viernes, 30 de noviembre de 2012



Hay que probar de todo en la vida, ¿verdad?

(No aplicable a comer gusanos ni cucarachas. Ni tatuarme el nombre de mi novio en la mejilla)

jueves, 29 de noviembre de 2012

Oda a Pancho

La verdad es que no hace falta caminar demasiado lejos para contar historias. Podría gastarme todo el espacio que me otorga blogger escribiendo sobre Pancho, mi vecino de abajo. El que vive en la calle. Hace años que somos vecinos. A veces, él cuida los coches. Generalmente, come. Pero siempre, siempre, siempre, tiene su cigarro (no pregunten de qué) pronto para fumar.

Siempre tiene un tema de conversación. El más reciente fue que se quería comprar una armónica. Me ve entrando al edificio y me tranca la puerta, como de costumbre. Ya ni me da miedo, la verdad. Me pide catorce pesos. "Ah, Pancho", le digo, "tantos meses que no me ve y lo primero que hace es pedirme plata". "No, plata no", me dice él, "es que me quiero comprar una armónica que me sale ciento catorce pesos y me faltan catorce". Ni aunque fuera por una buena causa, excusa y para casa. Pero resulta que consiguió la armónica, así que cuando volví a salir me hizo adivinar la melodía. No había forma. "¡Escuchá!" me decía y repetía. Pero la verdad es que no tenía idea. "Orientales, la patria o la tumba", empieza a cantar. Ok, el himno.

La vez anterior, al verlo después de seis meses, me cuenta que estuvo de vacaciones en  el  Comcar (cárcel) porque alguien lo quiso matar, él se tuvo que defender. Y lo terminaron encerrando.

Pancho (que ese no es su nombre verdadero sino como yo lo llamo), es la prueba de que el hombre no necesita tanta comida, que las drogas no son tan malas como los medios, médicos y padres nos quieren hacer creer, que el techo sobre la cabeza está sobrestimado y que con una armónica se puede ser feliz. También que la calle crea anti cuerpos naturales, que los zapatos también están sobrestimados y que yerba mala nunca muere.

sábado, 24 de noviembre de 2012

Candados universales


Por esas cosas que son universales.

Por esos detalles que encontramos en un país extraño que nos hacen sentir como en casa.

Para ser una persona tan parca siempre fui asquerosamente romántica.

Montevideo, Uruguay. A unas cuadras de donde vivo hay una fuente llena de candados. Simbolizan el sello del amor eterno de las parejas valientes que se animan a tal juramento. Más allá de que me anime o no a hacer tal promesa, las personas que sí lo hacían siempre llamaron mi atención, especialmente porque no entiendo el modo en que esa cabeza funciona. Cada vez que veo a dos personas cerrando el llavero con las iniciales o los nombres grabados me pregunto cuánto durarán juntos.

Vladivostok, Rusia. Es una baranda en el lugar menos indicado: delante del monumento a la ciencia en la universidad tecnológica. Frente a la dedicación y moderación de la racionalidad, los nuevos matrimonios sellan el amor eterno en un candado. Sacaba fotos, encantada de encontrar por primera vez fuera de Uruguay algo tan cercano a mi hogar. Estaba en la otra punta del mundo, sin poder ir más lejos, justo en las antípodas, y ahí estaba yo, en la misma posición a tan cerca de casa: de rodillas sacando fotos, haciéndome la misma pregunta: ¿cuántos nombres de esos candados seguirán juntos?

Praga, República Checa. Con el mapa en el bolsillo porque para perderme prefiero que sea por culpa de mis pies y no del pedazo de papel. Crucé puentes y caminé por calles que no recuerdo, otras hermosas, antiguas y puentes con músicos callejeros que me obligaron a detener la marcha. Hacía frío, estaba enferma y hacía poco me había peleado con mi novio, pero no paraba de recibir mensajes de su ex novia. En esa situación me encontré frente a frente con los candados cerrados en un pequeño puente escondido entre calles pequeñas y puentes gigantes. Me resultaron de una ironía espectacular.

