de secundaria.

Y el veredicto fue enamorarme de todas y cada una de las historias. Incluso de las que no entendía. De las que me resultaban empalagosas, repugnantes y hasta dulces.

No fue hasta que llegué a la universidad donde tuve la obligación de leer la Ilíada. Y con las explicaciones precisas, este se convirtió en mi libro favorito. Tanto que mientras lo leía falté a un par de clases porque no podía salir de la ficción; era como si estuviera en el mismo carro con Ayax peleando por recuperar a la reina Helena. Y años después tuve que convencer a otro profesor de que, definitivamente, la Ilíada era uno de los libros favoritos (y que me gustan las novelas; por eso escuché su comentario: "eres rara" - qué noticia).

Después de tantos años de soñar con cóleras funestas y con cantos de musas, al fin, puse mis pies en las islas.




"Ciudadanos venerables, honor de Argos que estais reunidos aquí, no me avergonzaré de mostrar frente a ustedes el amor que siento por mi esposo..."

En teatro (de cuando me paraba en un escenario y fingía ser otra persona sólo por amor al arte) me tocó el papel de Clitemnestra en la tragedia griega Agamenon. Y tan facsinada que estaba por esta mujer tan retorcida, que hasta la comprendía. No sé si haría lo mismo en su situación, pero es que los griegos no creían en la libre elección. Para ellos no existía tal cosa sino que todo se regía por el destino, ni siquiera los dioses podían contra ese destino. Totalmente opuesto al mundo occidental de hoy. Las personas, sin libertad, se veían obligadas a actuar por fuerza agena. Y la verdad, que a modo griego, otra persona en zapatos agenos, después de vivir como Clitemnestra toda su vida y de verse en la misma situación, 
actuaría de la misma manera: asesinando a su marido. 


Ahora nada más quiero volver a Grecia. Y quedarme por esos lares a sacar fotos, hacer playa y visitar el oráculo de Delfos.

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