Hay dos cosas que me aburren mucho: 1. Armar valijas. 2.
Desarmar valijas.
Así que dos meses después de volver de Holanda, el año
pasado, una amiga entró a mi cuarto y me preguntó por qué tenía las valijas con
cosas todavía. Si total, le respondí, son cosas de invierno que no necesito.
Ahí estaba la pobre, echando raíces en un rincón de mi habitación.
La última vez que me fui de Uruguay estiré tanto el armado
de la valija que comencé a hacerlo la última madrugada, entre la una y las
cuatro de la mañana, para dormir sólo dos horas antes de tomar el avión.
Pero hay ocasiones en las que los tiempos están medidos.
Esas son mis favoritas, así me dejo de excusas o de mirar series en la computadora
y me pongo a hacer lo que debo.
Al final de mi primer contrato con Princess tenía toda la
tarde para armarme las valijas y dejar todo pronto para volver a casa. Como el
tiempo era abundante, me fui a tomar un café, a conversar con algunos amigos y
regalar cosas que no pensaba llevarme. Mientras tanto, el tiempo pasaba, mi
ropa seguía en el armario y mis cajones, llenos.
Cuando volvía a mi cabina, rendida ante la idea de preparar
todo para irme, encontré a Werner, un amigo sudafricano que también tenía la
tarde libre. Lo senté en el pasillo, al ladito de donde yo tenía que estar y le
pedí que me hablara. Lo hizo, habló de safaris y de Tahiti. Le di lo que me sobarba
de café, de pasta de dientes, y alguna otra pequeñez que apareció en el camino.
Al final de este contrato el desfile de personas que entró y
salió de mi cabina fue mayor. Tomás que tiraba papeles de bombones en mi
escritorio, Facundo que lo retaba. Ariel que me copiaba canciones, Laura que
quería coordinar todo. Yo, luchando contra el aburrimiento, tratando de seguir
doblando ropa y de no olvidarme la que había puesto a lavar.
Por más que me guste viajar no hay forma que a eso lo
acompañe el preparado.