Roma, Italia. La primera noche en el hostal conocí a una Argentina que viajaba por Europa y trataba de cortar con su novio de toda la vida. Caminamos juntas por la ciudad del amor criticando al, justamente, amor. Y a todos los amores pasados. Y por las dudas, a los amores futuros. Dos por tres parábamos para ver dónde estábamos. Después seguíamos conversando, intercambiando y lloriqueando. Encontramos los candados afuera del Coliseo. Lugar sangriento, de esclavo y muertes. La ironía, entonces, también fue espectacular.

París, Francia. Donde no podían faltar candaditos con nombres y corazones enmarcando el romanticismo extremo, empalagoso y pomposo que presenta París (que es demasiado caro y tiene olor a pichí). Las perspectivas cambian: la primera vez que fui lo hice con dos amigos con los que caminamos tanto como pudimos. La segunda vez estuve en un almuerzo romántico por el Sena con un amigo. Sin embargo, los candados, las dos veces, me resultaron adorables y la cereza de la torta de esta ciudad que no se cansa de hablar de amor.


jueves, 22 de noviembre de 2012

Castillos y clichés

Brastilava, Eslovaquia.


No me explico cómo hizo Dante para salirse del camino recto recién a los treinta y tantos años. A mí me cuesta horrores seguir un camino, aunque esté torcido, aunque tenga mapa o aunque vaya con alguien. El camino recto suele ser aburrido, sin escoyos y, generalmente, se termina en donde se planea ir. ¿Dónde está la aventura en esa oración?

Me perdí antes de llegar a Eslovaquia. Con fiebre y sin digerir alimento, mi hermano menor me recomendó quedarme en Holanda, pero no, me hice de garras corazón, tomé trenes y aviones. En todo el sentido lógico y europeo de la situación, mi hermanito tenía razón: quedarme adentro, calentita y mejorarme. En todo el sentido personal y latino, lo único que rondaba en mi cabeza era que nunca más en la vida iba a volver a ir a Eslovaquia. Así que mi estómago podía arreglarse en un par de días y ya iba a recuperar las fuerzas. Pero que me iba, me iba. Y me fui.

Tampoco que fuera una enfermedad crónica. Lo único que sí pasó es que me desvanecí subiendo las escaleras a un castillo. Por eso cuenta como perderme del camino. Para ser sincera, yo subía los escalones apretando los dientes pero más por cansancio que porque me sintiera mal. En mitad del camino un grupo de amigas me pide que les saque una foto, lo hice. Seguí subiendo los escalones. Puntos suspensivos. Pasé de estar en los escalones a estar sentada en un banco con estas mismas amigas haciéndome aire con sus guantes.

No me robaron nada ni me tuvieron que internar. Además, tengo fotos del castillo, así que consciente estuve.

La idea de Dante y de cómo pudo perderse tan tarde en la vida surgió surcando las calles de esta ciudad. Resulta que para ir del punto A al punto B busco el camino más corto en el mapa, como todas las personas. Pero una vez que comienzo a caminar, como seguro que hacen muchas personas también, me entretengo en el camino, se me cruzan otras calles atractivas que quiero conocer. Llegar al punto B, que en un principio parecía tan simple, se convierte en un paseo de día completo. Pero en Bratislava estaba cansada, con poca energía y sin poder comer nada, así que me reté a mí misma después de uno de esos famosos desvíos. Me dije todo lo que mi hermanito me habría dicho por demorar tanto, por darle tantas vueltas a las situaciones y por nunca llegar al destino. A partir de ese momento iba a ir sólo a donde me dirigía.

La decisión me duró, literalmente, un paso. Entonces estos escalones de piedra muy mal llevados por el tiempo aparecieron a un costado y quise saber a dónde llevaban. La historia de mi vida.

