martes, 4 de septiembre de 2012

De primeras impresiones

Paris, Francia.

Hablar de Paris es totalmente de caradura. Una ciudad tan grande no se percibe en cuatro  o cinco horas. Pero ese era todo el tiempo que teníamos.

El barco abrió sus puertas a las 7 de la mañana. Diez minutos después corríamos a buscar un taxi que nos llevara a la estación de tren. La Harve queda a dos horas y pico en tren a Paris, tiempo suficiente para tomar una siesta antes de llegar a la ciudad del amor. Aunque nada de festejar el amor: al grupo lo formábamos tres personas tan distantes las unas de las otras que es increíble que hasta seamos amigos. Sam es iraní-canadiense, su único interés con París era la Torre Eiffel en todos sus ángulos. Ariel es argentino, fotógrafo de prensa y se pregunta todos los días qué hace sacando fotos de personas sonrientes. Y yo que lo único que quería era llegar a París y después sacar la cámara.

Ni miramos el mapa. Tampoco pensamos en el camino más inteligente para ver la mayor cantidad de cosas posibles antes de volver a la estación de tren. Seguimos a Sam por el metro número 9 a Trocadero. Y a la vuelta de la esquina, allí estaba: esa estructura de hierro colocada en la ciudad para la exposición universal de 1889. Aún de pie, rodeada de gente, de verde y de carruseles.

Ariel y yo seguimos nuestro camino. Bordeamos el sena sacando fotos de las personas que caminaban con nosotros, de aquel puente llenos de candados de enamorados (y de enamorados colgando nuevos candados). Pasamos por las tullerías, por palacios reales, por lugares que en su momento estuvieron hediendo a sangre, calles pequeñas que supieron conocer las barricadas. Caminábamos por calles que no se recuperaban de una revolución para caer en la otra.

Y todo eso sin detenernos a pensar en lo que sucedía a nuestro alrededor. En lo que ese lugar acunó en la historia. Queríamos llegar al Louvre y a Notre Dame, mirábamos el reloj con miedo, caminábamos a las apuradas sin saborear el momento.

Hasta que lo hicimos. Hasta que quedamos a media cuadra de la catedral de las gárgolas. Tan cerca como nunca antes del jorobado y de Esmeralda. Entonces nos venció el hambre. Crépès y café. Respirar el aire parisino, dejar de mirar las tiendas de souvenir.

Luego seguir a la carrera. A las fotos rápidas. A conversar sobre fotografía de calle y comenzar a hacer experimentos con ella.

Es imposible conocer una ciudad tan grande, tan llena de historia y de vida en un par de horas. Pero a la vez, es imposible estar tan cerca y no llegar a ella. No dejarse encantar.

El año pasado una de mis mejores amigas fue a París. Al volver me dijo que estaba sobrestimada: que tiene olor a pichí y que está sucia. Que el metro está por caerse a pedazos. Es imposible ir a Londres, luego a Paris y que la segunda gane. Pero también me dijo que tenía que ir y comprobarlo por mí misma. Es que esta ciudad tiene magia. En todo su empalague de edificios decorados y puentes ostentosos, tiene un aire que atrapa. Tiene una historia que no pasa de ser percibida.

Es cierto, hay olor a pichí, es un lugar sucio y la iluminación del metro hace que quieras tirarte a las vías. Especialmente cuando Ariel y yo pretendíamos volver a la estación de tren y el metro paró en la mitad del túnel. Él, después de haber vivido años en Buenos Aires, nada más se rió de mi cara de susto; yo que nada tuve tres meses de aprender francés (el tiempo suficiente para decir mi nombre y que no hablo el idioma) quería que alguien me tradujera lo que decía el altavoz.

Y en la estación de tren volvimos a encontrar a Sam que había decidido quedarse en la Torre. Otra siesta a la vuelta y una vez más a trabajar.


De más está decir, a esta foto no la saqué yo. Las mías llegarán después. Esta imagen me ayudó durante mi contrato anterior con Princess, a llegar al final del mímso. A soportar compañeros maleducados y novios innombrables. También fue el fondo de mi celular durante más tiempo del necesario ya que es la metáfora perfecta de salir al mundo y del vértigo que da al notar lo grande y diferente que es.


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