sábado, 24 de noviembre de 2012

Candados universales


Por esas cosas que son universales.

Por esos detalles que encontramos en un país extraño que nos hacen sentir como en casa.

Para ser una persona tan parca siempre fui asquerosamente romántica.

Montevideo, Uruguay. A unas cuadras de donde vivo hay una fuente llena de candados. Simbolizan el sello del amor eterno de las parejas valientes que se animan a tal juramento. Más allá de que me anime o no a hacer tal promesa, las personas que sí lo hacían siempre llamaron mi atención, especialmente porque no entiendo el modo en que esa cabeza funciona. Cada vez que veo a dos personas cerrando el llavero con las iniciales o los nombres grabados me pregunto cuánto durarán juntos.

Vladivostok, Rusia. Es una baranda en el lugar menos indicado: delante del monumento a la ciencia en la universidad tecnológica. Frente a la dedicación y moderación de la racionalidad, los nuevos matrimonios sellan el amor eterno en un candado. Sacaba fotos, encantada de encontrar por primera vez fuera de Uruguay algo tan cercano a mi hogar. Estaba en la otra punta del mundo, sin poder ir más lejos, justo en las antípodas, y ahí estaba yo, en la misma posición a tan cerca de casa: de rodillas sacando fotos, haciéndome la misma pregunta: ¿cuántos nombres de esos candados seguirán juntos?

Praga, República Checa. Con el mapa en el bolsillo porque para perderme prefiero que sea por culpa de mis pies y no del pedazo de papel. Crucé puentes y caminé por calles que no recuerdo, otras hermosas, antiguas y puentes con músicos callejeros que me obligaron a detener la marcha. Hacía frío, estaba enferma y hacía poco me había peleado con mi novio, pero no paraba de recibir mensajes de su ex novia. En esa situación me encontré frente a frente con los candados cerrados en un pequeño puente escondido entre calles pequeñas y puentes gigantes. Me resultaron de una ironía espectacular.

Roma, Italia. La primera noche en el hostal conocí a una Argentina que viajaba por Europa y trataba de cortar con su novio de toda la vida. Caminamos juntas por la ciudad del amor criticando al, justamente, amor. Y a todos los amores pasados. Y por las dudas, a los amores futuros. Dos por tres parábamos para ver dónde estábamos. Después seguíamos conversando, intercambiando y lloriqueando. Encontramos los candados afuera del Coliseo. Lugar sangriento, de esclavo y muertes. La ironía, entonces, también fue espectacular.

París, Francia. Donde no podían faltar candaditos con nombres y corazones enmarcando el romanticismo extremo, empalagoso y pomposo que presenta París (que es demasiado caro y tiene olor a pichí). Las perspectivas cambian: la primera vez que fui lo hice con dos amigos con los que caminamos tanto como pudimos. La segunda vez estuve en un almuerzo romántico por el Sena con un amigo. Sin embargo, los candados, las dos veces, me resultaron adorables y la cereza de la torta de esta ciudad que no se cansa de hablar de amor.


No hay comentarios:

Publicar un comentario