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Noc-Noc en la puerta. Una mujer alta y de dientes grandes asoma la cabeza por la puerta. La habitación del hostal ya no era mía. Marie se presentó a sí mísma y yo hice lo propio. Ella es francesa y estaba recorriendo Europa del Este en camino inverso al que estaba haciendo yo. Coincidimos una noche en el hostal de Bratislava. Las dos cansadas, pero casi no dormimos. Después de que ella me demostrara todos los clichés franceses posibles, abrió su mapa europeo en el piso de la habitación y comenzamos a comparar ciudades y destinos.

Cliché número uno: no podía creer que siendo yo de Uruguay, donde ella considera que están los hombres más atractivos (y también en Argentina), mi ex novio fuera inglés. "Porque los ingleses son... feos". La verdad es que me reí, porque algo de razón tiene. Especialmente viniendo de Francia. No esperaba otro comentario. Cliché número dos: me contó que era del norte de Francia, de la región donde están los castillos más hermosos, "aunque, ¿qué te voy a decir? Todo Francia es hermoso".

-x-x-x-

Bratislava es hermosa. No tiene la misma belleza rica de Viena ni las historias que cuentan los edificios y las calles en Praga, tampoco la luz que el Danubio le da a Budapest. Esta ciudad es hermosa porque a cada paso que se da por esas calles, cada edificio que vemos nos demuestra que es un lugar que sobrevivió. Que supo estar mal, que está peleando por estar bien y que va a conseguir estar mucho mejor. Así me sentía yo en ese momento: desgastada, con la pintura caída y poco cuidada. Pero no me iba a dejar vencer por el tiempo ni por los gobiernos, ni por las personas. Ni por la falta de alimento. Iba a subir los más de docientos escalones para llegar al castillo, pasara lo que pasara. Bratislava avanza. Más despacio que las ciudades vecinas, pero lo hace. A fin de cuentas, no importa la velocidad, ni qué tan rápido llegamos al punto B, sino que lleguemos a él. Cuantas más vueltas demos antes de llegar a la meta, más conoceremos del camino.


martes, 20 de noviembre de 2012

Humo por las orejas

Me fui 6 meses. Recorrí más del mundo que cualquiera de las personas que he visto en los últimos tres días. Llegué a lugares que nunca pensé que llegaría. Y estas personas tampoco pensaron. Es más, seguro que de algunos ni siquiera sabían que existían. Caminé por calles de cuentos de hadas. Otras que salieron de cuentos de terror. Y otras totalmente ordinarias. Hice amigos de países lejanos y cercanos. Aprendí a hablar hindú. Soy mejor fotógrafa. Me considero un poco mejor persona (un poco nada más). Toqué el océano Ártico y crucé el Atlántico.

¿Y lo primero que se te ocurre preguntarme es si tengo novio?

Valijas


Hay dos cosas que me aburren mucho: 1. Armar valijas. 2. Desarmar valijas.

Así que dos meses después de volver de Holanda, el año pasado, una amiga entró a mi cuarto y me preguntó por qué tenía las valijas con cosas todavía. Si total, le respondí, son cosas de invierno que no necesito. Ahí estaba la pobre, echando raíces en un rincón de mi habitación.
La última vez que me fui de Uruguay estiré tanto el armado de la valija que comencé a hacerlo la última madrugada, entre la una y las cuatro de la mañana, para dormir sólo dos horas antes de tomar el avión.

Pero hay ocasiones en las que los tiempos están medidos. Esas son mis favoritas, así me dejo de excusas o de mirar series en la computadora y me pongo a hacer lo que debo.

Al final de mi primer contrato con Princess tenía toda la tarde para armarme las valijas y dejar todo pronto para volver a casa. Como el tiempo era abundante, me fui a tomar un café, a conversar con algunos amigos y regalar cosas que no pensaba llevarme. Mientras tanto, el tiempo pasaba, mi ropa seguía en el armario y mis cajones, llenos.

Cuando volvía a mi cabina, rendida ante la idea de preparar todo para irme, encontré a Werner, un amigo sudafricano que también tenía la tarde libre. Lo senté en el pasillo, al ladito de donde yo tenía que estar y le pedí que me hablara. Lo hizo, habló de safaris y de Tahiti. Le di lo que me sobarba de café, de pasta de dientes, y alguna otra pequeñez que apareció en el camino.

