jueves, 4 de abril de 2013

De diferencias culturales, tal vez


La vida de abordo no es fácil. Algunos se quejan de que están lejos de su familia, otros de que el tamaño de las duchas es inhumano. También se quejan de que estar todos los días en un lugar diferente del globo no es vida. Yo no me quejo, si vuelvo es porque quiero. Es cómo tomar un ascensor para ir al bar, no tener que esperar un bus ni sacar el auto del garaje para ir a trabajar. También me gusta tener compañeros de trabajo que hablan otros idiomas, como Nacho, un indio de Goa que me enseñó lo básico en hindú (cómo me llamo, cuantos años tengo, cómo estás y dónde queda el baño), o Carlito, un filipino que trató con sus mayores esfuerzos a enseñarme a regatear.

En cambio no me gusta compartir mi habitación. Soy egoísta. Mis cosas son mías y no se tocan. Demasiadas discusiones tuve con mi hermana desde que nació como para saber que lo que es mío es mío. Y lo comparto con quién yo quiero. En este caso “quien yo quiero” no es la que comparte mi habitación. Una canadiense petisita y, según una amiga argentina, con “cara de galletita” que además de ser desordenada, la rubia es sucia y me saca canas de todos colores. Hablá con ella, tené paciencia, es chica, todos consejos lógicos pero tontos, porque hay cosas que no son necesarias explicar. Por ejemplo: nena, si comés papitas no dejes todas las migas en la alfombra; o, nena, si venís de la playa sacate la arena antes de entrar al barco no en la puta ducha, y menos si no vas a limpiar la ducha. Esa es la magia de las diferencias culturales, supongo. Y podría ser peor, porque al menos esta petisa siempre está de buen humor y puedo decirle todas esas cosas que le tengo que decir.

Pero siempre hay un momento para hablar y otro para actuar. La verdad es que me cansé de hablar. Me encanta hablar. Puedo pasarme horas hablando, hasta se me derriten los helados porque hablo tanto. Hablar de la vida es una cosa, hablarle a esta chiquilina sobre cómo mantener un estándar de vida mínimo, es otra, especialmente porque sí tengo una hermana menor, pero no es ella, y porque no soy su madre.

Así que me cansé de limpiar sus vasos con restos de red bull y vaya uno a saber qué trago con frambuesa y llamé al cabin steward.

Es un indio buenmozo que viene del sur de la India. Muy respetuoso y de pocas palabras. Por primera vez, en tres contratos, necesito una persona que limpie la cabina en la que vivo. Y cabina es el nombre por algo: es lo que es, una cama, dos lockers, un escritorio y un baño chiquitito. Nada más que un lugar donde podemos apretar personas para hacer una fiesta. Y, sin embargo, hay que pagarle a otra persona para que venga a limpiar.

La verdad es que Sarath (así se llama) desde el primer momento me calló bien. Yo trataba, con todos mis esfuerzos, de hacerle hablar, pero era duro el indio. Demasiado respetuoso, nunca entraba a la habitación si había otra persona y si se daba la casualidad de que yo no trabajara cuando él llegara, me ofrecía volver más tarde hasta que yo le decía que no se preocupara, que me quedaba leyendo en el pasillo. Así se daba la cosa, yo tratando de saber de su vida, él riéndose de la mugre en la cama de mi roomate.

Hasta que se dio. Un día comenzó a hablar y luego no paró. Sarath es del sur de la India, habla 4 idiomas, los tres que son oficiales en su región e inglés. Era oficial de navíos en un país de arabia que no me acuerdo, pero por algo que no entendí terminó trabajando en la lavandería en Princess. Está casado, por supuesto, la esposa es muy bonita, hasta me mostró fotos, una india de pelo negro y largo con una marca roja entre ceja y ceja, flaquita y de la misma altura que él. Además, Sarath tiene una hija. Y esta es la mejor parte. Me dijo que desde hacía un mes era padre. Como cada vez que me entero de que hay un bebe de por medio me pongo tarada, le ofrecí mis felicitaciones y me mordí la lengua para no preguntar nada más que el nombre. Sin embargo, no estaba preparada para la respuesta: es una nena que no tiene nombre. Hasta después de los 6 meses no va a tener nombre, cosas de cultura, me dijo. Él quería un varón, pero llegó una nena. Le dije, en chiste, que me sentía ofendida porque yo también era la mayor y soy mujer, pero él respondió que no era por eso, sino por la dote: cuando quiera casar a esa nena va a tener que ofrecer muchos miles de dólares, de la misma forma que él recibió plata cuando se casó con su esposa. “Dote, ¿sabés lo que es?”, me preguntó.  Yo, ingenua de mí, que pensaba que eso ya no existía.

Nacho ya me había contado que es ilegal saber el sexo del bebe antes de que nazca, que es por cuestiones de abortos. Y la verdad que no sé qué fue lo que me llamó más la atención de esa conversación, si la nena no tiene nombre o si es que sus padres tienen que juntar más de 40 mil dólares para sacársela de encima si la quieren casar.

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