Al final de este contrato el desfile de personas que entró y salió de mi cabina fue mayor. Tomás que tiraba papeles de bombones en mi escritorio, Facundo que lo retaba. Ariel que me copiaba canciones, Laura que quería coordinar todo. Yo, luchando contra el aburrimiento, tratando de seguir doblando ropa y de no olvidarme la que había puesto a lavar.

Por más que me guste viajar no hay forma que a eso lo acompañe el preparado.

viernes, 9 de noviembre de 2012

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Diez días


Noviembre 7. Tendría que estar en casa. En lo posible, tomando sol en el jardín de la casa de mis padres, tratando de sacarme a las perras de encima y esperando a que alguien llegue con el mate. Durmiendo hasta tarde, quedándome despierta hasta tarde. Poniéndome al día con películas y series de televisión. Perdiendo el tiempo en facebook. Yendo a la playa con mi hermana y leyendo el diario con mi papá.

Sin embargo, sigo en el barco. Ayer me puse un vestido español y hoy compré oporto en Lisboa. En mi cama de arriba. Despidiendo amigos. Cada vez más cansada. Sin ganas de conocer gente nueva ni de soportar a estas personas. Especialmente a los nuevos americanos, recién llegados, que aseguran que la esclavitud no se ha abolido; que van y lloran porque los tripulantes trabajan 12 horas por días pero luego les gritan porque el café no está a su gusto.

Diez días. Entonces, puedo hacer lo que dice el primer párrafo. A eso le sumo tomar café con mamá y salir a dar vueltas con mi hermano. Olvidarme del despertador, perder el reloj.

Pero (porque toda historia tiene sus peros) en veinte días ya voy a volver a querer lo que dice el segundo párrafo. Sólo que sí voy a tener energía para hacer nuevos amigos, salir todas las noches, probar nuevas cervezas y conocer nuevos lugares.




Feliz cumpleaños a mis tíos.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Química


"Todas las cosas fundamentales –el amor, la felicidad, el sufrimiento –suceden por amor o por gracia, cuando soltamos las riendas y nos dejamos llevar por la vida como un bastón en las manos de un viandante".
Claudio Magris, El infinito viajar.


La gente tiende a no caerme bien. Es una cuestión química. Algo así como que los veo y no me interesan.

Con Jon fue diferente.

Entré al Internet Café a comprarme una tarjeta, tenía mi nuevo uniforme de fotógrafa puesto. El mismo que no usaba desde hacía más de seis meses y que en aquellos meses nunca pensé que fuera a extrañar. De pronto escucho mi nombre. Hacía dos horas que estaba en el barco, sólo tres personas conocían mi nombre: mi jefe, el asistente de mi jefe y mi roomate. Al darme la vuelta veo la cara sonriente de un morocho, faco, que me miraba expectante. "¿Sos la fotógrafa nueva?", me preguntó.

Y desde ese momento nos hicimos amigos.


Había algo en que él, que es hombre, y yo, que soy mujer, que todos esperaban que tarde o temprano termináramos juntos. En el medio tiempo, yo lo empujaba para hablar con mujeres y él me agarraba el brazo para sentarme un rato tranquila. Se convirtió en la voz de mi conciencia. Sin importar lo que hiciera o qué tan grande pareciera la macana, él siempre era el ángel bueno que decía que todo iba a estar bien.

La diferencia era cultural era entre la anglosajona y la latina. Para él, salir, consistía en su mochila de la cámara con todos sus lentes y filtros, mientras que yo terminaba metiendo algunas cosas en mi mochila a las apuradas y al final me olvidaba de la mitad. Para él, llegar a una ciudad nueva y no conseguir un mapa era perderse seguro; para mí, siempre es perderme seguro, con o sin mapa.

De alguna forma, mi mal inglés y su exceso de vocabulario, congeniaron.